El camino no planificado hacia la abundancia
Johan Norberg dice que tanto los progresistas y como los conservadores tienen sus propios planes para alcanzar la prosperidad, pero ambos ignoran una verdad esencial: no existe un plan maestro para la abundancia.
Por Johan Norberg
Progresistas y conservadores tienen sus propios planes para alcanzar la prosperidad, pero ambos ignoran una verdad esencial: no existe un plan maestro para la abundancia. La humanidad prospera únicamente cuando se le deja pensar, hablar, invertir y experimentar en libertad; cuando puede asumir riesgos y afrontar las consecuencias, sean buenas o malas.
Esta es la abundancia que surge de abajo arriba, como han defendido durante siglos los liberales clásicos, desde Adam Smith y F. A. Hayek hasta Julian Simon y Marian L. Tupy.
Algo interesante está ocurriendo en la izquierda estadounidense. Algunas de sus figuras clave siguen aferradas a las políticas del decrecimiento y cultivan la ilusión del “socialismo democrático”, pero en los últimos años ha surgido un nuevo frente intelectual liderado por un grupo de jóvenes progresistas con indudable talento que, efectivamente, creen en el progreso. Estas voces han comenzado a inquietarse ante la certeza de que, dentro del creciente laberinto de regulaciones, permisos, requisitos, leyes y normas que favorecen a firmas pequeñas, locales y de preferencia propiedad de minorías, es casi imposible construir nada en ninguna parte, lo que bloquea las economías de escala y encarece los costos.
Su manifiesto es el libro Abundance (Abundancia), de Ezra Klein (columnista de The New York Times) y Derek Thompson (colaborador de The Atlantic). Con poca piedad, ambos analizan cómo la regulación impide la innovación y el desarrollo, tomando como ejemplo precisamente las causas que los demócratas apoyan, como la vivienda social, los trenes de alta velocidad o la tecnología verde. Los demócratas han perfeccionado el arte de decir no, para evitar que la gente mala haga cosas malas y, entonces, se han quedado atascados. De hecho, Texas desarrolla más energía verde que California no porque su gobierno esté más comprometido con el medio ambiente, sino simplemente porque su sector energético está menos regulado.
La regulación también ha hecho que construir sea más difícil, caro y lento, disparando el precio de la vivienda. Klein y Thompson citan estudios que muestran que la geografía de la falta de vivienda no responde principalmente a la pobreza o al desempleo, sino a la disponibilidad de suelo y obra nueva como factores clave para determinar el precio de la vivienda. California tiene algo más de una décima parte de la población estadounidense, pero la mitad de las personas sin hogar no albergadas. Houston, que no tiene reglas de urbanismo restrictivas ni permisos de suelo marcados por la hiperregulación, presenta de hecho tasas más bajas de personas sin hogar entre todas las grandes ciudades del país.
El impulso progresista de subvencionar la demanda de todo bien considerado “bueno” es autodestructivo, porque eleva los precios, no la oferta. “Dar a la gente una subvención para acceder a un bien cuya oferta está estrangulada es como construir una escalera para intentar alcanzar un ascensor que no deja de subir”, escriben Klein y Thompson. A mitad del libro, ambos incluso sugieren que la redistribución estatal está sobrevalorada. Señalan, de hecho, que la mayoría de los bienes y servicios que los progresistas quieren distribuir de forma igualitaria —como la tecnología médica— ni siquiera existían hace cincuenta años. Así pues, consideran que lo importante es desarrollar nuevas tecnologías y recursos, pues centrarse únicamente en distribuir la riqueza actual es “peor que una falta de imaginación”.
“En cierto sentido, estaríamos ante una forma de robo generacional. Si afirmamos que el mundo no puede mejorar, estamos robándole al futuro algo invaluable: la posibilidad de progresar. Sin esa posibilidad, la idea progresista está muerta, de modo que la política se convierte en un mero mercadeo de bienes escasos, donde la ganancia de uno implica la pérdida de otro, encerrando a todos en un juego de suma cero”.
La conclusión obvia —aunque ambos autores sean reacios a admitirlo tal cual— es que cualquier redistribución que hoy reduzca el crecimiento y la innovación implica asimismo una pérdida de bienestar. En efecto, los impuestos son un robo generacional.
Para un liberal clásico, que se publique un libro como Abundance es una lectura refrescante. Uno incluso se siente tentado de decir a los autores y a sus seguidores “¡bienvenidos a la fiesta! Puede que hayan llegado tarde, pero no pasa nada: ¡hay sitio de sobra, la música ya está sonando y la mesa está puesta!”.
Pero también hay muchos motivos de discrepancia. A veces Klein y Thompson están tan entusiasmados con la innovación que piensan que es demasiado importante como para dejarla en manos del mercado: “los mercados, creemos, ofrecerán algunos avances – pero no los suficientes”. Aunque tienen buen ojo para los problemas que genera un Estado que frena las cosas, sugieren que saben cómo acelerarlas:
“Lo que proponemos no es tanto un conjunto de soluciones de políticas públicas como un nuevo conjunto de preguntas en torno a las cuales debería girar nuestra política: ¿Qué es escaso hoy, cuando debería ser abundante? ¿Qué es difícil de construir, cuando debería ser fácil? ¿Qué inventos necesitamos y aún no tenemos?”
¿Cómo se toman esas decisiones? Klein y Thompson parecen pensar que podemos decidirlo colectivamente y que el Estado puede aplicar las políticas adecuadas con generosas subvenciones. De hecho, cuando hablan de alternativas exitosas a un Estado que frena las cosas, citan específicamente el New Deal, la carrera espacial y las políticas industriales estatales, todo ello ejemplos de programas en que los gobiernos eligen a los ganadores. Este es el tipo de libro que discute sobre cómo construir trenes de alta velocidad mejor y más rápido… sin explicar por qué deberían construirse en primer lugar.
En este sentido, los “progresistas del lado de la oferta” se parecen a veces menos a libertarios de la abundancia que a tecnócratas del Silicon Valley trumpista, que también quieren inaugurar una nueva edad dorada de abundancia mediante la intervención estatal. Como ha descrito el emprendedor Peter Thiel, partidario del MAGA, abogan por “una suerte de conservadurismo que busca reforzar la capacidad estatal para resolver problemas sociales graves y empujar la frontera tecnológica”.
El proyecto conservador nacional consiste en diseñar su estructura industrial y patrones de empleo preferidos mediante políticas comerciales proteccionistas y la deportación de trabajadores inmigrantes. Donald Trump también quiere controlar la economía con una política industrial hiperactiva y a su medida. Le dice a las empresas quiénes deberían liderarlas y a las farmacéuticas qué precios deben fijar. Incluso ha resucitado la idea de la propiedad estatal de medios de producción, adquiriendo una acción de oro en US Steel, convirtiéndose en el principal accionista de MP Materials, adueñándose del 10% de Intel y exigiendo un 15% de la facturación por la producción de chips de Nvidia y AMD en China. El periodista Greg Ip, del Wall Street Journal, lo llama “capitalismo de Estado con características americanas”, una clara alusión al “socialismo con características chinas” de Xi Jinping. “Somos una tienda departamental”, ha dicho el propio Trump sobre su filosofía económica. “Yo soy el dueño, y yo fijo los precios”, añade.
Así como los progresistas de la abundancia comprenden los fracasos de la intervención estatal en el pasado pero creen ellos sí podrán hacer que funcione, los conservadores nacionalistas admiten que ha fracasado anteriormente pero también piensan que, con ellos al mando, la cosa saldrá bien. Como escribió Marco Rubio en 2024 en el Washington Post: “Por qué creo en la política industrial –bien hecha”.
Así, tanto los progresistas del lado de la oferta como los conservadores de las tiendas departamentales tienen un plan para el futuro. A mí me recuerda mucho a viejos planes fracasados. Pero claro, unos y otros han decidido que, ahora sí, lo que antes no funcionó, funcionará. Es como el famoso meme que muestra a David Lynch gritando a sus actores por megáfono: “vamos a intentarlo otra vez, pero esta vez bien”.
El problema es que el Estado no se sale de la carretera porque tenga un mal conductor, sino por algo más crucial: si descarrila es porque, en realidad, no hay carretera, hay que construirla piedra a piedra, y deben hacerlo las personas mientras encuentran la manera. Si aceleras, lo que tendrás son más accidentes. Descubrir el futuro es un proceso de descubrimiento progresivo, y no el resultado de la planificación.
Como explicó Hayek en El uso del conocimiento en la sociedad: “El conocimiento de las circunstancias de que debemos hacer uso no existe nunca de forma concentrada o integrada, sino únicamente como pequeños fragmentos dispersos de conocimiento incompleto y con frecuencia contradictorio que poseen todos los individuos por separado”. O, como dijo Yoda en El Imperio contraataca: “Difícil de ver es. Siempre en movimiento está el futuro”. En otras palabras, el conocimiento está disperso y cambia constantemente. Cuando el Estado interviene y dirige los recursos hacia un fin concreto, no añade nada: sustituye la sabiduría acumulada y constantemente actualizada de miles de millones de personas desde sus puntos de vista específicos por las preferencias de unas cuantas personas inteligentes en la cima. Perdemos conocimiento y creatividad.
Por supuesto, hay ejemplos de inversiones estatales exitosas, pero una serie de anécdotas no puede constituir toda una filosofía de gobierno. Los estudios sobre la política industrial han venido mostrando que, por cada intervención efectiva, hay cientos de fracasos. Nadie sabe qué tecnologías funcionarán y qué modelos de negocio triunfarán en el futuro, ni siquiera los propios innovadores. ¿Cómo podrían entonces saberlo los políticos, que ni siquiera participan en los mercados en que intervienen ni arriesgan su propio dinero al tomar este tipo de decisiones?
Scott Lincicome, vicepresidente de economía general del Instituto Cato, ha documentado repetidamente cómo y por qué fracasan los intentos de elegir ganadores. Los esfuerzos por identificar tecnologías críticas generalmente fracasan, como lo hicieron recientemente cuando políticos de todos los partidos acordaron que el etanol era el combustible del futuro, hasta que decidieron que ya no lo era más.
Incluso cuando los planificadores aciertan en lo referente a la industria que tendrá mayor demanda, fallan en prever cómo evolucionarán las tecnologías y los mercados dentro de dicho sector. El apoyo a semiconductores y super computadoras en los noventa se destinó a industrias importantes, pero a productos y empresas equivocados. Cuando se aprobó la CHIPS and Science Act en 2022, ChatGPT no existía y Nvidia era vista simplemente como una empresa de videojuegos. La mayor parte de los fondos se destinaba a Intel.
Todo el proceso es además distorsionado por mecanismos familiares para economistas de la teoría de la elección pública. El apoyo suele ir no a quienes tienen las ideas más prometedoras sino a aquellos con mejores conexiones, más presupuesto para hacer lobby, y más empleos en juego en circunscripciones electorales clave.
El apoyo del Estado también cambia a las propias compañías. Los gobiernos son malos para elegir ganadores, pero los perdedores son buenos para elegir a los gobiernos. Estos últimos adaptan su comportamiento a los incentivos, buscando mantenerse en buenos términos con los políticos. Pero eso no es necesariamente lo mismo que construir modelos de negocio competitivos.
Un ejemplo reciente es Northvolt, un fabricante de baterías ubicado en Skellefteå, en mi propio país, Suecia, que recibió la suma increíble de 15.000 millones de dólares sobre todo por parte de contribuyentes suecos, canadienses, alemanes y polacos. Después de todo, todos veían a los autos eléctricos como los del futuro, y todos querían “repatriar” la producción de baterías desde China, lo que hacía de Northvolt la favorita de la izquierda verde, la derecha nacionalista y los halcones de la seguridad por partes iguales. De hecho, este es el tipo de empresa que Klein y Thompson apoyan en Abundance cuando escriben que el gobierno debería subvencionar “el mejoramiento del almacenamiento de baterías”. Northvolt también tenía muchas órdenes de la industria europea de vehículos eléctricos, así que no parecía haber demasiado riesgo.
De manera que Northvolt se puso a trabajar, estableciendo fábricas en Suecia, Canadá, Alemania y Polonia (cuyos gobiernos obviamente querían algo a cambio). También comenzó a involucrarse en otros negocios políticamente de moda, como la inversión en baterías a base de madera, baterías de ion de sodio y baterías para la aviación y el apoyo a una start-up de analítica de baterías. Northvolt incluso invirtió en una refinería de litio para apropiarse de toda la cadena de suministros. Naturalmente, la empresa también invirtió en inteligencia artificial.
Northvolt hizo casi todo, excepto ese pequeño detalle de producir baterías para vehículos eléctricos a tiempo en su fábrica de Northvolt. En lugar de utilizar el método de prueba y error y de mejoras graduales, Northvolt obtuvo tanto dinero y apoyo político que podía escalar todo en todas partes al mismo tiempo, sin siquiera volverse expertos en la tecnología más básica. Los consumidores nunca recibieron sus baterías y tras quemar 15 mil millones de dólares, la empresa declaró bancarrota en marzo de este mismo año.
Fracasar está bien. El fracaso es parte natural de la innovación. Pero cuando el Estado desequilibra la balanza, suele tirar buen dinero tras el malo, cortocircuitando el proceso mediante el cual los errores y la retroalimentación generan más conocimiento y adaptación.
El de Northvolt no es un caso aislado. Bloomberg ha documentado decenas de fábricas fantasma financiadas con iniciativas de política industrial en Estados Unidos: proyectos verdes cancelados o venidos a menos a raíz de unos costos crecientes, unos tipos de interés al alza y la débil demanda por hacerse con estos bienes y servicios.
Esta no es la forma en que se creó riqueza desde la Revolución Industrial ni tampoco es la que creará prosperidad a futuro. Como escribió la filósofa y novelista Ayn Rand en Capitalismo: el ideal desconocido, “la abundancia en Estados Unidos no fue creada por sacrificios públicos en aras del ‘bien común’, sino por el genio productivo de hombres libres que persiguieron sus propios intereses y la creación de sus propias fortunas”.
En mi nuevo libro Peak Human: What We Can Learn from the Rise and Fall of Golden Ages, documento cómo esto ha sido cierto en todas las grandes civilizaciones conocidas por el hombre: Atenas y Roma, la Bagdad abasí, la China Song, la Italia renacentista, la República Holandesa, y el mundo anglosajón. Aunque muy diferentes entre sí, lo que las distinguía de sus contemporáneas era que todas tenían sociedades más abiertas, que incorporaban constantemente nuevas ideas procedentes de comerciantes, migrantes y misioneros. Además, contaban con economías más descentralizadas, de modo que las nuevas ideas e innovaciones podían surgir en cualquier lugar, no solo desde la cima. Esto les otorgaba mucho más margen para la creatividad individual, la exploración y la experimentación. En resumen, estaban abiertas a las sorpresas, y esa apertura condujo a avances inesperados en la ciencia y la tecnología, al florecimiento de comunidades artísticas y, según los estándares de la época, a una riqueza espectacular.
Como resume el historiador económico Joel Mokyr (nota del editor: Premio Nobel de Economía en 2025), toda gran innovación tecnológica es “un acto de rebelión contra la sabiduría convencional y los intereses creados”. Por eso, tenemos que dar oportunidades a los excéntricos y a los rebeldes, antes que concentrar poder y recursos en la sabiduría convencional e intereses establecidos.
Esta abundancia de abajo arriba no tiene nada que ver con el “solamente yo puedo arreglarlo” de Trump ni tampoco evoca el “¡sí, podemos!” de Obama. Es más bien algo así: “¡sorpréndenos!”. No promete garantizar resultados, pero sí crea infraestructura institucional que libera más conocimiento local e iniciativa individual, y de esta forma logra mejores resultados y más soluciones.
Marian Tupy y Gale Pooley lo muestran en su Índice Simon de Abundancia al tomar la afirmación del economista Julian Simon que el recurso esencial son las personas: personas libres, esperanzadas y con espíritu. Tupy y Pooley miden el precio de recursos en relación con ingresos en países diferentes y en períodos diferentes, y van tan atrás como hasta 1850. Encuentran que la abundancia de recursos a nivel personal ha crecido a una tasa de más de un 3% anual, prácticamente duplicándose cada dos décadas. En cada serie de datos, encuentran que la abundancia de recursos ha crecido más rápido que la población, un fenómeno que ellos llaman Superabundancia, el título del libro que han publicado en 2022 (y que lo pone, literalmente, un escalón por encima del libro de Klein y Thompson).
Tupy y Pooley muestran que el progreso está íntimamente relacionado con la libertad. Citan a uno de los principales expertos en innovación, Matt Ridley, que concluye que el “ingrediente secreto” es “la libertad para intercambiar, experimentar, imaginar, invertir y fracasar”. Esto refleja la imprevisibilidad de la innovación, dado que siempre estamos intentando cosas que nunca se habían intentado antes. De hecho “nadie sabe cuándo ocurre la innovación o por qué, y mucho menos cuándo y dónde ocurrirá en el futuro”.
A veces parece que los planificadores de la abundancia se imaginan un botón con la etiqueta “crecimiento e innovación” que simplemente debemos pulsar con más frecuencia. Pero la innovación no es un botón que se pueda apretar a voluntad: es impredecible, inexplorada y, a menudo, caótica. Hay muchos botones, y uno no sabe con certeza qué ocurrirá al pulsarlos.
Por eso, como escribió Virginia Postrel en The Future and Its Enemies (1998), la verdadera división política es entre dinamistas, que ven el futuro abierto, y tecnócratas y reaccionarios, que tienen un fin predeterminado y solo discrepan sobre si está en el pasado o en el futuro. Postrel se pregunta:
“¿Buscamos la estasis —un mundo regulado y diseñado— o abrazamos el dinamismo —un mundo de creación, descubrimiento y competencia constantes—? ¿Valoramos la estabilidad y el control, o la evolución y el aprendizaje? ¿Creemos que el progreso necesita un plan maestro, o lo entendemos como un proceso descentralizado y evolutivo? ¿Consideramos los errores como desastres permanentes o como subproductos corregibles de la experimentación? ¿Anhelamos la previsibilidad o disfrutamos de la sorpresa?”
La mejor forma de aprovechar al máximo el conocimiento y probar tantas ideas como sea posible es dejar que todos experimenten: competidores, forasteros, minorías, inmigrantes. En las palabras memorables de Deirdre McCloskey, la gran riqueza moderna surgió cuando los derechos individuales y la libertad económica permitieron que cualquiera tuviese la oportunidad de “intentarlo”.
El Gran Enriquecimiento resultante, que durante los últimos 200 años trajo consigo un aumento de más del 3.000 % en la renta promedio per cápita, habla por sí solo. Las tecnologías y los modelos de negocio que lo hicieron posible no podían haberse previsto. Desde la máquina de vapor y la bicicleta hasta el frigorífico y el ordenador personal fueron el resultado de experimentos, prueba y error, retroalimentación y adaptación constante: un proceso evolutivo que ocurre de abajo hacia arriba.
Los modelos de negocio más exitosos, que surgieron del aprendizaje continuo a partir de descubrimientos en otros sectores, de la retroalimentación del mercado y de numerosos fracasos y adaptaciones sucesivas, a menudo sorprendieron incluso a sus propios fundadores. Estas empresas rara vez se parecían al plan original: DuPont empezó fabricando pólvora, Berkshire Hathaway era un negocio de textiles en Nueva Inglaterra, 3M comenzó como una compañía minera. Se suponía que YouTube debía ser un sitio de citas por vídeo y Tencent una aplicación de mensajería.
Lo mismo ocurre con los grandes inventos. Klein y Thompson mencionan con razón maravillas como los escáneres por TAC, la edición genética mediante CRISPR y los drones autónomos. Yo añadiría que el TAC se desarrolló tras experimentos con rayos X y ordenadores en la discográfica EMI, impulsados por las ventas de los Beatles. El avance del CRISPR se produjo tras estudios sobre bacterias del yogur en la empresa alimentaria Danisco. La tecnología de drones avanzó rápidamente gracias a contribuciones de la industria de videojuegos, especialmente en los chips gráficos y los mandos con sensores de movimiento. La historia de la innovación está llena de sorpresas, serendipia y combinaciones extrañas.
De igual forma, la descentralización también explica por qué hemos salido mejor de lo esperado de desastres recientes. Si alguna vez hubo un momento para que los anticipadores del fin del mundo dijeran “lo advertimos”, debería haber sido cuando una pandemia paralizó el mundo, Rusia invadió Ucrania y las guerras en Oriente Medio alteraron los mercados energéticos. Y, sin embargo, las cadenas de suministro demostraron una resiliencia sorprendente. Las empresas se adaptaron a las carencias y las interrupciones cambiando de proveedores, reasignando mano de obra, ajustando la producción y redirigiendo los envíos para devolver los productos a nuestras estanterías.
Este logro asombroso fue posible precisamente porque no estaba centralizado. Cada ajuste se basó en el conocimiento local de lo que podía hacerse en un lugar determinado con las materias primas y la mano de obra disponibles, y de lo que podía dejarse de lado sin provocar carencias aún más graves en otros lugares. Ese conocimiento (que no puede concentrarse en un “zar” de las cadenas de suministro) sólo existe sobre el terreno: en los hogares, las tiendas, los campos, las fábricas y las oficinas logísticas, y solo puede revelarse a través de los precios, que cambian en función de millones de acciones individuales.
La libertad para improvisar basándose en esa información local nunca es más importante que cuando el mundo cambia con rapidez y de forma impredecible. Esta es una lección crucial de la historia. A menudo suponemos que la resiliencia proviene de prever los problemas futuros y planificar en consecuencia. Como documento en Peak Human, esta suposición llevó con frecuencia a las culturas a juzgar mal el futuro y quedarse atrapadas en soluciones obsoletas y estáticas.
Afortunadamente, hoy sabemos que la naturaleza de nuestros problemas cambiará por completo en unas pocas décadas y que, si hacemos las cosas bien, nuestro arsenal de soluciones posibles se habrá ampliado de manera espectacular. Algunos de los desafíos más difíciles nos tomarán totalmente por sorpresa y, por tanto, las soluciones también deberán sorprendernos. Nuestra preparación más importante consiste en construir una cultura dinámica que genere continuamente más prosperidad, conocimiento y capacidad tecnológica en general. Eso nos ayudará a mantener la resiliencia, sea cual sea la forma que adopten los problemas del futuro. La solución a nuestros mayores desafíos nunca es una Gran Solución única, con fanfarrias y estandartes al viento; surge en una cultura abierta que nos permite adaptarnos e innovar ante cada reto que el mundo nos plantee.
Para crear abundancia en el siglo XXI y más allá, debemos volver a lo esencial: un Estado limitado que garantice la libertad individual bajo el imperio de la ley y que le dé a cada uno la oportunidad de intentarlo. Estas son las condiciones para el florecimiento humano que describió Hayek en Camino de servidumbre:
“Es más importante eliminar los obstáculos que la estupidez humana ha colocado en nuestro camino y liberar la energía creativa de los individuos que idear nuevos mecanismos para ‘guiarlos’ y ‘dirigirlos’. Crear condiciones favorables para el progreso antes que ‘planificar el progreso’”.
La abundancia dirigida desde arriba y desde el Estado no es la solución. Pese a todo, hay que decir que es una mejora frente al absurdo decrecentista de la izquierda y la falsa nostalgia de la derecha. Que más es mejor que menos es un mensaje importante e incluso radical en tiempos en los que el anticonsumismo reaccionario es fuerte en ambos lados del mostrador, ya sea el que destila la izquierda de Bernie Sanders (“No hace falta tener 23 desodorantes distintos o 18 pares diferentes de zapatos”) o la derecha de Donald Trump (“Los niños no necesitan 30 muñecas, con tres basta. Tampoco necesitan 250 lápices. Pueden tener cinco”).
Al menos, los progresistas del lado de la oferta como Klein y Thompson tienen una apreciación fresca e importante por el crecimiento y la innovación, y reconocen que para lograrlos hay que desregular. Eso es un paso adelante. Si los libertarios de la abundancia somos más sabios que los planificadores, es sobre todo en el sentido socrático: a diferencia de ellos, sabemos lo que no sabemos.
Artículo publicado originalmente en la revista Free Society del Instituto Cato de EE.UU. (número de otoño de 2025).