Populismo: Corruptor absoluto

Héctor Ñaupari considera que "para el populismo, la ideología es un traje que se ajusta o cambia según el temperamento de la opinión pública garantice su supervivencia".

Por Héctor Ñaupari

Replanteemos a Acton: el poder corrompe, pero sólo el populismo corrompe absolutamente. Degrada al ciudadano al punto de convertirlo en un adicto al asistencialismo. Éste se transforma en el siervo agradecido que entregará sin chistar sus libertades, derechos y responsabilidades, tan difíciles de ejercer, a cambio de recibir la dádiva fácil que el gobernante populista se digne darle. Y como todos los adictos, siempre pide más, hace cualquier cosa por obtener su dosis, y su trastorno es muy difícil de curar. 

La corrupción absoluta del populismo alcanza a todos los estratos sociales: los empresarios se vuelven dependientes del favor del Estado, expresado en aranceles preferenciales, mercados cautivos, monopolios por decreto, todas las excepciones imaginables a la regla de la competencia libre y el laissez faire. Así las cosas, la estrategia de los capitanes de la industria y el comercio ya no es competir, sino adular al mandatario populista.

Por su parte, las masas se organizan o son diferenciadas en función de la asistencia que reciben: comida, vestido, salud, educación, o entrega directa de dinero, brindando sus votos —lo mismo que los empresarios su dinero— a quien va a mantener dicho status quo. En tal escenario, la democracia se pervierte, pues no se decide quién nos gobernará mejor, sino quién nos dará más.

Y el mismo Estado es corrompido, pues debe incrementar su poder y su burocracia en forma sostenida para fortalecer su influencia. Debido al populismo, todo lo que el Estado otorga, permite o concede se vuelve un mecanismo destinado a incrementar el asistencialismo clientelista, piedra angular de este sistema. Mientras más, mejor: esto conduce al crecimiento infinito del Estado. Por consiguiente, para facilitar su respuesta y reducir sus engorrosos trámites, el soborno, el cohecho y demás modalidades delictivas vinculadas a la función pública no son crímenes sino soluciones.

De esta manera, para el populismo, la ideología es un traje que se ajusta o cambia según el temperamento de la opinión pública garantice su supervivencia. Por eso hay populismos de derecha o de izquierda. A esto se debe que los populismos estén contenidos en partidos de larga data, como el peronismo, en los que se proclaman independientes y opositores a los políticos tradicionales, o que se definen como socialistas del siglo XXI. El pueblo es de un partido u otro, según quien le dé la dosis asistencial que exija, o se la incremente.

Y para cambiar esos vestidos, todos a gusto y salero del populista de ocasión, hay disponibles decenas de sastres pensadores, los intelectuales baratos que condenaba el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, siempre atentos a justificar con nebulosos conceptos la meridiana realidad del envilecimiento permanente que el populismo trae, como consecuencia, a la sociedad que lo padece: ésta se adapta, adopta y cumple a pie juntillas una regla no escrita, por la cual el método para progresar no es el esfuerzo, la disciplina, el talento y el mérito, sino la cercanía con el poder.

¿Cómo cambiar este mundo al revés? ¿Cómo curar de la adicción populista a miles de personas, de toda condición? Creo que la única respuesta posible es una terapia política permanente: denunciar al populismo y su corrupción absoluta, combatirlo sin desmayo, vencerlo en elecciones democráticas y, de lograr esto último, iniciar una dramática reducción del nocivo asistencialismo clientelista. Ésa es la tarea del liberalismo. Una por la que vale la pena luchar.