La cumbre de los tierrófogos

Por Lorenzo Bernaldo de Quirós

Con el pretencioso título de "La Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible", se han reunido en Johannesburgo representantes de la mayoría de las naciones del planeta acompañados de las ONGs, dispuestas a velar porque los gobiernos no traicionen el sacrosanto deber de salvar al mundo de un Apocalipsis económico, social y ambiental. Lo curioso de la convocatoria es la irrealidad de su mensaje.

Nunca antes en la historia de la Humanidad los niveles de riqueza y bienestar han sido tan grandes para todos aún cuando la pobreza y la opresión afecten todavía a muchas personas. La inmensa mayoría de los habitantes del globo viven más y mejor de lo que lo hacían hace un siglo y los recursos naturales se explotan con mayor racionalidad. Esta es la realidad aunque esté de moda negarla. Por ello, las proclamas de los ecologistas radicales y de sus compañeros de viaje son falsas y recrean el mito del "paraíso perdido" que nunca existió y cuya aproximación a la realidad impediría dar de comer a dos tercios de la población mundial.

Existe un concepto de desarrollo sostenible real y otro irreal. El real se refiere a los países en los cuales existen derechos de propiedad reconocidos y protegidos, rige el imperio de la ley y existen mercados eficientes. Este marco promueve el crecimiento económico que es el mejor aliado del medio ambiente. Por ejemplo, la evidencia empírica muestra la existencia de una estrecha correlación entre PIB per cápita y preocupación por el medio ambiente. Por eso, las economías de mercado tienen menores niveles de pobreza, PIB per capitas más altos y conservan mejor el ambiente que sus alternativas colectivistas o estatistas. Este es un hecho avalado por la teoría y por una abrumadora evidencia empírica. De hecho, la mayor depredación del hábitat natural se produjo en las antiguas economías de planificación central.

El irreal se aplica a quienes defienden políticas cuya aplicación sólo serviría para acentuar la pobreza y destruir el hábitat humano. Entre estas se encuentran políticas tales como obligar a los países pobres a introducir fuentes energéticas no contaminantes -eólica o solar- cuyo costo resulta prohibitivo para los propios países ricos y que además no constituyen una alternativa real para cubrir la demanda de energía o la limitación de la emisión de dióxido de carbono, cuya correlación con el recalentamiento de la Tierra es discutible y discutida por la mayoría de los científicos. Cuando la gente se muere de hambre, esas estéticas preocupaciones de la gente de las economías ricas resulta una burla. Al amparo del concepto de desarrollo sostenible se formulan políticas que frenan o hacen imposible el propio desarrollo.

La vulgata ecologista se basa en supuestos fácticos erróneos. Por ejemplo, la polución no ha dejado de descender en los países desarrollados desde los años setenta, la relación entre las emanaciones de dióxido de carbono y el denominado efecto invernadero, que como se ha comentado no está científicamente demostrada, la pobreza (la gente que vive con menos de un dólar diario) ha caído de manera drástica en los últimos veinte años y los recursos naturales sólo están en peligro de extinción en aquellos lugares en los cuales no existen derechos de propiedad sobre ellos. Como reza el viejo axioma de la Tragedia de los Comunes, formulado por Hardin, "lo que es de nadie, nadie tiene interés en conservar". En realidad, las propuestas de los ambientalistas radicales y los globalófobos son antihumanas en el sentido de que, llevadas a sus últimas consecuencias, devolverían al ser humano a las cavernas. Su aceptación por el mundo desarrollado es una invitación a reducir el nivel de vida de la población y para los países en vías de desarrollo un suicidio, una perpetuación de la miseria.

Tampoco existe un riesgo de superpoblación que ponga al borde de la muerte a amplios sectores de la Tierra debido al agotamiento de los recursos naturales. Este es una vieja falacia maltusiana desmentida una y otra vez por los hechos. En una economía libre y abierta, el crecimiento demográfico es un estímulo al crecimiento por la sencilla razón de que el mercado aumenta, y las posibilidades de obtener beneficios también lo hacen. Por otra parte existe una fuente inagotable de recursos, siendo la mente humana la esencial como diría Julian Simon, que es, la capacidad de encontrar nuevos medios y métodos para satisfacer las necesidades humanas. El capitalismo ha mostrado la capacidad de alimentar y elevar el nivel de vida de una población cada vez mayor. En la práctica, los paladines del Apocalipsis tienen una enorme desconfianza en la capacidad creativa del hombre y una visión estática y primitiva de la realidad. Su utopía es la de un mundo sin hombres o un planeta que sólo sería capaz de alimentar a un porcentaje mínimo de habitantes porque a eso conduciría la aceptación de sus iniciativas.

Sin duda millones de personas son pobres, carecen de acceso a las cosas más elementales y llevan una vida brutal y corta. Sin embargo, la manera de afrontar esa situación no consiste en sucumbir a los cantos de sirena del binomio ecologistas radicales-globalófobos, sino seguir la dirección opuesta a la que éstos aconsejan. La apertura externa de las economías; la creación de un marco institucional que garantice los derechos de propiedad y el imperio de la ley; la puesta en marcha de estrategias macroeconómicas rigurosas; la creación de mercados libres y competitivos son los mejores antídotos contra la miseria y la protección del entorno natural. Esa es una tarea que no se resuelve en cumbres, sino con políticas domésticas, con la asunción por parte de los países en desarrollo de la responsabilidad de crear las condiciones necesarias para que la prosperidad sea posible.

En suma, la adopción en Johannesburgo de medidas regulatorias o impositivas para "mejorar el ambiente" o los intentos de imponer a los países en vías de desarrollo las ideas de los excéntricos occidentales sobre el paraíso perdido, sólo contribuirán a reducir el crecimiento y, en consecuencia, a perjudicar a todos los ciudadanos en especial a los más desfavorecidos. Resulta lamentable que, como en el caso de la globalización, los gobiernos occidentales y muchas empresas estén dispuestas a abrazar conceptos y medidas lesivas para el bienestar de la gente en nombre de la corrección política. El capitalismo con sus mercados libres, su reconocimiento de los derechos de propiedad y el imperio de la ley es la mejor garantía para reducir la pobreza y preservar el ambiente.