México: ¿Tres años perdidos?
Para unos, el triunfo electoral de hace tres años fue un momento histórico, que en sí justifica el cambio. El voto, por fin, se convirtió en una promesa creíble. El poder político se pulverizó, la pirámide se vino abajo. Todo lo demás, como diría Platón, son notas de fin.
Para otros, el cambio ha sido fatal. No ha dejado los resultados esperados. La larga lista de promesas incumplidas, de hecho imposibles de cumplir en su totalidad, se ha dado en un contexto de inocencia ejecutiva, de una curva de aprendizaje dolorosa y costosa. El resultado de las elecciones legislativas del 6 de julio pasado confirma este sentimiento. En esta perspectiva, han sido tres años perdidos, y en ausencia de consensos básicos durante los próximos tres años, posiblemente un sexenio perdido.
Para otros más, la era del cambio se ha visto plagada de mala suerte, y de malas influencias. La larga lista de transformaciones pendientes, y la cultura de alto crecimiento que se esperaba, no ha sido posible, en virtud de una serie inesperada de choques externos (algunos verdaderamente dramáticos), más la falta de cooperación interna de un poder legislativo revanchista e irresponsable.
Esta última visión es una versión del síndrome del chupacabras, la tendencia que existe entre los políticos mexicanos de culpar nuestra falta de fortunas a factores fuera del control inmediato de las autoridades. La lista es interminable. Antes, eran los banqueros, o los capitales especulativos, o los sacadólares. Ahora, son la recesión estadounidense, la guerra, o la falta de mayoría legislativa. En el futuro, habrá otros factores. Este síndrome es fuente de incompetencia disfrazada, y de complacencia: yo no fui, fue teté.
La idea que el cambio ha sido un desastre nacional es predecible, sobre todo entre los grupos políticos que buscan tomar o retomar el poder. Es la otra cara de la moneda del presidencialismo: culpar todos los males del mundo a la figura presidencial. No es así, ni debe ser así. El reto del crecimiento en un ambiente externo complicado exige visión y mucha creatividad ante la necesidad de cómo sacar al raquítico cuerpo de la economía del estancamiento que sufre en la actualidad. Suena fácil decir gastemos más. Hay incentivos reprimidos por un estatismo francamente estúpido o interesado. La falta de consensos ha sido, en este sentido, uno de los factores cruciales que explica la ausencia de las reformas estructurales necesarias para generar alto crecimiento.
Independientemente de los costos de aprendizaje, vivir en una democracia, si bien naciente, es un privilegio capital que no se puede menospreciar. Es, en las palabras de Ricardo Medina, la revolución de los pulgares pintados. Por otro lado es esencial apreciar las diversas lecciones de los pasados tres años y de la jornada del 6 de julio pasado: un régimen electo por la vía democrática no garantiza la estabilidad ni el crecimiento.
La democracia no es una varita mágica, o panacea. En un régimen democrático se puede dar el espectro de la tiranía de la mayoría. Las democracias modernas sufren de la enfermedad institucional llamada rentismo (rent-seeking), o sea, la influencia de grupos organizados que buscan privilegios (por ejemplo, exenciones fiscales, gasto, protección de un mercado cautivo) a costas de otros. Es decir, la vía democrática no evita el abuso del proceso político para conseguir fines económicos como privilegios, subsidios, servicios gratuitos, y proteccionismo. Por lo tanto, el desafío del nuevo orden político es buscar el diseño constitucional que permita limitar el ejercicio del poder.
Sin duda, un paso en la dirección correcta sería eliminar la restricción de la no reelección de nuestros representantes populares. La labor legislativa se ha degenerado a una oportunidad para hacer política revanchista e irresponsable, siempre dirigida por la línea del partido y no necesariamente la línea de representación popular. No existe la necesidad de rendir cuentas, más que a los decidores del futuro político de los que disfrutaron ser (o no ser) representantes legislativos.
Han sido tres años históricos. Faltan tres más. Pero el hecho es indiscutible: somos nosotros, los seres cotidianos, quienes definen nuestra democracia complicada, quienes tenemos la palabra.