La inmigración a debate
Por Lorenzo Bernaldo de Quirós
La inmigración va ser, ya lo es, uno de los grandes debates del siglo XXI y una línea divisoria clara entre la izquierda y la derecha durante los próximos años. En líneas generales, la socialdemocracia, la tercera vía o cualquiera de las diferentes denominaciones de la "gauche" carecen de un discurso consistente para afrontar el tema migratorio salvo retóricas y gastadas declaraciones seudo humanitarias. Por su parte, las formaciones de centro-derecha comienzan a adoptar estrategias cuyos frutos electorales a corto plazo quizás sean rentables para ellas aunque sus consecuencias en el medio y largo plazo no lo son. Es poco inteligente diseñar una política represiva frente a la inmigración porque se tiene miedo a dar votos a la extrema derecha o porque se intentan calmar los ánimos de una ciudadanía poco informada.
De entrada es imprescindible reconocer un hecho: Europa y, por supuesto España, necesitan importar mano de obra foránea para suplir la caída de la fuerza laboral futura derivada de su declive demográfico o para realizar tareas que los europeos ya no desean hacer. Esto no tiene nada que ver con la defensa moral de la libre circulación de personas. Es un puro y racional ejercicio de utilitarismo. Sin un voluminoso ejército de inmigrantes el crecimiento económico del Viejo Continente tenderá a debilitarse cada vez más y, no es mala noticia, su costoso sistema de protección social será imposible de financiar. En consecuencia, la opción europea debe ser activamente pro-inmigración por una simple cuestión de interés propio y sin necesidad de apelar a principios éticos.
Sin duda, la inmigración crea problemas. Algunos la sienten como una amenaza a su identidad cultural; otros como un riesgo para la seguridad de su vida y de su hacienda. El pliego de cargos podría extenderse hasta el infinito. Sin embargo, gran parte de esta retahíla de acusaciones es poco consistente y, desde luego, su materialización no es inevitable. Los flujos migratorios amenazan el cuadro de valores de los países receptores cuando los gobiernos aceptan en nombre del multiculturalismo que se conviertan en derechos públicos cuestiones privadas como la religión, la cultura etc. de los inmigrantes. Los huéspedes tienen que asumir y respetar la legalidad del Estado anfitrión y el incumplimiento de ese compromiso debería vedarles el acceso al país de acogida o permitir su expulsión del mismo.
Por otra parte, la identificación inmigración-delincuencia necesita una matización notable porque su generalización es peligrosa e injusta. De entrada, el aumento de la población foránea se traduce por simples razones aritméticas en un incremento de la delincuencia proveniente de ese colectivo. Sin embargo, en España y en la mayoría de los Estados receptores, los delitos se concentran en los inmigrantes ilegales no en los legales, cuya tasa de criminalidad es inferior a la de los nativos. En este marco, la política de extranjería debe perseguir dos fines: primero, reducir las barreras que dificultan la entrada legal de inmigrantes; segundo, combatir la inmigración ilegal sencillamente porque constituye una violación de la ley.
Finalmente, la historia muestra que los intentos de frenar los movimientos migratorios con muros legales y/o policiales no sirven para nada y, por las razones antes apuntadas, son contraproducentes. Europa y España necesitan importar mano de obra extranjera y su riqueza constituye un imán irresistible para quienes son incapaces de salir adelante en su país de origen. Cuando un individuo está dispuesto a jugarse la vida en una patera, no hay ley o policía que se lo impida. Por último, si se desea ser solidario, lo mejor es eliminar las barreras comerciales que impiden a los ciudadanos de los países pobres vender sus productos en los mercados de las economías ricas.