El Perón de Estados Unidos
Scott Lincicome dice que décadas de gobierno personalista convirtieron a Argentina en el hazmerreír económico mundial, Donald Trump parece haber malinterpretado la lección.
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Por Scott Lincicome
Cuando el populista Juan Perón dirigía la economía argentina desde su palacio presidencial a mediados del siglo XX —decidiendo personalmente qué empresas recibían favores, qué industrias se nacionalizaban o protegían y qué empresarios se beneficiaban de la generosidad del Estado—, los economistas advirtieron que el experimento acabaría mal. Tenían razón. Durante décadas de gobierno de Perón y sus sucesores, un país que en su día había sido una de las naciones más ricas del mundo se convirtió en el hazmerreír mundial, con una inflación incontrolable, crisis fiscales habituales, corrupción rampante y una pobreza paralizante. El peronismo se convirtió en un ejemplo de cómo no se debe gestionar una economía.
El presidente Donald Trump parece haber malinterpretado la lección. Su segundo mandato ha comenzado a seguir el manual peronista de sustitución de importaciones, declaraciones de emergencia, acuerdos personales, imprudencia fiscal y monetaria y un control estatal sin precedentes sobre la empresa privada. Y, al igual que con el peronismo argentino, gran parte de la política económica estadounidense pasa directamente por el propio presidente.
La tendencia de Trump hacia la política peronista es más fuerte en materia comercial. Un elemento central de la visión económica de Perón era la estrategia de "industrialización por sustitución de importaciones" (ISI, por sus siglas en inglés), que utilizaba aranceles, cuotas, subsidios, mandatos de localización y políticas similares para impulsar a los argentinos a producir en el país lo que antes importaban más barato del extranjero. El enfoque tenía por objeto impulsar el crecimiento interno, pero en cambio creó industrias manufactureras aisladas y poco competitivas, lastradas por altos costos de producción, finanzas infladas y un amiguismo rampante. Paradójicamente, también aplastó al sector agrícola argentino, competitivo a nivel mundial, al desviar recursos de este hacia industrias protegidas. Los consumidores argentinos sufrieron precios más altos, productos inaccesibles y un nivel de vida general más bajo.
Uno de los ejemplos más notorios del fracaso de la ISI fue cuando el gobierno de la presidenta peronista Cristina Kirchner intentó incubar una industria electrónica local mediante fuertes restricciones a la importación de televisores y teléfonos inteligentes. El resultado fue desastroso: los modestos aumentos en las operaciones de ensamblaje nacional de bajo valor se vieron más que compensados por un mercado que ofrecía productos de calidad inferior a un precio doble del que pagaban los consumidores en la vecina Chile. Artículos populares como los iPhones simplemente no estaban disponibles, lo que obligaba a los argentinos a recurrir al mercado negro local o a viajar al extranjero para comprarlos.
El segundo mandato de Trump está siguiendo el manual del ISI en varios aspectos, en algunos casos incluso más que Argentina. Según el Banco Mundial, por ejemplo, el tipo arancelario promedio de Argentina ha oscilado entre el 10% y el 16% desde 1992, mientras que el Yale Budget Lab estima que el de Estados Unidos supera ahora el 18% y podría aumentar en los próximos meses. Los aranceles de "seguridad nacional" para las industrias preferidas de Trump —entre las que se incluyen el acero, el aluminio, el cobre y los productos automovilísticos— alcanzan un máximo del 50%, muy por encima del arancel del 35% que Argentina aplicaba en su día a los teléfonos inteligentes. Y dado que los aranceles impuestos por Estados Unidos varían según el producto, el país y el contenido, lo que antes era un sistema arancelario relativamente sencillo ha sido sustituido por un laberinto de requisitos superpuestos que incluso los grandes y sofisticados importadores estadounidenses tienen dificultades para sortear.
Las tácticas peronistas de Trump van mucho más allá de la sustitución de importaciones. Perón, por ejemplo, nacionalizó industrias enteras —ferrocarriles, líneas aéreas, telecomunicaciones, servicios públicos— creando empresas estatales con pérdidas crónicas que perduraron durante décadas. Trump no ha llegado tan lejos, pero está ejerciendo un grado sorprendente de control estatal sobre las operaciones comerciales de las empresas privadas. La administración Trump obligó a la japonesa Nippon Steel a ceder al presidente estadounidense una "acción de oro" en U.S. Steel para poder adquirirla, y exigió a las empresas estadounidenses de semiconductores AMD y Nvidia que cedieran al Estadoo un 15% de sus ventas en China a cambio de autorizaciones de exportación. La administración también adquirió una participación del 15% en la empresa minera de tierras raras MP Materials y una participación del 10% en Intel, lo que en ambos casos convirtió al Tío Sam en el mayor accionista de la empresa.
No se trata de medidas temporales para hacer frente a la crisis, como los rescates bancarios y automovilísticos estadounidenses o las adquisiciones en tiempos de guerra de décadas pasadas. Son acuerdos permanentes que otorgan al Estado una influencia sustancial sobre las transacciones y decisiones privadas. Y varios funcionarios de la administración, así como el propio Trump, han prometido más acuerdos de este tipo en los sectores tecnológico, de defensa y otros.
Trump también ha coqueteado con el peronismo en materia de política fiscal y monetaria. Perón tomó el control del banco central de Argentina y utilizó una política monetaria expansionista para financiar el enorme gasto público y el déficit, lo que condujo a una inflación crónica. Por su parte, Trump ya ha añadido billones de dólares ("trillions" en inglés) a la nueva deuda estadounidense a través de la Ley Grandiosa y Hermosa, al tiempo que trata de acabar con la independencia de la Reserva Federal para adoptar una política monetaria expansionista en Estados Unidos ante una inflación aún elevada.
Quizás el rasgo más peronista del presidente sea la forma en que aplica sus políticas. Los peronistas, por ejemplo, adquirieron y luego utilizaron de forma habitual amplios "poderes de emergencia" para aplicar sus políticas económicas estatistas de forma rápida y unilateral. Trump ha declarado de manera similar múltiples emergencias nacionales para justificar su rápida imposición de aranceles globales, así como sanciones adicionales para China, India y Brasil, en virtud de la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional. Si la Corte Suprema decide que esas medidas de "emergencia" son legales, Trump tendrá un poder prácticamente ilimitado sobre los aranceles y el comercio, lo que supone una sorprendente expansión de la autoridad ejecutiva y una desviación de la separación de poderes de nuestra Constitución.
Erón no se limitó a establecer una política económica general, sino que decidió personalmente qué empresas triunfaban o fracasaban, qué sectores recibían apoyo del Estado, quién tenía acceso a divisas extranjeras y mucho más. El segundo mandato de Trump se caracteriza por un enfoque similar, en el que las preferencias, los intereses y las conexiones personales del propio Trump impulsan la elaboración de políticas estadounidenses. El director ejecutivo de Apple, Tim Cook, acudió al Despacho Oval para conseguir exenciones arancelarias para los teléfonos inteligentes y los productos de Apple. La junta directiva de Intel aceptó convertir al Gobierno de Estados Unidos en accionista solo después de que Trump exigiera la dimisión del director ejecutivo de la empresa con otro pretexto, lo que le obligó a acudir a la Casa Blanca y suplicar apoyo. Trump negoció personalmente el acuerdo de Nvidia con su director ejecutivo, Jensen Huang. Y ha amenazado repetidamente a las empresas, incluidas Amazon y los fabricantes de automóviles estadounidenses, que se atrevieron a plantearse subidas de precios impulsadas por los aranceles.
El primer mandato de Trump se caracterizó por un régimen comercial que, al menos, era abierto y transparente. Esta vez, los acuerdos se están cerrando a puerta cerrada y se está obteniendo un trato especial gracias a las conexiones políticas y al poder. Quienes no tienen influencia sobre el presidente no tienen ninguna oportunidad. La centralización de la toma de decisiones económicas es decididamente peronista: recompensar a los amigos y castigar a los enemigos a través del poder estatal.
El trumpismo aún no es un peronismo en toda regla. Afortunadamente, gran parte de la economía estadounidense permanece fuera del punto de mira y del alcance del presidente. Pero cada declaración de emergencia, cada favor de la Oficina Oval y cada intervención presidencial en la empresa privada nos acerca más al modelo argentino y hará más difícil dar marcha atrás.
El peronismo creó intereses creados —empresas, compinches, sindicatos, funcionarios gubernamentales y más— que se volvieron dependientes del Estado y resistieron con éxito las reformas sistémicas durante décadas. Trump está creando hoy una dinámica similar. Las empresas están tomando decisiones de inversión de miles de millones de dólares basadas en acuerdos secretos, políticas unilaterales y promesas personales. Las exenciones, las participaciones accionarias y los favores especiales, que han tenido gran repercusión pública, están animando a otras partes privadas a buscar un trato similar, y están dando a los funcionarios del Gobierno más razones y precedentes para intervenir aún más. Si a esto le sumamos las decenas de miles de millones de dólares en ingresos por aranceles a los que el Gobierno se acostumbrará, los riesgos de afianzamiento son evidentes.
Cuando la política económica de una nación depende de caprichos y relaciones personales en lugar de normas coherentes que se aplican por igual a todos, ha abandonado el capitalismo de mercado. Argentina tardó casi 80 años en empezar a dar marcha atrás. Esperemos que Estados Unidos lo haga antes.
Este artículo fue publicado originalmente en el sitio web TheAtlantic.com el 7 de septiembre de 2025 y se ha traducido del inglés y reimpreso con permiso de The Atlantic. The Atlantic no ha respaldado ni patrocinado esta versión traducida del artículo.