El aristócrata de Detroit
Will Wilkinson cuestiona el poder sobre la industria automotriz que se le ha entregado al jóven trabajador de la Casa Blanca, Brian Deese. Wilkinson considera excesiva tal concentración de poder.
Por Will Wilkinson
Mientras que la concentración de poder aumenta, la burocracia del
gobierno cada vez se parece más a una aristocracia. ¿De qué
otra manera se puede explicar el enorme poder concedido a Brian Deese, el
trabajador de la Casa Blanca desconocido, no electo y de 31 años a
cargo de General Motors?
“Brian Deese no está escogiendo los colores de los Chevy Malibus
para el próximo año”.
Eso dijo el secretario de prensa del Presidente Obama para asegurarle a los estadounidenses de que la administración no está interesada en administrar de cerca la recientemente nacionalizada General Motors. De cualquier manera, Deese, un miembro de bajo rango del staff de políticas económicas de la Casa Blanca, tiene cosas más importantes de qué preocuparse—como “desmantelar General Motors y re-escribir las reglas del capitalismo estadounidense”, como lo dijo del New York Times.
Deese ni se va a acercar a las muestras de colores. Él simplemente está revisando las reglas que forman nuestro futuro mientras que supervisa la reorganización de una de las corporaciones más grandes del mundo.
Un joven de 31 años, Deese se salió de la Escuela de Leyes de Yale antes de graduarse el año pasado para trabajar en la campaña presidencial de Hillary Clinton. Cuando Clinton se hundió, Deese saltó hacia al barco ganador, impresionó a todos los que importan y se consiguió una oficina en la Casa Blanca. Las personas importantes como Larry Summers y Christina Romer están ocupados preparando proyecciones presupuestarias muy cómicas mientras que aparentan mantener la economía fuera de un colapso. Por lo que Deese, armado con un título de bachiller en ciencias políticas, encuentra al portafolio de GM y al destino de millones de personas en sus manos.
Algunos están quejándose acerca de la falta de experiencia relevante de Deese (¡Ha conducido un auto y una vez durmió en el parqueo de una fábrica de GM!). Pero el asunto real no es el currículo de Deese. El asunto real es por qué cualquier persona debería tener el poder de “re-escribir las reglas del capitalismo estadounidense”. A diferencia de Deese, los Secretarios de la Tesorería Paulson y Geithner son hombres de experiencia. Pero qué tipo de experiencia justifica el inmenso poder arbitrario del que ellos se valieron frente al colapso financiero? ¿La experiencia de planificar centralmente la economía global?
La vergonzosa honestidad de Deese de hecho es bienvenida, ya que nos indica las desagradables desigualdades inherentes en un gobierno con discreción sin límites. Deese no va a elegir los colores para el Chevy Malibu. Pero podría hacerlo. Y Obama nos puede decir que el congreso no dictará que fábricas de GM cerrarán. Pero lo hará.
Los demócratas solían preocuparse acerca de las desigualdades de poder—y tenían razón en preocuparse de eso. Porque la igualdad de poder asegura la libertad. Ser iguales en nuestros derechos básicos, nadie tiene el derecho natural de imponerse al otro. Este tipo de igualdad liberal es la raíz de la prohibición de los títulos de nobleza encontrados en las colonias norteamericanas bajo los Artículos de la Confederación. También es la raíz de la simple idea del gobierno limitado—la idea de que el poder de un gobierno es legítimo solo si es cuidadosamente fraccionado, contrarestado por otros poderes, y limitado en envergadura a funciones que solo un gobierno puede desempeñar.
No nos preocuparnos estos días acerca del gobierno de monarcas hereditarios. Pero mientras que la nación-estado moderna se ha expandido, adjudicándose inclusive más funciones, los poderes de la burocracia estatal han llegado a parecerse a los poderes de una aristocracia que no rinde cuentas. Las elecciones periódicas simplemente nos dejan con un grupo algo distinto de aristócratas en el trono.
Los demócratas hablan mucho de igualdad, pero su retórica, al igual que la de los conservadores cuando hablan de la libertad, en gran parte está vacía. Hay un argumento de los social demócratas respetable: que los individuos pueden ser verdaderamente libres e iguales solo si tienen los suficientes recursos para desarrollar sus capacidades y disfrutar del ejercicio de sus derechos básicos. Pero esto es un argumento que respalda una red de seguridad provista por el gobierno—para asegurarnos de que todos empiecen con condiciones decentes. No es un argumento para colocarle un tope al ingreso y a la riqueza.
El mejor argumento social demócrata para limitar las desigualdades en riqueza a través de la redistribución es que de otra manera será imposible limitar las concentraciones desiguales de poder político. La redistribución es requerida para prevenir que la democracia liberal se convierta en una plutocracia. No obstante, este argumento asume que los ricos tienen objetivos políticos relativamente uniformes y que coordinarán sus recursos para lograr esos objetivos. Pero como lo han demostrado los politólogos, mientras más se enriquecen los votantes es más probable que voten de acuerdo a su conciencia y no de acuerdo a su bolsillo. Los votantes ricos se han vuelto más propensos a favorecer la reducción en la desigualdad de ingresos mediante la redistribución, y no menos—inclusive mientras los niveles de desigualdad de ingresos han aumentado.
En una democracia, el verdadero poder es la habilidad de moldear la opinión pública y las políticas públicas. La prensa—la principal fuente de nuestra narrativa común—tiende a caer hacia la izquierda del público estadounidense. Al igual que los académicos—una principal fuente de tanto ideas para políticas públicas así como de consejeros expertos en políticas públicas. Paul Krugman es poderoso no porque es rico, sino porque es un famoso académico a quien se le ha dado un espacio en una de las publicaciones más importantes del mundo. Si nuestra democracia está sesgada hacia las preferencias de unos pocos, está sesgada hacia las preferencias de la prensa y los académicos. Pero los líderes de opinión como Krugman, de una manera que no debería sorprendernos, tienden a ignorar las desigualdades en este tipo de influencia. Y suelen no estar preocupados porque Brian Deese, quien no fue elegido por nadie, haya adquirido más poder político del que podría esperar comprar un billonario.
El New York Times no está preocupado respecto de que Brian Deese tenga un enorme poder sobre las vidas de otros simplemente porque se apareció en el lugar correcto en el momento indicado. Seguramente, no tiene experiencia, pero es el tipo de persona que le gusta al New York Times. La historia de un joven demócrata, energético e inteligente que era un ayudante del presidente y de repente asumió una posición difícil de enorme influencia es ideal para el escenario de la política-como-un-romance, y esa es la historia que el New York Times cuenta—una y otra vez. El lector se queda en la tierra maravillosa del Ala Oeste. “El Presidente Bartlett confía en ti, Brian. ¡Y EE.UU. también!”
No debería sorprendernos, pero la retórica de la política estadounidense está desbordando hipocresía. Justo como cuando los argumentos republicanos liberales a favor de la descentralización del gobierno muchas veces buscan proteger la tiranía del prejuicio local, los argumentos “igualitarios” de los demócratas acerca de las desigualdades en riqueza e ingresos muchas veces buscan concentrar poder político en las manos de personas como Brian Deese. En un EE.UU. libre y de personas iguales, nadie necesitaría asegurarnos de que los hombres del presidente no estarán emitiendo ordenes acerca de los colores de los carros.