¿Comercio Justo o Trampa Comercial?

Por Daniel J. Ikenson

La oportunidad más grande para promover la integración económica y la estabilidad política dentro del hemisferio en poco más de una década, pronto se presentará en el Congreso. Pero el destino del Área de Libre Comercio con República Dominicana y Centroamérica (DR-CAFTA, por sus siglas en inglés) es incierto. Actualmente, una mayoría de los miembros parece que se opondrá al acuerdo, insensibles con respecto a la historia, obsesionados por las calculaciones políticas de corto plazo, o incapaces de pensar afuera del marco mercantilista.

El acuerdo abriría mercados a los exportadores de la región y haría las importaciones más accesibles para los productores y consumidores de la región. Promovería la inversión en empresas merecedoras que actualmente carecen de financiamiento; rendiría más e inspiraría productos y servicios mejores; y crearía riqueza y una calidad de vida más alta alrededor de la región. El acuerdo también ayudaría a asegurar y promover más progreso social y político en una región que hasta hace poco era un punto caliente de la Guerra Fría, sumido en dictadura, guerra civil y desesperación.

Algunos críticos argumentan que los seis países son demasiado pequeños para constituir un mercado significante para los productos y servicios estadounidenses. Pero eso no encaja con los hechos. El producto interno bruto combinado de estos seis países a una paridad de poder de compra fue de $204 mil millones en el 2003, más alto que las mismas figuras de Chile, Singapur, Marruecos y Jordán, todos siendo también socios de libre comercio con EE.UU. Juntos, los países del DR-CAFTA son el segundo mercado más grande para exportaciones de productos estadounidenses en Latinoamérica, solo por detrás de México.

Y las exportaciones estadounidenses solo aumentarán una vez que las barreras comerciales que todavía existen sean reducidas o eliminadas bajo este acuerdo. Solo en el primer año, más de tres cuartos de todos los productos estadounidenses tendrán acceso libre de impuestos, y las regulaciones que han sido una molestia para los exportadores de servicios estadounidenses serían eliminadas o disminuidas considerablemente.

Pero las exportaciones son una cara de la moneda. Otro gran beneficio sería el acceso mejorado de los productores y consumidores estadounidenses a las importaciones. Tal acceso ayudaría a que los negocios de EE.UU. se conviertan más competitivos, y la carga de subsidios mediante barreras comerciales actuales que las familias estadounidenses están forzadas a cargar por los productores domésticos sería relajada. Que estos efectos deban ser considerados “concesiones” realizadas para el beneficio de las exportaciones refleja un malentendido fundamental del valor del comercio—uno que los intereses proteccionistas perpetúan y explotan.

La industria azucarera estadounidense se mantiene opuesta, a pesar de que sus demandas han sido satisfechas con que el acuerdo no liberalice el azúcar de una manera relevante. De igual manera, los productores de textiles estadounidenses prevalecieron con sus demandas de que el acceso libre de impuesto al mercado estadounidense se extienda solo a la ropa hecha de componentes de textil estadounidense, y aún así unos se mantienen opuestos. Es más que impropio que la política de comercio del país más rico del mundo aparezca ser manipulada por intereses que buscan negar a sus vecinos más pobres la oportunidad de realizar sus ventajas comparativas.

Otra oposición está basada en la creencia de que los países socios hacen poco para hacer cumplir las leyes laborales y ambientales y que el acuerdo carece de suficientes salvaguardas para asegurar mejor respeto de las leyes. Pero de acuerdo a la Organización Internacional de Trabajo (OIT), la constitución y los estatutos de cada país dentro de dicho acuerdo son consistentes con las principales convenciones de la OIT las cuales incluyen negociaciones colectivas, labor forzado, labor de menores de edad y discriminación en el lugar de trabajo, y el acuerdo requiere que los países no retrocedan en esos criterios.

El acuerdo promovería el mejoramiento de las condiciones laborales y ambientales si no es por otra razón, lo harán por un interés propio puramente económico. Compañías de EE.UU. y del Oeste que tal vez inviertan directamente en países en vías de desarrollo no pueden permitir el estigma de ser asociados con las fábricas de condiciones precarias de trabajo, ni con aquellas que producen humo y ese tipo de molestias. De tal manera que ellos tienden a transferir tecnologías y procesos de producción que están en cumplimiento con los criterios del primer mundo y pagan salarios mejores que el promedio local.

Los estadounidenses deberían estar más preocupados sobre las consecuencias de fallar en pasar el DR-CAFTA. Esto socavaría la estrategia de comercio de la administración de Bush (una posible motivación para muchos en el Congreso) mandándole la señal al mundo de que EE.UU. no toma en serio la liberalización comercial. Si los agricultores de remolacha en Dakota del Norte no pueden ser desengañados de su sensación de que tienen derecho al subsidio financiado por el resto de los ciudadanos estadounidenses, ¿De qué manera podrá llevarse a cabo la reforma más amplia requerida por el plan de comercio multilateral?

Si EE.UU. le da la espalda a sus vecinos más pequeños, la retórica populista de anti-americanismo en la región se volverá más atractiva—hasta con cierta legitimidad. El presidente venezolano Hugo Chávez, el cual parece estar involucrado en esfuerzos para desestabilizar los gobiernos vecinos, y con su apoyo, los Sandinistas de Nicaragua—viejos enemigos de EE.UU.—están dispuestos a volver al poder. El rechazo de este acuerdo podría empujar a la región hacia una cooperación económica más cercana con China y Europa, dos poderes de comercio que están tratando agresivamente de entrar a los mercados del hemisferio. EE.UU. podría terminar excluido y mirando desde afuera.

Traducido por Gabriela Calderón para Cato Institute.