Argentina: ¡La política, estúpido!
Por Lorenzo Bernaldo de Quirós
Argentina no tenía un problema económico insuperable. El déficit público no era muy elevado, el desequilibrio de la balanza de pagos por cuenta corriente tampoco y el volumen de deuda externa era manejable. Sin embargo, esos problemas se convirtieron en una bomba de relojería cuyo estallido era inevitable a la vista de la incapacidad e incompetencia de los políticos argentinos para plantear y aplicar un programa coherente. En su ausencia, los mercados impusieron a Argentina una prima riesgo-país que con una economía en recesión y sin expectativas de recuperación llevó al país a la insolvencia. Este dramático hecho es una prueba más de los letales efectos del modelo socio-político levantado hace más de medio siglo por Perón y asumido en lo esencial por peronistas y radicales desde entonces. Ahí está la raíz del mal.
Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, Argentina era uno de los países del mundo con un PIB per cápita más alto, similar al disfrutado por Canadá. Esto era el resultado de un Estado limitado que no se injería en una economía abierta al exterior, de un gasto público y de unos impuestos reducidos de una administración pequeña pero profesional y eficiente, de la inexistencia de un sector público empresarial significativo y de la vigencia del imperio de la ley. En este marco, la República pudo absorber un ingente flujo migratorio, crecer, mantener el pleno empleo y crear una clase media pujante. La Argentina liberal soñó en ser los EE.UU. del Cono Sur y estuvo a punto de conseguirlo. De hecho, los argentinos mostraron que nada impide a un país alcanzar la prosperidad si el entorno económico-institucional es el adecuado. Incomprensiblemente, nadie reivindica hoy este legado en la escena argentina.
Esa brillante situación terminó con el ascenso de Perón a la presidencia, aupado en un programa social-populista copiado de la Italia de Mussolini en la cual había servido como agregado militar. Perón puso en marcha un plan de industrialización forzosa, levantó aranceles, construyó un sistema de previsión social infinanciable, convirtió a los sindicatos en un Estado dentro del Estado, nacionalizó muchas empresas y reguló todos los aspectos de la actividad productiva. Hasta que dilapidó la riqueza acumulada por décadas de una gestión prudente, todo fue bien. Pasado ese momento, Argentina entró en un período de declive porque el modelo peronista era y es incompatible con la prosperidad pero había creado una sociedad de expectativas en la que sus miembros se acostumbraron a recibir del Estado una parte importante de sus ingresos. Pues bien, este esquema no ha sido desmontado ni por los gobiernos civiles ni militares que han regido el país en este último medio siglo.
Desde esta óptica, los intentos de convertir al liberalismo en el culpable de la crisis argentina, Krugman dixit, es una broma. El país nunca ha tenido una política liberal consistente. Es cierto que el tándem Cavallo-Menem estabilizó la moneda a través de su fijación al dólar, privatizó muchas empresas públicas y redujo los aranceles. Esto permitió un crecimiento del PIB per cápita del 6.3 por ciento entre 1990 y 1994. El aguado e incompleto liberalismo del gabinete hizo posible esa mejora en el bienestar de la población. Pero también es cierto que durante su mandato el gasto público creció un 90 por ciento, los mercados no se liberalizaron y el impulso reformista desapareció en el segundo término de Ménem. Por ello, Argentina dejó de crecer tras el "tequilazo" de 1994 y entró en recesión a partir de 1998. Desde ese instante no ha habido ninguna política salvo la búsqueda diaria de parches para superar la situación.
En este marco, la vuelta al poder del viejo peronismo, el representado tanto por el extinto Rodríguez Saá como por Duhalde, apoyado de hecho por el alfonsinismo radical es una tragedia para el país. El repudio unilateral de la deuda, el intento de introducir una tercera moneda, la financiación de los salarios y pensiones imprimiendo billetes etc. han puesto por los suelos la quebrada confianza de los inversores internos y externos en el país. El populismo es el veneno de la política argentina y su elevación al poder ejecutivo constituye un certificado de defunción para cualquier esperanza de recuperación económica de la República en el horizonte del medio y del largo plazo. Han tomado la Casa Rosada quienes defienden ideas e intereses que son incompatibles con la salida de la crisis y no existe ninguna alternativa políticamente viable a esa siniestra coalición de viejos y corruptos políticos con viejas y gastadas ideas.
Ante este panorama, la aplicación de un programa económico como el sugerido por el peronismo de Sáa o Duhalde profundizará el caos y conducirá al país a una coyuntura social y económica aún más explosiva. El radicalismo, desacreditado y en manos de Alfonsín, ofrece la misma receta que el justicialismo. Argentina necesita un cambio de régimen político y económico capaz de generar confianza. Mientras no se desmantele el modelo político-sindical vigente, Argentina no saldrá del marasmo. Por desgracia, esta tarea es imposible en el corto plazo y resulta improbable en el largo porque ni los peronistas ni los radicales parecen ser partidarios del "harakiri". Argentina ofrece una lección impagable de la capacidad que tiene una casta política incompetente y/o corrupta para convertir a un país rico en uno tercermundista. Por el momento hay que colgar a la puerta del país el dantesco y desesperanzador: "lasciate ogni speranza".