Planificación para la libertad

Planificación para la libertad
Autor: 
Ludwig von Mises

Ludwig von Mises (1881 - 1973) es reconocido como uno de los líderes de la Escuela Austriaca de economía y fue un prolífico escritor. Su trabajo influyó a Leonard Read, Henry Hazlitt, Israel Kirzner, George Reisman, F.A. Hayek y Murray Rothbard, entre otros. Nació en Lenberg, entonces parte del imperio Austrohúngaro.

Las obras de Mises y sus seminarios trataban sobre teoría económica, historia, epistemología, el Estado y la filosofía política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes aclaraciones sobre la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo comercial, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica en general, y una demostración de que el socialismo inevitablemente fracasa porque no puede resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer académico en reconocer que la economía es parte de la ciencia más amplia de la acción humana, una ciencia que Mises denominó "praxeología". Enseñó en la Universidad de Viena y luego en la Universidad de Nueva York. Su influyente trabajo acerca de las libertades económicas, sus causas y consecuencias, lo llevaron a resaltar las relaciones entre las libertades económicas y las demás libertades en una sociedad.

Edición utilizada:

Von Mises, Ludwig. Planificación Para La Libertad. Buenos Aires: Centro de Estudios Sobre la Libertad, 1986.

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Capítulo XI. La enseñanza de la economía en las universidades

Capítulo XI

LA ENSEÑANZA DE LA ECONOMÍA EN LAS UNIVERSIDADES[44]

Pocos años atrás, un subcomité de Publicidad y Propaganda en los Departamentos Ejecutivos de la Casa de Representantes, bajo la presidencia del representante Forest A. Harness, investigó operaciones de propaganda federales. En una ocasión, el Comité tuvo como testigo a un médico empleado por el gobierno. Cuando se le preguntó si en sus discursos públicos, pronunciados en todo el país, presentó los dos aspectos de la discusión sobre el seguro nacional de salud obligatorio, este testigo respondió: "No sé qué quiere usted decir con los dos aspectos".

La ingenua respuesta arroja luz sobre el estado mental de personas que se enorgullecen de llamarse intelectuales progresistas. Simplemente no imaginan que pueda esgrimirse algún argumento contra los distintos modelos que sugieren. En su opinión, todos deben respaldar sin cuestionamientos cada proyecto que busque cada vez más control gubernamental sobre todos los aspectos que hacen a la conducta y a la vida del ciudadano. Nunca tratan de refutar las objeciones planteadas contra sus doctrinas. Prefieren, al igual que lo hizo recientemente la señora Eleanor Roosevelt en su columna, llamar deshonestos a aquellos con quienes no están de acuerdo.

Muchos ciudadanos eminentes responsabilizan a los institutos educativos por la forma en que este fanatismo se ha esparcido. Critican severamente la manera como se enseñan la economía, la filosofía, la sociología, la historia y la ciencia política en la mayoría de los colegios y universidades norteamericanas. Culpan a muchos maestros de adoctrinar a sus estudiantes con las ideas de la planificación total, del socialismo y del comunismo. Algunos de los inculpados tratan de negar cualquier responsabilidad. Otros, dándose cuenta de la inutilidad de este modo de defensa, se quejan de la "persecución" a que se ven sometidos y de la violación de la "libertad académica".

Sin embargo, lo que no es satisfactorio en las condiciones académicas actuales —no sólo en este país sino en la mayoría de los países extranjeros— no es sólo el hecho de que muchos maestros están ciegamente comprometidos con las falacias veblenianas, marxistas y keynesianas y tratan de convencer a sus alumnos de que ninguna objeción sostenible puede plantearse contra lo que ellos llaman políticas progresistas. El perjuicio debe verse más bien en el hecho de que las afirmaciones de estos maestros no son objeto de ningún tipo de crítica en la esfera académica. Los seudoliberales monopolizan las cátedras en muchas universidades. Sólo los hombres que están de acuerdo con ellos son designados maestros e instructores de ciencias sociales, y únicamente se utilizan libros de texto que respaldan sus ideas. La cuestión esencial no es cómo deshacerse de maestros ineptos y de libros de texto deficientes, sino cómo dar a los estudiantes la oportunidad de escuchar algo acerca de las ideas de los economistas que rechazan los principios de los intervencionistas, inflacionistas, socialistas y comunistas.

1. Los métodos de los maestros "progresistas"

Ilustremos el tema analizando un libro recientemente publicado. Un profesor de la Universidad de Harvard edita, con el apoyo de un comité asesor cuyos miembros son, como el editor, profesores de economía de esa universidad, una serie de libros de texto llamada "Serie de Manuales Económicos". En esta serie se publicó un volumen sobre el socialismo. Su autor, Paul M. Sweezy, comienza el prefacio declarando que el libro "está escrito desde el punto de vista de un socialista". El editor de la serie, el profesor Seymour E. Harris, en su introducción va aun más lejos al afirmar que el punto de vista del autor "se aproxima más al grupo que determina la política soviética que al que ejerce el gobierno actual (1949) de Gran Bretaña". Ésta es una moderada descripción del hecho de que el volumen es desde la primera hasta la última página, una abierta apología del sistema soviético.

Ahora bien, es perfectamente legítimo que el Dr. Sweezy escriba un libro como el descripto y que los profesores lo editen y lo publiquen. Los EE.UU. son un país libre —uno de los pocos países libres que quedan en el mundo— y la Constitución y sus enmiendas garantizan a todos el derecho a pensar como les guste y publicar e imprimir lo que piensan. En realidad, Sweezy ha brindado, sin saberlo, un gran servicio al público pensante, ya que su obra muestra a cada lector razonable y versado en economía que a los más eminentes defensores del socialismo se les está terminando su inventiva, que no saben cómo desarrollar algún argumento plausible en favor de su credo y que es total su incapacidad para refutar algunas de las serias objeciones planteadas contra él.

Pero el libro no está destinado a estudiantes perspicaces y familiarizados con las ciencias sociales. Está escrito para el lector general —según enfatiza la introducción del editor—, para popularizar las ideas y, especialmente, para usar en el aula. Quienes ignoran el tema y los estudiantes que nada o muy poco conocen de los problemas involucrados obtendrán todos sus conocimientos sobre el socialismo de este libro. No están familiarizados con las teorías y hechos que les permitirían formarse una opinión independiente acerca de las diversas doctrinas expuestas por el autor. Aceptarán todas estas tesis y descripciones como si fueran sabiduría y ciencia irrefutables; cómo podrían ser tan presuntuosos para dudar de la confiabilidad de un libro escrito, como la introducción afirma, por una "autoridad" en la materia y apadrinado por un comité de profesores pertenecientes a la venerable Harvard.

El error del comité no debe buscarse en el hecho de que hayan publicado este libro, sino en el hecho de que su serie sólo contiene esta obra acerca del socialismo. Si hubieran publicado, junto con el libro del Dr. Sweezy, otro volumen que contuviera un análisis crítico de las ideas comunistas y de los logros de los gobiernos socialistas, nadie podría acusarlos de difundir el comunismo. La decencia debería haberlos impulsado a dar a los críticos del socialismo y del comunismo la misma oportunidad que dieron al Dr. Sweezy, para así poder presentar sus opiniones a los estudiantes de las universidades y colegios.

En cada página del libro del Dr. Sweezy pueden encontrarse afirmaciones realmente increíbles. Así, al referirse al problema de los derechos civiles bajo un régimen socialista, simplemente equipara la Constitución soviética con la norteamericana. Ambas son, según declara, "generalmente aceptadas como afirmación de ideales que deberían guiar las acciones, tanto del estado como del ciudadano individual. Que estos ideales no siempre estén en conformidad con los hechos —ya sea en la Unión Soviética o en los Estados Unidos— es ciertamente importante y verdadero; pero esto no significa que no existan o que puedan ser ignorados, y menos aun que puedan transformarse en lo opuesto".

Dejando de lado la mayor parte de lo que podría decirse para refutar este razonamiento, es necesario darse cuenta de que la Constitución norteamericana no es sólo un ideal sino la ley válida del país. Para evitar que se convierta en letra muerta existe un poder judicial independiente que culmina en la Corte Suprema. Sin un guardián de la ley y de la legalidad como el mencionado, cualquier ley puede ser y es transformada en su opuesta. ¿El Dr. Sweezy nunca se percató de este hecho? ¿Cree realmente que los millones de seres que languidecen en las prisiones y en los campos de concentración soviéticos pueden invocar habeas corpus?

Repito: el doctor Sweezy tiene derecho —precisamente porque la Declaración de Derechos norteamericana no es sólo un ideal, sino una ley vigente— a transformar cada hecho en lo contrario. Pero los profesores que entregan una apología de la Unión Soviética como la citada a sus estudiantes, sin interiorizarlos de las opiniones de los oponentes del socialismo, no deben sentirse difamados si se los crítica.

El profesor Harris, en su introducción, afirma que "aquellos que temen una influencia excesiva del presente volumen pueden alegrarse por un futuro volumen sobre el capitalismo, compañero de éste, escrito por alguien tan devoto de la empresa privada como el Dr. Sweezy lo es del socialismo". Este volumen, escrito por el profesor David Mc Cord Wright de la Universidad de Virginia, ha sido publicado en el ínterin. También se ocupa incidentalmente del socialismo y trata de refutar algunas falacias socialistas menores, como la doctrina del debilitamiento del estado, una doctrina que hasta los más fanáticos autores soviéticos relegan hoy a una posición insignificante. Pero verdaderamente no puede ser considerado un sustituto satisfactorio, o siquiera un sustituto, de un examen crítico completo de todo el conjunto de ideas socialistas y comunistas y del lamentable fracaso de todos los experimentos socialistas.

Algunos de los profesores intentan refutar las acusaciones de intolerancia ideológica dirigidas a sus universidades y demostrar su propia imparcialidad, invitando ocasionalmente a un disidente no proveniente de su universidad para hablar a sus estudiantes. Esto es sólo una patraña. ¡Una hora de economía sana contra muchas de adoctrinamiento equivocado! Quien esto escribe puede transcribir una carta en la que declinó una invitación semejante: "Lo que me imposibilita presentar el funcionamiento de la economía de mercado en una conferencia de corta duración —ya sea de cincuenta minutos o de dos períodos de cincuenta minutos— es el hecho de que la gente, influida por las ideas predominantes sobre los problemas económicos, tiene muchísimas opiniones equivocadas respecto de este sistema. Están convencidos de que las depresiones económicas, la desocupación masiva, el monopolio, el imperialismo y las guerras agresivas, y la pobreza de la mayor parte de la humanidad, son causadas por el libre funcionamiento de los métodos de producción capitalistas".

"Si un conferenciante no desvanece cada uno de estos dogmas, la impresión causada en la audiencia no es satisfactoria. Ahora bien, refutar cualquiera de ellos requiere mucho más tiempo que el que me fue asignado en su programa. Los asistentes pensarán: 'No hizo ninguna referencia a este tema' o 'Sólo hizo unas pocas observaciones casuales sobre aquello'. Mi conferencia probablemente los reafirmaría en las equivocadas ideas que tienen del sistema... Si fuera posible exponer el funcionamiento del capitalismo en una o dos conferencias de poca duración seria una pérdida de tiempo que los estudiantes de economía permanecieran tantos años en las universidades. Sería difícil de explicar por qué deben escribirse libros voluminosos sobre este tema. Son estas razones las que me obligan, lamentablemente, a declinar su amable invitación".

2. La supuesta imparcialidad de las universidades

Los profesores seudoprogresistas justifican su política de impedir el acceso a las cátedras a todos aquellos a quienes tildan calumniosamente de reaccionarios anticuados, llamando a estos hombres "poco objetivos".

La referencia a la falta de objetividad no es pertinente si el acusador no está en condiciones de demostrar claramente en qué consiste la deficiencia de la doctrina del autor calumniado. Lo único que importa es si una doctrina es sana o no. Esto debe determinarse a través de los hechos y del razonamiento deductivo. Si no puede esgrimirse ningún argumento sostenible para invalidar una teoría su veracidad no se ve afectada en absoluto por el hecho de que el autor sea insultado. Por otro lado, si la falsedad de una doctrina ha sido claramente demostrada por una irrefutable serie de razonamientos, no hay necesidad de llamar "poco objetivo" a su autor.

Un biógrafo puede intentar explicar los errores claramente evidenciados de la persona cuya vida relata demostrando que provienen de sus prejuicios. Pero esta interpretación psicológica no reviste importancia en discusiones sobre la veracidad o falsedad de una teoría. Los profesores que denominan a aquellos con quienes disienten "poco objetivos", sólo confiesan su incapacidad para descubrir cualquier falla en las teorías de sus adversarios.

Muchos profesores "progresistas" han servido por algún tiempo en alguno de los distintos organismos gubernamentales, realizando generalmente tareas auxiliares. Recopilaban datos estadísticos y escribían informes que sus superiores, políticos o antiguos gerentes de corporaciones, archivaban sin leer. Los profesores no infundieron a sus oficinas espíritu científico, pero éstas crearon en ellos una mentalidad autoritaria. No confían en el pueblo y consideran al Estado (con "E" mayúscula) como un guardián de los desdichados subordinados, enviado por Dios. Sólo el Gobierno es imparcial y objetivo. Cualquier persona que se oponga a una extensión de los poderes gubernamentales es, por este hecho, tildada de enemiga del bien público. Es evidente que "odia" al Estado.

Ahora bien, si un economista se opone a la socialización de industrias no "odia" al estado. Sólo declara que la nación se beneficia más con la propiedad privada de los medios de producción que con la propiedad pública. Nadie puede alegar que la experiencia obtenida con las empresas nacionalizadas contradice esta opinión.

Otro prejuicio típicamente burocrático que los profesores contrajeron en Washington es el de llamar a aquellos que con su conducta demuestran su oposición a los controles gubernamentales y al establecimiento de nuevas dependencias del gobierno "negativistas". Según esta terminología todo lo logrado por el sistema de empresa individual norteamericano es sólo "negativo"; únicamente las oficinas gubernamentales son "positivas".

Existe, además, una antítesis aparente entre "planificar o no planificar". Sólo se llama planificación a la de un gobierno totalitario que reduce a los ciudadanos a la calidad de peones de ajedrez para servir a los proyectos de la burocracia. Los planes de los ciudadanos individuales no se consideran tales. ¡Qué semántica!

3. Cómo se enseña la historia moderna

El intelectual progresista mira al capitalismo como si fuera el más terrible de los males. La humanidad, afirma, vivía felizmente en los viejos y buenos tiempos. Pero entonces, como decía un historiador británico, la Revolución Industrial "cayó como una guerra o una plaga" sobre la gente. La "burguesía" convirtió la abundancia en escasez. Unos pocos privilegiados disfrutan de todos los lujos. Pero, como el mismo Marx observó, el trabajador "se hunde cada vez más" porque la burguesía "es incompetente para asegurar a su esclavo una existencia dentro de su esclavitud".

Aun peores son los efectos morales e intelectuales de los modos de producción capitalistas. El progresista cree que no existe más que un medio de liberar a la humanidad de la miseria y de la degradación producida por el laissez fairefácil y el crudo individualismo: adoptar una planificación central, el sistema que los rusos están experimentando exitosamente. Es cierto que los resultados obtenidos por los soviéticos aún no son completamente satisfactorios. Pero estos defectos tienen su única causa en las peculiares características de Rusia. El mundo occidental eludirá las trampas de los rusos e instaurará el Estado benefactor sin las características meramente accidentales que lo desfiguraron en Rusia y en la Alemania de Hitler.

Esta es la filosofía enseriada en la mayoría de las escuelas actuales y propagada por novelas y obras teatrales. Es esta doctrina la que guía las acciones de casi todos los gobiernos contemporáneos. El norteamericano "progresista" se avergüenza de lo que denomina atraso social de su país. Considera que es un deber de los EE.UU. subsidiar abundantemente a los gobiernos socialistas extranjeros para posibilitar que continúen con sus ruinosas aventuras socialistas. Para él, el enemigo real del pueblo norteamericano son los Grandes Negocios, es decir, las empresas que posibilitan al hombre común el nivel de vida más alto alcanzado en la historia. Aclama cada paso que se da en el camino que conduce hacia un control total de la economía, llamándolo progreso. Tilda a todos aquellos que aluden a los perniciosos efectos del despilfarro, del gasto deficitario y del desahorro de capital, de reaccionarios, aristócratas económicos y fascistas. Nunca menciona los productos nuevos o mejorados que la economía hace accesibles a las masas casi todos los años. Pero queda embelesado por los logros, en gran medida cuestionables, de la Autoridad del Valle de Tennessee, cuyo déficit se financia con los impuestos cobrados a los Grandes Negocios.

A los expositores más apasionados de esta ideología se los debe buscar en los departamentos de historia, ciencias políticas, sociología y literatura de las universidades. Los profesores de estos departamentos tienen la ventaja, al referirse a temas económicos, de estar hablando de un tema con el que no están en absoluto familiarizados. Esto es especialmente notorio en el caso de los historiadores. La forma en que la historia de los últimos doscientos años ha sido tratada es realmente escandalosa. Sólo recientemente, eruditos eminentes han comenzado a desenmascarar las torpes falacias de Lujo Brentano, los Webb, los Hammond, Tawney, Arnold Toynbee, Elie Halévy, los Beard y otros autores. En la última reunión de la Sociedad Mont Pélerin, el presidente de la cátedra de historia económica en la Escuela Londinense de Economía (London School of Economics), profesor T. S. Ashton, presentó un documento en el que señalaba que las opiniones comúnmente aceptadas sobre los desarrollos económicos del siglo diecinueve "no contienen ni una vislumbre de sentido económico". Los historiadores tergiversaron los hechos al forjar la leyenda según la cual "la forma dominante de organización bajo el capitalismo industrial, es decir, la fábrica, tuvo su origen en la demanda, no de la gente ordinaria, sino de los ricos y de los gobernantes".

La verdad es que el distintivo característico del capitalismo fue y es la producción en masa para las necesidades de las masas. Todas las veces que una fábrica —con sus métodos de producción en masa realizada por medio de maquinarias accionadas por fuerza motriz— invadió una nueva rama productiva, comenzó produciendo bienes baratos para las masas en general. Las fábricas se volcaron a la producción de mercaderías más refinadas —y, por lo tanto, más caras—, sólo posteriormente, cuando la mejora sin precedentes que habían provocado en el nivel de vida de las masas hizo razonable aplicar también los métodos de producción en masa para fabricar mejores artículos. Las grandes empresas satisfacen las necesidades de las mayorías; dependen exclusivamente del consumo masivo. En su calidad de consumidor, el hombre común es el soberano cuyas compras y abstenciones de comprar determinan la suerte de las actividades empresarias. El "proletario" es el cliente que siempre tiene razón, del que tanto se habla.

El método más popular para desprestigiar el capitalismo es responsabilizarlo por toda circunstancia considerada insatisfactoria. La tuberculosis y, hasta hace unos pocos años, la sífilis, fueron llamadas enfermedades del capitalismo. La culpa de la miseria de millones de seres humanos en países como la India, que noadoptaron el capitalismo, es atribuible a éste. Es un hecho lamentable que la gente se debilite en la vejez y finalmente muera. Pero esto le ocurre no sólo al vendedor sino también a los empleadores, y no fue menos trágico en las épocas precapitalistas que bajo el capitalismo. Tanto la prostitución como la dipsomanía y la drogadicción son denominados "vicios capitalistas".

Toda vez que la gente discute los supuestos delitos de los capitalistas, un sabio profesor o un sofisticado artista hace referencia a los altos ingresos de las estrellas cinematográficas, de los boxeadores y de los luchadores. ¿Pero quién contribuye más a estos ingresos, los millonarios o los proletarios?

Debe admitirse que los peores excesos de esta propaganda no son cometidos por profesores de economía sino por profesores de otras ciencias sociales, por periodistas, escritores y algunas veces hasta por ministros. Pero la fuente de donde surgen todos los lemas de este turbulento fanatismo son las enseñanzas impartidas por la escuela "institucionalista" de políticas económicas. Todos estos dogmas y falacias pueden ser, en última instancia, derivados de doctrinas supuestamente económicas.

4. La proscripción de la economía sana

Los marxistas, keynesianos, veblenianos y otros "progresistas" saben muy bien que sus doctrinas no resisten ningún análisis crítico. Se dan perfecta cuenta del hecho de que un representante de la economía sana en su departamento invalidaría todas sus enseñanzas. Éste es el motivo por el que tanto anhelan impedir el acceso de todo "ortodoxo" a la fortaleza de su "no ortodoxia".

La peor consecuencia de esta proscripción de la economía sana es el hecho de que jóvenes graduados de grandes condiciones se apartan de la carrera de economista académico. No quieren ser boicoteados por las universidades, por los críticos de libros y por las editoriales. Prefieren ejercer el comercio o practicar el derecho, actividades en las que se apreciará su talento. Son fundamentalmente los acomodados, aquellos que no desean conocer los errores de la doctrina oficial, quienes aspiran a ser profesores. Quedan pocos hombres competentes para ocupar el lugar de eminentes sabios que mueren o alcanzan la edad de jubilarse. Dentro de la naciente generación de profesores existen muy pocos sucesores dignos de economistas tales como Frank A. Fetter y Edwin W. Kemmerer, de Princeton, Irving Fisher, de Yale, y Benjamin M. Anderson, de California.

No hay más que un camino para remediar esta situación. Los verdaderos economistas deben tener la misma oportunidad en nuestras facultades, oportunidad de la que hoy sólo gozan los defensores del socialismo y del intervencionismo. Seguramente, esto no es demasiado pedir mientras este país no se haya hecho totalitario.

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The Freeman, 7 de abril de 1952.