Sobre el poder

Sobre el poder
Autor: 
Bertrand de Jouvenel

Bertrand de Jouvenel (1903 - 1987) fue un filósofo, economista y político francés. En su obra más famosa, La civilización de la potencia: De la economía política a la ecología política, destaca tres puntos importantes de la civilización occidental: El desarrollo económico, la relación del hombre con la naturaleza y la muerte de lo efímero. Defensor del ecologismo, se le considera en conjunto con Nicholas Georgescu-Roegen fundador de la economía ecologista. Fue también miembro de la Sociedad Mont Pelerin.

Su libro Sobre el poder: Historia natural de su crecimiento, es una crónica del crecimiento del poder político a lo largo de la historia. Este libro incluye un capítulo titulado “Democracia totalitaria”. Allí de Jouvenel explica que cuando se valora el Estado de Derecho, se realizan esfuerzos para evitar la concentración de poder. No obstante, las teorías del “bienestar general”, que se basan en la supuesta infalibilidad de la voluntad popular, parecen estar imponiéndose y construyendo el camino hacia la legitimización de una sucesión de demagogos y dictadores con poderes ilimitados. Bertrand de Jouvenel concluye que cuando la democracia se convierte en un fin, y no simplemente en un medio, esta logra manifestarse en sus formas más repugnantes y suele conducir a una concentración de poder que sería inimaginable en siglos previos.

Edición utilizada:

De Jouvenel, Bertrand. Sobre el poder. Traducido por Juan Marcos de la Fuente. Madrid: Unión Editorial, 1998.

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Libro sexto: ¿Poder limitado o poder ilimitado?

Libro sexto: ¿Poder limitado o poder ilimitado?


Capítulo XV

Poder limitado

El Poder presenta dos aspectos a los que la gente es desigualmente sensible según los caracteres, las situaciones y sobre todo las circunstancias de la época.

Es una necesidad social. En razón del orden que impone y del concierto que instaura, permite a los hombres acceder a una vida mejor.[428] Estos servicios han causado una impresión tal sobre la mayoría de los autores, y la idea de un vacío gubernamental (Hobbes,[429] Ihering[430] ) les ha causado tal horror, que jamás han pensado que los derechos del Estado carecieran de un sólido fundamento, ya los derivaran de Dios, o bien de la sociedad, de la que el Estado sería la expresión suprema (Kant) o la guía predestinada (Hegel). Por nuestra parte, ya tuvimos ocasión de combatir estas teorías y de demostrar que, partiendo de una hipótesis totalmente diferente, se pueden explicar perfectamente los innegables beneficios que el Poder aporta, con la ventaja de no oscurecer su otro aspecto.

El Poder es también un peligro social. No es un ser de razón, sino un conjunto vivo, animado de un dinamismo que le arrastra a apropiarse de las fuerzas desarrolladas en el conjunto humano al que domina, para utilizarlas en su propio provecho.

Una visión del poder desde dos ángulos o, si se prefiere, estereoscópica, es la condición básica de toda ciencia política.

Desde luego, se puede negar la posibilidad misma de semejante ciencia. No existe disciplina en que la neutralidad de la inteligencia se halle tan comprometida por las pasiones y los intereses, o donde el necesario rigor de los términos esté tan corrompido por su uso en las controversias vulgares y por los valores emotivos de que están cargados, como las palabras 'democracia' o `socialismo', impregnadas de tantas esperanzas diversas que han perdido todo sentido preciso.

Puesto que el observador se halla inmerso en el fenómeno observado, sucede fatalmente que se exagera la importancia de la reacción en que se encuentra implicado, y considera un adelanto lo que no es más que una oscilación. Así, las soluciones dadas en otro tiempo a los problemas que preocuparon a las mentes distinguidas de la época se olvidan sin más o se consideran caducas, siendo así que siguen siendo válidas.

La doctrina de la limitación del Poder constituye un ejemplo singular.

El Poder limitado

¡Extraño destino el de esta verdad! Brilló durante un siglo, cautivando la atención de todos los espíritus eminentes, una atracción incrementada por el lamentable espectáculo que ofrecía el desenfreno de un absolutismo alocado. Se fijó como la estrella polar de toda navegación política y, en el momento mismo de su triunfo, palideció de tal manera que lo que en 1840 parecía una perogrullada parece hoy una paradoja. Para comprender cómo ha podido producirse este fenómeno, debemos volver a la antigua sociedad de aquella Edad Media de la que procedemos.

La escena presenta una diversidad de poderes que se limitan mutuamente. El poder del rey, el Estado, no es más que uno de ellos. Y, juntamente con todos los demás, se halla inserto en un marco jurídico. Comprendo que ciertas ideas sean tan comunes a todos los hombres que ni siquiera el más notable de los poderes puede modificarlas, sino que tiene que someterse a ellas. Ya lo expresaba Juan de Salisbury en el siglo «La diferencia entre el príncipe y el tirano está en que el príncipe obedece a la ley y gobierna a su pueblo conforme al derecho.» Fórmula que revela toda su fuerza cuando se observa que se trata de una ley y de un derecho que emanan de una fuente superior al Poder.

Ya conocemos el proceso por el que el Estado ha crecido a expensas de los demás poderes. No sólo los ha colocado bajo su autoridad, sino que también, gracias al desmembramiento de la Iglesia, el monarca temporal pretendió comunicarse directamente con el soberano celeste, justificando así la asunción de cierto poder legislador hacia el que tendía desde hacía largo tiempo. Por muy mediocre que hoy pueda parecernos, para los contemporáneos era, por el contrario, una audaz innovación.

Así el Poder, que había estado junto a los otros poderes y dentro del derecho, tendía a incorporar a sí los poderes sociales y el derecho mismo. Es decir, que los poderosos ya no serían tales sino por la investidura recibida del Poder, el cual también decidiría lo que es o no es justo.

Es tan imperfecto nuestro conocimiento de la sociedad antigua, que catalogamos a los siglos XVII y XVIII Como si fuesen todavía feudales y clericales, mientras que los contemporáneos, que los comparaban con el pasado, pensaban que en ellos el Estado había adquirido ya un extraordinario predicamento. Una concentración inaudita de funciones en manos del Poder hacía la participación en su ejercicio sumamente deseable, sus gracias más fructuosas, sus errores más fraudulentos, su venganza más temible.

El gobierno no es más estable cuando sus competencias son más amplias. Al contrario, choca contra más intereses, y la propia presión que sobre ellos ejerce incita a éstos a desquitarse en otros intereses. Un simple deseo mientras la fuerza o presión del gobierno sea proporcionada a la extensión de sus pretensiones; pero que se transforma en acto si es débil.

Esta combinación de circunstancias abre necesariamente un periodo turbulento. Las críticas contra la persona de los dirigentes, los reparos dirigidos contra las doctrinas que ellos sostienen, la denuncia de los intereses que fomentan o protegen, alcanzan, al menos en una parte de la población, el tono del odio, la violencia de la guerra. Por medios legales, si existen, y si no por la violencia, son desalojados de sus puestos por otros hombres, que sostienen otras doctrinas, ligados a otros intereses, y que expulsan, castigan o ejecutan a sus predecesores y a aquellos que fueron sus auxiliares, partidarios o copartícipes. Pero bien pronto los recién llegados, tanto más violentos cuanto que aportan al Poder un apetito nuevo y toda la fuerza de las pasiones victoriosas, provocan en otra fracción de la comunidad una cólera igualmente fanática.

Se inicia la era de las proscripciones. Entonces la gente sensata se percata de que los hombres que se van sucediendo en el Poder, sus doctrinas, sus intereses, son tan odiosos por la posibilidad que se les da de dominar absolutamente.

Cuando, durante medio siglo, la prisión, la confiscación, el incendio, la ejecución capital se ensañaron sucesivamente en Inglaterra contra las opiniones distintas y los partidos opuestos, Locke, en su refugio holandés, comprendió que no habría seguridad, libertad y paz para el ciudadano si no se le privaba al Poder de la facultad de prescribirlo todo, de dirigirlo e imponerlo todo.

Corresponde al siglo XVIII el mérito de haber buscado los medios de esta limitación. Sus juristas, por un lado, restauraron los principios del derecho natural. En la Edad Media, estos principios se basaban en el imperativo de la voluntad divina. La disolución de la unidad cristiana, la diversidad de las sectas, la invasión del libertinaje destruyeron esta base. En su lugar se puso la razón, ciertamente más frágil. Lo importante era mantener una legislación universal que ninguna voluntad humana pudiera deformar a gusto de su fantasía o sus intereses.

Por otra parte, Montesquieu demostró la necesidad de los contrapoderes: «Es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a abusar del mismo, y no se detiene mientras no encuentre una barrera. ¿Quién lo diría? Incluso la virtud tiene necesidad de límites.» ¡Oh Calvino, oh Savonarola, oh Saint-Just! Pero, ¿cómo hacer respetar estos límites? «Es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene y detenga al poder.»[431]

Frenos internos

El freno de un poder por otro es difícilmente concebible allí donde las distintas autoridades son partes dependientes de un mismo aparato centralizado, movidas por una misma voluntad autoritaria.

Tal es la estructura de nuestros Estados europeos, cuya máquina de gobierno fue construida por la monarquía absoluta y cuya función sigue siendo la ejecución de órdenes emanadas de un solo órgano supremo, de tal modo que nuestras democracias son en realidad monocracias.

Muy diferentes eran las repúblicas de la antigüedad, especialmente Roma. Las distintas magistraturas eran independientes, el Poder, el imperium, no estaba concentrado en ninguna parte, a no ser, si las circunstancias lo exigían, en el dictador temporal. Y cada autoridad tenía su propio poder, su potestas. De modo que estos poderes podían entrar en conflicto entre sí y frenarse recíprocamente. Esta contención recíproca constituía incluso una parte esencial del derecho constitucional romano. Un magistrado podía frenar a otro, bien impidiendo que realizara un acto determinado, o bien mediante la intercesión que anulaba una providencia ya adoptada. Así, el cónsul podía contener al pretor, y el tribuno al cónsul. El derecho que el tribuno tenía de impedir un acto fue sin duda lo que más influyó en la historia política de Roma.

Y no sólo una autoridad podía paralizar a otra, sino que en el interior de una misma autoridad la pluralidad de sus titulares permitía a uno de ellos paralizar a su colega o colegas. Así,[432] contra la orden de un cónsul, otro podía interceder y contra la acción de un tribuno otro tribuno, dominando la voluntad negativa sobre la positiva: in re pari potiorem causam esse prohibentis.[433]

A los hombres familiarizados desde su infancia con la historia romana, y que la conocían infinitamente mejor que la propia historia nacional, la idea del poder que frena al poder les parecía plenamente natural.[434] Lo difícil era encontrar la equivalencia en las constituciones modernas. Tal vez no era ni práctico ni prudente introducir en un Poder secularmente uno tensiones interiores.[435] Pero, por el contrario, la sociedad occidental ofrecía la posibilidad, ilustrada por la historia, de limitar el Poder, no mediante un freno interior, sino con un freno externo. No porque choque contra sí mismo, sino porque choca contra otros poderes.

Los contrapoderes

¿Qué es un contrapoder? Evidentemente, un poder social, un interés parcial constituido, como lo era en tiempos de Montesquieu la alta nobleza inglesa, que él admiraba, o la clase parlamentaria francesa, a la que pertenecía. Como lo son en nuestro tiempo los sindicatos obreros o las organizaciones patronales. En fin, como lo son en todo tiempo esos conglomerados de intereses y lealtades que se forman espontáneamente en la sociedad y que el instinto autoritario quiere disolver.

Según las épocas, existen naturalmente intereses parciales diferentes que se muestran suficientemente individualizados, suficientemente vigorosos para «formar un cuerpo» y desempeñar el papel de contrapoderes. Sería absurdo confiar un papel político a una clase social vaciada de toda energía propia, así como negarlo a un grupo que afirma la suya con pujanza. Por lo demás, los intereses se dan a conocer por el movimiento que se imprimen a sí mismos. La intuición de Montesquieu percibe que su self-defence, por egoísta que pueda ser al principio, contribuye a la creación de un equilibrio social caracterizado por la existencia de contrapoderes capaces de contener al Poder.

Montesquieu veía estos cuerpos sociales por todas partes en la sociedad de su tiempo. Estaba la nobleza, muy disminuida en su influencia debido a su pérdida de importancia social. Estaba el clero, también él en baja, pero todavía independiente por sus inmensas propiedades y por cuanto desempeñaba el papel de escala para el ascenso social de los intelectuales. Frente a estos cuerpos en decadencia, estaba el cuerpo ascendente de los parlamentarios propietarios de sus cargos, que a menudo hacía retroceder al poder real. Estaban las asambleas de los estados en las provincias en que subsistían, guardianes celosos de los privilegios reales y animadas de un vivo particularismo. Estaban las corporaciones, también ellas en declive, pero frente a las cuales ascendían las compañías de comercio e incluso de industria que tendían a apoderarse de las cámaras de comercio y convertirlas en órgano suyo.[436]

La monarquía, por tradición, se inclinaba a aplastar estos focos sociales, no tanto a aquellos que natural y progresivamente se iban debilitando y agotando, como la nobleza, cuanto a los más vigorosos. Estaba en marcha el genio autoritario y centralizador que triunfaría con la Revolución.

Montesquieu aprovecha una pausa en este proceso para denunciar su perniciosidad. «La monarquía está perdida cuando el príncipe, concentrando en sí todos los poderes, refiere el Estado a su capital, la capital a su corte, y la corte a su sola persona.»[437] Entiende que sólo la incesante lucha entre los poderes puede garantizar el equilibrio social; posición que se comprende inmediatamente si se tiene en cuenta que la suya es la época en que en la diplomacia se impone la doctrina del equilibrio del Poder y del equilibrio europeo.

Pululaban entonces en el continente los pequeños estados, que sólo subsistían por la rivalidad existente entre los grandes. Por doquier el poder frenaba al poder y podían mantenerse unas soberanías mínimas en los intersticios entre los grandes Estados. Así es, según parece, como el filósofo concibió la preservación de la libertad individual por el equilibrio social.

Por lo demás, así como el derecho de gentes, que por sí solo no habría podido salvaguardar las pequeñas soberanías, venía a consagrarlas y a hacerlas más respetables, así también el poder judicial podía aportar a la libertad garantías adicionales.

La venta de los cargos aseguraba la independencia total del juez respecto al Estado. Se imponía que el rey dejara de avocar los procesos a sus propios consejos. Se tendría entonces una justicia tanto más objetiva cuanto que, siendo las leyes todavía escasas, el derecho natural, los contratos y la costumbre ofrecían las bases principales de las decisiones. Esta justicia, por lo demás, sería constantemente suavizada por una interpretación inspirada en la evolución de los sentimientos: se introduciría el jurado al estilo inglés y de este modo se haría intervenir lo que los sociólogos actuales llamarían «la conciencia social del momento». La última exigencia era que esta justicia estuviera al alcance de todos.

Destrucción de los contrapoderes y subordinación del derecho

Tal era, poco más o menos, el régimen de Poder limitado que concebían las mentes lúcidas del siglo XVIII. No tenían que preocuparse del problema de la formación del Poder: la herencia era la solución secular. Ni del problema de la formación del derecho, pues se había heredado un derecho trascendente cuya filosofía se contentaba con limar las aristas. La gran cuestión, pues, era la de la limitación del Poder, para lo cual se proponían diversas fórmulas. Entonces se produjo de pronto un seísmo, no sólo político sino también intelectual, cuyos heraldos habían sido Rousseau y Mably.

Contra la soberanía del rey se afirmó y triunfó la soberanía del pueblo. El Poder antiguo, cuya naturaleza se conocía y cuyas virtudes y vicios se habían ya experimentado, había sido de pronto substituido por un nuevo Poder.

Entre los miembros de la Convención que no se limitaron simplemente a ignorar a Montesquieu, muchos de ellos no tuvieron para él más que un divertido desdén. Desdén y broma que el filósofo había ya encontrado en su corresponsal Helvetius. No merece la pena que gastemos nuestro tiempo, decían, construyendo una máquina para detener las actividades antisociales del Poder. El único remedio eficaz es acabar con la ya que el Poder es malo por una necesidad interna: «Sabemos demasiado bien, dice Grégoire, que todas las dinastías no han sido jamás otra cosa que razas devoradoras que vivían sólo de la sangre de los pueblos.»[438] El Poder que ahora estamos erigiendo será bueno por una necesidad interna. De este modo realizamos la adecuación del gobierno al interés social.

El problema de la limitación del Poder, se pensaba entonces, no se planteaba sino por la viciosa solución dada en otro tiempo al problema de su formación.[439] Si el gobierno emana de una fuente pura, no es ya su debilidad sino su fuerza la que garantiza la libertad; lo antisocial no sería su extensión sino cualquier limitación a su acción. Así, los enemigos del Poder13 se convierten en sus más fanáticos agentes, y en unos meses consuman la construcción del absolutismo, que la monarquía había perseguido durante siglos.

La monarquía francesa, dice Odilon Barrot, había empleado siglos en disolver todas las fuerzas resistentes de la sociedad...; había dejado, sin embargo, subsistir aún algunos restos de las instituciones de la Edad Media. Pues bien, la Asamblea constituyente hizo tabla rasa de estos últimos obstáculos: independencia del clero, tradición de la nobleza, cuerpos sociales urbanos, estados provinciales, corporaciones, parlamentos, oficios hereditarios, todo desapareció un día, no para ser reformado en un sentido de libertad, sino para enriquecer con sus despojos y acrecentar aún más el poder central.[440]

Tan completa fue la labor de destrucción de los contrapoderes que los energúmenos de la Revolución llevaron a cabo, que la nación francesa, al no ver otra cosa que el Estado, se acostumbrará durante generaciones a esperarlo y temerlo todo de él, y a desear su incesante cambio de manos.

No faltaron motivos para el desarrollo de ese «deseo universal e inmoderado de las funciones públicas» que, según Tocqueville, daba a la política las proporciones de una industria, aunque «improductiva y que agita al país sin fecundarle».[441] Ese desarrollo es el resultado natural del hecho de que, en la sociedad moderna, la condición del sujeto, bajo la administración onerosa y arbitraria, resulta arriesgada frente a las facilidades de la carrera burocrática. Hay que estar sobre la máquina si no se quiere estar, indefensos, bajo ella. Royer-Collard resumió en una página inolvidable el proceso de centralización de la sociedad en manos del Poder:[442]

Royer-Collard resumió en una página inolvidable el proceso de centralización de la sociedad en manos del Poder:[443]

Hemos visto perecer la vieja sociedad, y con ella esa multitud de instituciones domésticas y de magistraturas independientes que tenía en su seno, haces poderosos de derechos privados, verdaderas repúblicas en la monarquía. Es cierto que estas instituciones, estas magistraturas, no compartían la soberanía; pero por todas partes le oponían unos límites que el honor defendía con obstinación. Ninguna ha sobrevivido, y ninguna otra ha surgido en su lugar. La Revolución no ha dejado en pie más que a los individuos. La dictadura que la ha determinado ha consumado, a este respecto, su obra; ha disuelto hasta la asociación por así decir física del municipio, ha disipado hasta la sombra de las magistraturas depositarias de los derechos y destinadas a su defensa. ¡Singular espectáculo! No se había visto aún más que en los libros de los filósofos una nación tan descompuesta y tan reducida a sus últimos elementos. De la sociedad pulverizada ha salido la centralización; no hay que molestarse en buscar su origen en otra parte. La centralización no ha llegado, como tantas otras doctrinas no menos perniciosas, con la frente levantada, con la autoridad de un príncipe, sino que ha ido penetrando modestamente, como una consecuencia o una necesidad. En efecto, allí donde no hay más que individuos, todos los asuntos que no son los suyos son asuntos públicos, asuntos del Estado. Allí donde no hay magistrados independientes no hay más que delegados del Poder. Así es como nos hemos convertido en un pueblo de administrados; bajo el poder de funcionarios irresponsables, centralizados a su vez en el Poder del que son servidores.[444]

¡Si al menos este Poder, convertido de tal modo en señor de los individuos, reconociera una ley estable y cierta de la que fuera servidor y ejecutor! Pero no. La voluntad soberana no es ya servidora de la ley, sino que, por el contrario, son las voluntades en liza por el imperium las que hacen la ley en la medida en que se adueñan del Poder. De modo que la extensión de la autoridad no comporta siquiera las ventajas de un orden con el que se pudiera contar: extraña combinación de los vicios del despotismo con los de la anarquía.

Por encima del poder estaba el derecho, el cual, decía Cicerón,[445] se impone a todas las naciones y en todo tiempo, y no está sometido a la voluntad del senado o a la del pueblo.

Los revolucionarios arrebataron al cielo este derecho soberano para entregarlo como un juguete al Poder.

Se había precisado la audacia de Hobbes para afirmar que el Estado es la fuente del derecho, que «cuando se instituye una república hay leyes, y no antes»,[446] que «toda ley, escrita o no, deriva su fuerza y su autoridad de la voluntad de la república, es decir de la voluntad de su representante, ya sea monarca, ya sea una asamblea soberana.» Que son estas leyes las que permiten a cada súbdito «discernir el bien y el mal», es decir lo que es contrario y lo que no es contrario a la norma.[447]

La Revolución hizo suyos estos principios. El derecho es una creación de la voluntad general, en realidad del Parlamento, que en un santiamén se ha convertido en la única autoridad competente no sólo para manifestar sino para formar esta voluntad.[448] A este soberano efectivo[449] se le ha entregado un Poder ilimitado, no sólo para perjudicar en la práctica de gobierno, sino para aplastar con toda la fuerza del derecho las libertades individuales recién proclamadas.

No hay duda de que la primitiva intención de los Constituyentes fue restrictiva: entendían que ningún acto de gobierno podía realizarse a no ser en virtud de una ley, y que ninguna ley podia hacerse a no ser en virtud de un consensus populi. Pero su sistema debía llevar lógicamente a hacer que fuera posible cualquier acto del gobierno con tal de que lo autorizara una ley,[450] y a hacer posible cualquier ley con tal de que el Parlamento la aprobara.

Esta absorción del derecho en el Estado, combinada con la destrucción de los cuerpos sociales, ponía las dos bases de ese régimen que en nuestros días se ha llamado «monolitismo»: ningún poder fuera del Poder que ejerce el Estado, ningún derecho fuera del derecho que el Estado proclama.

El Poder ilimitado es igualmente peligroso, sea cual fuere su fuente y el sujeto en que reside

Toda esta filosofía política descansaba sobre un error que ya había refutado Montesquieu: «Como en las democracias parece que el pueblo hace poco más o menos lo que quiere, se ha puesto la libertad en esta clase de gobiernos, confundiéndose el poder del pueblo con la libertad del pueblo.»[451] El poder del pueblo no pasaba de ser una ficción[452] en un régimen que era prácticamente de soberanía parlamentaria; pero esta ficción[453] justificaba un atropello de la libertad como Europa no había conocido hasta entonces.

Eran, se ha dicho, los dolores de parto de un principio nuevo. ¿Nuevo? ¡Ya había sido criticado por Cicerón![454] Numerosas experiencias antiguas o modernas habían dado a conocer sus efectos, de suerte que un comentarista de[455] El espíritu de las leyes pudo escribir casi al mismo tiempo de la publicación del Contrato social:

Cuando un gobierno, basándose en la pluralidad de los votos, puede ordenar lo que le place, es un gobierno despótico exactamente igual que aquel en que uno solo manda sin respetar más ley que su propia voluntad.

Veinte años más tarde, Benjamin Constant no podía hablar aún del despotismo de la Convención sin un estremecimiento de horror y de indignación:

Cuando no se imponen límites a la autoridad representativa, los representantes del pueblo no son ya defensores de la libertad sino candidatos a la tiranía. Ahora bien, una vez constituida la tiranía, ésta puede ser tanto más espantosa cuanto más numerosos son los tiranos... Una asamblea que no puede ser suprimida ni restringida es, de todos los poderes, el más ciego en sus movimientos y el más imprevisible en sus resultados, incluso para los miembros que la componen. Se precipita en excesos que, a primera vista, parecerían inconcebibles. Una alocada agitación sobre todo; una multiplicidad de leyes sin medida; el deseo de agradar a la parte más apasionada del pueblo cediendo a su presión e incluso tomándole la delantera; el despecho que le inspira la resistencia que encuentra o la censura que sospecha; la mofa del sentimiento nacional y la obstinación en el error; bastante a menudo el espíritu de cuerpo que no da fuerzas más que para usurpar; la alternancia de temeridad e indecisión, de violencia y debilidad, el favoritismo hacia uno y la desconfianza hacia todos; la motivación en sensaciones puramente físicas, tales como el entusiasmo o el pánico; la ausencia de toda responsabilidad moral, y la certeza de escapar por el número al reproche de cobardía o al peligro de la audacia; tales son los vicios de las asambleas cuando no se las mantiene dentro de unos límites que no puedan franquear.[456]

Otro contemporáneo concluye:

Durante mucho tiempo hemos dicho que la opinión es la reina del mundo... la opinión cambiante, apasionada y caprichosa es un tirano del que debemos desconfiar tanto como de los demás tiranos.[457]

Más incluso, puesto que ningún déspota puede permitirse el ir tan lejos como los que se amparan en la soberanía popular.

Cuando la voluntad general lo puede todo, los representantes de esta voluntad general son tanto más temibles cuanto que se declaran instrumentos dóciles de esta pretendida voluntad y tienen en su mano los medios de fuerza o seducción necesarios para asegurarse su manifestación en el sentido que les convenga. Lo que ningún tirano se atrevería a hacer en su propio nombre, éstos lo legitiman por la amplitud sin límites de la autoridad social. El aumento de competencias de que tienen necesidad lo solicitan al propietario de esta autoridad, al pueblo, cuya omnipotencia no tiene otra razón de ser que justificar sus usurpaciones. Las leyes más injustas, las instituciones más opresivas se hacen obligatorias en cuanto expresión de la voluntad general... El pueblo que lo puede todo es tan peligroso o más que un tirano, o más bien lo cierto es que la tiranía se apodera del derecho otorgado al pueblo. Esta tiranía sólo necesitará proclamar la omnipotencia del pueblo al tiempo que le amenaza y hablar en su nombre al tiempo que le impone silencio[458]

Tales fueron las lecciones de una generación que aprendió la sabiduría en el sufrimiento. Durante un cuarto de siglo, se fueron sucediendo regímenes contradictorios, que en lo único que se parecían era en la obediencia que exigían, en las protestas de celo, de devoción y de entusiasmo que era preciso prodigarles. Se asistió a la degradación de los caracteres por el miedo que trata de esquivar los golpes, la malicia que se esfuerza en dirigirlos hacia otros, la codicia que se abalanza allí donde se han descargado. Las proscripciones fueron la suerte de los espíritus orgullosos, los honores la de los renegados, la seguridad la de nadie.

Daunou, en 1819, elevaba esta protesta contra el terror que se vengaba del terror:

En vano el restablecimiento de las garantías individuales habrá sido el fin de una revolución, pues jamás podrá concederlas mientras dura. La ambición, la codicia, el odio, la venganza, todas las pasiones violentas o destructoras se apoderan de estos movimientos; y si en el prolongado tumulto en que caen y son aplastados alternativamente los vencidos y los vencedores, alguna voz clama por el orden y la seguridad, sus propuestas se declaran pérfidas o intempestivas; las circunstancias peligrosas, que sólo unas leyes regulares y eficaces podrían remediar, se convierten en la excusa y en la banal consigna para proclamar cualquier nuevo acto de injusticia y desorden. En vano se multiplicarán los actos arbitrarios por espacio de más de treinta años, hasta el extremo de que no quedará ni un solo ciudadano que no haya sido una o varias veces víctima de ellos: el poder de seguir cometiéndolos continuará siendo periódicamente reclamado en el sagrado nombre del interés público.[459]

La experiencia hace aquí eco a la meditación de Montesquieu:

No se pueden aplicar grandes castigos, y en consecuencia producir grandes cambios, sin poner en manos de algunos ciudadanos un gran poder... Hay que volver lo más pronto posible al cauce ordinario de gobierno en que las leyes lo protegen todo y no se arman contra nadie.[460]

Vuelta al poder limitado. Lecciones de Inglaterra

Veinticinco años de despotismo y de proscripciones proporcionaron su educación política a los pensadores de la Restauración. La semejanza de situaciones evoca en Benjamin Constant las verdades que ya Locke había percibido:

Cuando se establece que la soberanía del pueblo es ilimitada, se crea y se lanza al azar un grado de poder demasiado elevado en sí mismo y que constituye un mal en cualesquiera manos que se ponga.[461]

He aquí redescubierto el principio de la limitación del Poder.

Confiadlo [el poder sin límites] a uno solo, a varios, a todos; siempre será un mal. Censuraréis a los depositarios de ese poder, y, según las circunstancias, acusaréis alternativamente a la monarquía, a la aristocracia, a la democracia, a los gobiernos mixtos, al sistema representativo. Pero no tendréis razón; es el grado de fuerza, y no los depositarios de esta fuerza, lo que hay que criticar. La indignación debe dirigirse al arma y no contra el brazo que la maneja. Hay mazas demasiado pesadas para el brazo del hombre.[462]

Toda la obra del gran escritor liberal es una reiteración de esta misma idea. El problema era aplicarla.

¿Cómo ha surgido la omnipotencia? Destruyendo, en nombre de la muchedumbre a la que pretendía representar y que sólo tenía una existencia imaginaria, los grupos animados de una vida real y convirtiendo en siervo al derecho, al que el propio poder público estaba antes sometido.

El procedimiento lógico habría sido dejar que se desarrollasen las asociaciones, tanto locales como profesionales, y en restablecer, en condiciones de completa independencia, los procesos de formación y administración del derecho. Pero los titulares del Poder eran reluctantes a abandonar los extraordinarios medios puestos a su disposición por la era revolucionaria e imperial. En 1814, el duque de Angulema encontraba que la Francia repartida en departamentos era mucho más fácil de gobernar que la Francia de las antiguas provincias, «toda ella erizada de libertades».[463] La oposición, en un régimen parlamentario en el que podía acceder al poder, no se preocupaba ya de reducir un patrimonio de autoridad que esperaba poder heredar un día. El impulso social a formar grupos y el espíritu de independencia de los juristas se encontraban debilitados por una larga servidumbre: se aspiraba más bien a beneficiarse del Poder que a prescindir de él. Como más tarde observaría Odilon Barrot:

Cuanto más se extiende la esfera del Poder, más gente hay que aspira a él. La vida va a donde hay vida, y cuando toda la vitalidad de la nación está concentrada en su gobierno, es natural que todos aspiren a participar de él.[464]

Las circunstancias y la tendencia a seguir el camino más fácil conducen todo el principio de limitación del Poder al sistema formal de la separación de poderes. Montesquieu celebró este aspecto de la constitución inglesa en un célebre capítulo de El espíritu de las leyes. No era necesario escribir un grueso volumen: bastaba con un solo capítulo para demostrar su gran calidad de intérprete. De este modo penetra en la ciencia política que difundieron los franceses en todo el continente esta doctrina, tan simple y formal, según la cual tiene que haber un ejecutivo, una cámara baja y una cámara alta, con lo que todo quedará resuelto.

Es evidente que la realidad inglesa ejerció una enorme influencia sobre los contemporáneos. Los franceses vieron en Isabel, en Jacobo I, en Carlos I, los constructores de su monarquía absoluta; en la revolución de Inglaterra el modelo de la revolución francesa; en Cromwell, una mezcla de Robespierre y Napoleón. Carlos II era Luis XVIII, Jacobo II Carlos X, y los hombres de la monarquía de Julio creyeron haber dado a Francia un Guillermo III, con aquella estabilidad que Inglaterra había tenido desde 1689. Era, pues, natural, que los franceses vieran al otro lado de la Mancha el modelo de sus instituciones. Pero, más allá de los poderes de gobierno formalmente constituidos, había que considerar también los fundamentos sociales en que hallaban su real consistencia.

El Parlamento inglés contaba entonces con una existencia de casi seis siglos. Pero en realidad había nacido con la monarquía misma, fruto del colloquium en que el rey, para obtener los medios con que desarrollar su labor, reunía a los titulares efectivos de las fuerzas sociales y se veía forzosamente obligado a negociar con ellos. A medida que los simples caballeros y la mayor parte de los condados fueron capaces de «ayudarle», él les hizo intervenir. El «rey en Parlamento» tenía la plenitud del Poder en cuanto asistido por las fuerzas sociales; y el Parlamento no tenía necesidad de derechos, por cuanto era el congreso de los poderes existentes en cuanto tales, y frente a los cuales la posición del Poder era la de suplicante.

La importancia social de los pares no había disminuido con el tiempo. Su particular régimen de propiedad aseguraba, a falta del poder militar perdido, un poder financiero constante. En la época de la lana, eran proveedores de esta materia; cuando en el siglo XVIII el aumento de la población hizo que se elevara el precio de los alimentos, fueron ellos los principales beneficiarios. Lo serán también en el siglo XIX de la revalorización de los terrenos edificables y de la extracción minera, ya que —según el derecho inglés— el dueño del suelo lo es también del subsuelo. Ligados a la tierra, lo están también a los hombres del campo, y la solidez de sus raíces locales es el secreto de su persistencia política.

Incluso los vicios del sistema de designación de los comunes aseguraban la representación automática en el Parlamento de todo lo que destacaba en la sociedad, ya que las fortunas se transformaban en tierras, y éstas, con sus burgos podridos, daban los escaños.

Ambas cámaras eran el órgano de los poderes sociales efectivos. De ahí su fuerza, que no recibían de ninguna constitución, y de ahí también su prudencia. Lo que hacen no es tanto equilibrar el poder como cercarlo. Aunque podrían reprimirlo y colocarse en su lugar, se abstienen de hacerlo impulsadas por una sabiduría cuyo secreto captó perfectamente Lolme: un poder así circunscrito y que atrae todas las miradas es mucho menos peligroso que otro que se formara a su muerte, con todas las ventajas de la sorpresa y todo el atractivo de la novedad. Pero siempre que lo desean, los poderes sociales hacen que el Poder actúe, como se vio ya en 1749 cuando forzaron a Walpole a declarar la guerra.

Así, la «separación de los poderes» que se observa en Inglaterra es en realidad el resultado de un proceso de contención del imperium real por los poderes sociales. La institución parlamentaria es la expresión constitucional de fuerzas que se han afirmado contra el Poder, le vigilan, le controlan, le tasan los medios de actuar, y de este modo lo contienen siempre, lo conducen con frecuencia creciente. Tal es la situación en la época de Montesquieu, y también en la de Benjamin Constant. No es objeto de nuestro actual estudio analizar la profunda transformación que luego se produjo.

La separación formal de poderes

La sola exposición de las circunstancias que dieron lugar a la dualidad de poderes en Inglaterra revela lo que la introducción de este sistema en Francia tenía de arbitrario. No hay aquí una confrontación histórica del Poder central con los poderes sociales, sino soledad victoriosa del centralismo, del imperium. No hay una dualidad basada en los hechos, sino una dualidad artificial introducida por los artífices de constituciones. El imperium que corta en tres partes que corresponden al rey, la cámara baja y la cámara alta.

Pero las costumbres se imponen. Cada parte de la serpiente tiende a regenerar la serpiente entera. El rey se considera heredero de un rey que fue absoluto, y la asamblea de una asamblea que también lo fue. Ambos tienden naturalmente, no a permanecer en el papel que la constitución les ha adjudicado, sino a conquistar el imperium, concebido siempre unitariamente. Ni más ni menos que los Augustos y los Césares, entre los que Diocleciano había dividido tan ingeniosamente el imperio, no consideraban cada uno de ellos el territorio que les había sido asignado sino como punto de partida para la ocupación total del imperio.

Sabemos cómo la monarquía, en Francia, fue progresando por sucesivas usurpaciones, y cómo las apelaciones del Parlamento al pueblo causaron al fin la revolución del 48. Las esperanzas que la monarquía de Julio había hecho nacer pueden medirse por los dolorosos acentos de asombro que despertó en Augustín Thierry la súbita calda del régimen. Creían haber construido para siglos, pero sólo fueron ¡dieciocho años! Había triunfado la soberanía popular, el problema de la formación del Poder ya no existía.

Y entonces reapareció el error fundamental de la primera revolución, la ilusión de que un Poder formado sobre la base de un buen principio es indefinidamente benéfico. Así Lamartine: «Este poder fuerte, este poder centralizado, peligroso sin duda allí donde el gobierno y el pueblo son dos, deja de serlo cuando el gobierno no es sino la nación en acción.»[465]

Pero la Asamblea Nacional, que honra los manes de Rousseau aclamando la voluntad general como soberana, enciende también una vela a Montesquieu organizando la separación de poderes.

Es el pons asimorum de los artífices de constituciones. Pero ¡qué frivolidad! El poder frenará al poder... Sin duda, si cada una de las distintas instituciones es el órgano de una fuerza existente en la sociedad, pero no si todas ellas emanan de la misma fuerza.

Oponer, como hizo la Segunda República, a un presidente elegido por el pueblo una asamblea elegida por el pueblo, es no organizar un equilibrio de elementos sociales, sino tan sólo instaurar una disputa de hombres investidos por la misma autoridad. A igualdad de derechos, el presidente debe necesariamente prevalecer sobre un cuerpo de voluntades diferentes. Instruidos por la experiencia, los constituyentes de 1875 no se empeñan ya en que el presidente sea nombrado por el pueblo. Pero entonces la cámara, que obtiene sus poderes directamente del soberano, debe prevalecer sobre el presidente y anular sus poderes.

Todo esto había sido ya previsto por Sismondi: «Siempre que se reconoce que todo poder procede del pueblo, aquellos que lo reciban más directamente de él, aquellos cuyos electores son más numerosos, deben creer también que su poder es más legítimo.»[466]

El destino del tercer elemento, de la cámara alta, bajo diferentes constituciones, ilustra las condiciones sociales de existencia política de una institución.

Es digno de notar cómo en Francia el Senado ha solido resistir bien los ataques de la asamblea baja. La razón de ello es que representaba realmente una fuerza social distinta, las pequeñas oligarquías rurales. Más notable aún es que, de las dos cámaras americanas, la que mejor ha conseguido equilibrar al presidente no es la que, como él, es elegida por sufragio universal: si sólo hubiera existido ella, el presidente la habría sometido, como Luis Napoleón hizo con la Asamblea Nacional. Ha sido el Senado el que, durante mucho tiempo, ha representado un contrapeso al poder presidencial; pero también, al estar compuesto, sin tener en cuenta los efectivos de la población, de dos miembros por cada estado, es representativo de existencias locales separadas, de grupos constituidos, de las oligarquías que los manejan; en fin, de algo muy distinto del pueblo.

Se han escrito incontables volúmenes sobre la utilidad de una segunda cámara para moderar los movimientos extremos de la primera. Pero «en este aspecto, escribe Stuart Mill, su utilidad depende completamente del apoyo social con que pueda contar fuera de sí misma. Una asamblea que no tenga por base algún gran poder en el país cuenta muy poco al lado de otra que posea esa base.»[467] Así, la cámara de los lores, que pudo tener en jaque al poder en el siglo XIII y en algunos momentos tenerlo bajo tutela, pudo contener el poder popular sólo mientras los lores representaban un poder social[468] y una sabia política les iba ganando nuevas fuerzas sociales.

Esta asamblea ha ido retrocediendo progresivamente ante los Comunes, y sólo ha podido ser un freno resignándose —en 1911— a no ser ya un obstáculo. En la actualidad, apenas si es algo más que una academia.

La constitución puede establecer excelentes órganos, pero éstos no toman vida y fuerza sino en la medida en que se llenan de la vida y de la fuerza de un poder social que los constituyentes no están en condiciones de crear. Es, pues, simple fantasmagoría desmembrar en órganos distintos un poder que procede de una única fuente, la mayoría del pueblo. Mientras este desmembramiento se mantenga, habrá conflicto, pero será el nefasto conflicto de las ambiciones personales o de cuerpo, no el saludable conflicto de intereses sociales diferentes. Cuando se alcanza este punto, la enormidad de las competencias estatales va de la mano con el debilitamiento y el descrédito de la autoridad. Pero, en fin, como lo único que mantiene separados los poderes es el artificio de los constituyentes, el amor propio de las diferentes variedades de representantes, esos poderes se funden en el órgano que acaba imponiéndose a los demás y cuyo absolutismo nada es ya capaz de limitar.

Así, pues, no se puede limitar el poder por una simple desmembración del imperium cuyas partes integrantes serían asignadas a órganos distintos. Esta limitación exige intereses fraccionarios suficientemente asentados, conscientes y armados, para inmovilizar al Poder cuando éste invade su propio terreno, y un derecho lo suficientemente independiente para ser árbitro de los conflictos y no instrumento de la centralización.

La naturaleza de este equilibrio social es una cuestión de gran calado. ¿Pueden construirlo y mantenerlo unos legisladores clarividentes? ¿O no será más bien una situación que se origina en ciertos estadios de la evolución histórica, cuando un platillo ascendente de la balanza se encuentra con el platillo descendente en una posición simétrica que produce la desaparición de todo ulterior movimiento? Es lo que ocurre cuando el poder político surge del seno de poderes sociales al principio sin freno. 0 bien, cuando, frente al poder político declinante, se afirman unos poderes sociales vigorosos.

No abordaremos aquí este problema, que implica el de la autonomía y eficacia de la voluntad humana o, por mejor decir, el de los límites del hombre. Señalemos solamente que la segunda hipótesis explicaría las brillantes apariciones y los largos eclipses de la libertad individual que se muestran al historiador como un fenómeno recurrente.

Se explicaría entonces esta libertad por una cierta impotencia momentánea de los poderes en lucha para imponerse de manera absoluta, impotencia que no puede ser duradera, puesto que estos cuerpos, animados cada uno con su propia vida, se van los unos debilitando y los otros robusteciendo. Y la precariedad de la libertad tomaría el carácter de una fatalidad social, ya que no podría mantenerse ni cuando la familia, el municipio, el señor o el patrón son absolutamente autónomos, ni cuando el Estado es totalmente soberano.

También se explicarían los singulares avatares de la situación del individuo en los siglos XIX y XX: Opresión por el Estado tras la destrucción revolucionaria de los contrapoderes; luego la aparición, gracias a un debilitamiento del Poder por su división interna, de nuevas fuerzas sociales, primero capitalistas y más tarde sindicales; y también una cierta tendencia a la opresión manifestada por algunas de estas fuerzas allí donde logran cierta autonomía; y por fin un proceso de reconstitución del Poder y una ofensiva del Estado contra los poderes sociales, que al principio pretende defender al individuo, pero que, impulsada a fondo, acaba lógicamente sometiéndolo.

Reiteremos una vez más que el poder basado en la soberanía del pueblo cuenta con mejores armas para la lucha y el triunfo que cualquier otro poder. Si la soberanía reside en un rey o en una aristocracia, si pertenece a uno solo o a unos cuantos, entonces no se puede extender de manera excesiva sin chocar contra los intereses de la mayoría, y basta con proporcionar a estos intereses un órgano, por más restringidas que sean sus competencias —como las del primitivo tribunado en Roma—, para que las inmensas fuerzas que se expresan por este medio vayan dilatando poco a poco el órgano en cuestión, exactamente igual que un ejército muy superior en número, si se le proporciona una cabeza de puente, la ampliará necesariamente. Mientras que, por el contrario, un órgano de resistencia concedido a una minoría contra el poder de la multitud no puede menos de atrofiarse progresivamente, lo mismo que se reduce progresivamente una cabeza de puente que no encuentra apoyo en un ejército muy inferior en número.[469]

De modo que el Poder sólo despierta resistencias lo suficientemente fuertes como para limitarlo si es de carácter minoritario. Mientras que si es de carácter mayoritario, puede llegar hasta el absolutismo, cuyo reino sólo revela el engaño de su principio y que, llamándose pueblo, no es otra cosa que Poder.

Capítulo XVI

Poder y derecho

No importa que el Poder no encuentre en la sociedad otras fuerzas concretas capaces de contenerlo, siempre que él se detenga espontánea y respetuosamente ante el poder abstracto del derecho. En lugar de chocar con unos contrapoderes materiales de naturaleza egoísta, que lo mismo pueden dificultar su acción bienhechora que impedir el despliegue de su actividad nociva; en una palabra, en lugar de un proceso mecánico, la idea de la limitación por el derecho sugiere un proceso espiritual. Se trata de un rechazo general que los dirigentes suscitan en toda la nación, de una turbación en las conciencias, o acaso, finalmente, de la puesta en marcha contra ellos de un mecanismo judicial que les condene sin consideración a su alta posición.

La supremacía del derecho debe ser la gran idea central de toda ciencia política. Sin embargo, hay que tener en cuenta que esta idea supone y necesita la existencia de un derecho anterior al Estado y mentor del mismo. Pues si el derecho es algo que el Poder elabora, ¿cómo podría jamás ser para él un obstáculo, una guía o un juez? Ahora bien, las mismas pasiones y las mismas ideas que condujeron a la destrucción de las fuerzas sociales son también las responsables de la pérdida de autoridad del derecho.

Vamos a seguir este proceso hasta sus últimas consecuencias, conscientes por lo demás de que existe un difuso sentimiento sobre la trascendencia del derecho que anima a los espíritus y que facilita la restauración de su independencia.

¿Es el derecho una simple creación de la autoridad?

La sabiduría popular, repitiendo inconscientemente a los teólogos medievales, exige a quienes gobiernan la sociedad que sean justos. Pero, ¿qué es la justicia? Según las Instituciones de Justiniano, la justicia es «la inquebrantable y permanente voluntad de dar a cada uno lo suyo». Nada más claro: cada uno tiene sus derechos, lo que llamamos derechos subjetivos, que se sitúan y se concilian en un derecho objetivo, elaboración de una norma moral que se impone a todos, que el Poder debe respetar y hacer respetar.

Lleva razón Duguit cuando afirma que «el fin del poder público es realizar el derecho». No importa el origen del Poder, pues queda legitimado cuando se ejerce conforme al derecho.[470]

Pero ¿qué es el derecho? Preguntémoselo a los juristas. La mayoría responden que el derecho es el conjunto o resultado de las normas de conducta dictadas por la autoridad competente. «De tal modo, añade uno de ellos, que lo que es conforme a la ley es bueno, mientras que lo que se aparte de ella es malo.»[471] «El arte de distinguir lo justo de lo injusto, precisa otro, se confunde con el arte de conocer y aplicar la ley.»[472]

Esto significa caer en un círculo vicioso. La autoridad política debe ser justa, es decir obrar conforme a derecho. Pero el derecho, se nos dice, no es más que el conjunto de normas dictadas por esa autoridad. La autoridad que hace las leyes sería siempre, y por definición, justa.

Puro sofisma. Pero tiene que ser muy difícil de evitar, cuando el propio Kant llega a esta justificación indefinida del Poder. Como escribe en la Metafísica de las costumbres:

No hay contra el supremo legislador del Estado ninguna resistencia legítima por parte del pueblo, puesto que no hay estado jurídico posible sino gracias a la sumisión de todos a la voluntad legislativa. No se puede, pues, admitir en modo alguno el derecho de sedición, y menos aún el de rebelión...

El deber que tiene el pueblo de soportar el abuso del poder supremo, aun cuando parezca insoportable, se basa en el hecho de que no se debe considerar jamás la resistencia a la legislación soberana sino como ilegal, e incluso como subvertidora de toda la constitución legal. Porque, para que el pueblo estuviera autorizado a la resistencia, haría falta previamente la existencia de una ley pública que lo permitiese; es decir, sería preciso que la legislación soberana contuviese una disposición por la cual dejase de ser soberana.[473]

La lógica del razonamiento es impecable. Sólo la ley hace el derecho. Por consiguiente, todo lo que es ley es derecho, y no hay derecho contra la ley. De ahí que sea una ilusión buscar en el derecho un baluarte contra el Poder. Como dicen los juristas, el derecho es «positivo».

La verdadera esencia de la regla de derecho [rule of law], precisa un maestro contemporáneo, radica en que es sancionada por medio de la coerción inmediata, es decir, por medios humanos. El derecho supone, pues, necesariamente una autoridad pública capaz de forzar a los individuos a respetar las normas que dicta. Por eso es manifiesto que no puede conceptuarse como derecho más que el derecho positivo.[474]

Del poder legislativo ilimitado

Ante estas autoridades, ¿debemos renunciar a la ilusión de un derecho capaz de contener al Poder, de reconocer en ese derecho simplemente una creación del Estado, impotente contra su autor? ¿Acaso no nos ha mostrado la historia[475] un derecho de una dignidad muy distinta, basado en la ley divina y en la costumbre? ¿Y no testimonia el sentimiento, incluso en nuestro tiempo, que no todo lo que es ley es derecho? Veamos, pues, más bien, cómo se ha introducido la aberración de la que acabamos de citar tantos testimonios, cómo se ha producido el sometimiento del derecho.

Nos encontramos en el punto de convergencia de errores de muy diferente procedencia. Error de Hobbes, ilusiones de Rousseau y de Kant, y sobre todo las graves transgresiones al sentido común de la escuela hedonista y utilitarista, de aquellos espíritus mediocres, aunque muy influyentes, que fueron Helvetius, Bentham, Destutt de Tracy.

Sabemos que Hobbes veía en el Poder el único autor y mantenedor del orden entre los hombres. Con anterioridad a ese poder y en ausencia del mismo, no hay más que el choque brutal de los apetitos. Así, «cuando se instaura una república hay leyes, y no antes», y

la ley civil es para cada sujeto el conjunto de reglas que el Estado, verbalmente, por escrito o por medio de cualquier otra indicación suficiente de su voluntad, le da a conocer, con el fin de que se sirva de ellas para discernir el bien y el mal, es decir lo que es contrario a la norma.[476]

¡Cuánto se parece esta definición a la de ciertos juristas modernos! ¿Qué es lo que se desprende de estos principios?

El soberano de una república, ya sea una asamblea o un hombre, no está sujeto a las leyes civiles, pues teniendo el poder de hacer y deshacer las leyes, puede cuando le plazca dispensarse de esta sujeción derogando las leyes que le molestan y haciendo otras nuevas.[477]

Hobbes, en cualquier caso, ha previsto y deseado las consecuencias del principio por él propuesto. Le plugo imaginar un poder total, trazando su horrible semblanza con fanatismo de lógico: dueño de todas las propiedades, censor de todas las opiniones, sin que se le pueda reprochar nada, haga lo que haga, puesto que es el único juez del bien social, y el bien moral se reduce al bien social.

Totalmente distintos son los casos de Rousseau y Kant. Ambos se cuidan mucho de confiar este Poder legislativo ilimitado a un monarca o a una asamblea. Es un Poder que sólo puede pertenecer al pueblo en su conjunto y, con esta condición, les parece que no ofrece peligro. Porque, razona Kant, «cuando alguien decide alguna cosa respecto a otro, siempre es posible que le haga alguna injusticia; pero ninguna injusticia es posible en lo que decide respecto a él mismo, pues volenti non fit injuria[478]

De este razonamiento, que en estricta lógica sería admisible si todos cuantos están sujetos a las leyes sin excepción dieran efectivamente su consentimiento deliberado a cada una de ellas, se deduce, a través de numerosas falacias, la justicia esencial de la autoridad legislativa.

Ante todo, está la ficción de que el pueblo en su conjunto, que se supone se pronuncia deliberadamente, no puede tomar una decisión injusta hacia algunos individuos. Ficción, además, de que un pueblo como tal formule una voluntad deliberada. ¿Acaso no se ha visto al pueblo americano, que había votado en bloque la Prohibición, desmentir su voto con su conducta diaria? Ficción, finalmente, y de importancia capital, de que el pueblo sea consultado sobre cada ley. Eso no ocurre más que en Suiza, y sólo respecto a algunas leyes.

El poder legislativo ilimitado de que Rousseau y Kant han dotado a la sociedad entera debía inevitablemente, como dice Benjamin Constant, «pasar a la mayoría, de la mayoría a las manos de algunos hombres, y a menudo a una sola mano...»[479]

El disgusto que podía engendrar esta idea quedaba, sin embargo, inhibido por la idea de sociedad propia de Rousseau, de Kant y de su tiempo. Estos grandes pensadores no veían en todo el conjunto social otra realidad que el hombre; proclamaban, en términos de admirable altura, su dignidad y los derechos que posee en cuanto hombre. Pero no acertaron a ver con plena claridad que estos derechos pueden entrar en conflicto con el poder legislativo ilimitado, aunque no se puede dudar de que habrían optado por esos derechos en contra del Poder. El punto de vista de Rousseau resultaba bastante claro por su defensa del liberum veto. En el siglo XIX es cierto en general que la separación, necesariamente provisional, entre el ejecutivo y el legislativo, y sobre todo las concepciones individualistas reinantes por doquier, preservaban contra las posibles consecuencias de una concepción monstruosa del poder legislativo. Lo cierto es que las declaraciones de derechos han representado el papel de un derecho colocado por encima de la ley.

Error hedonista y utilitario

Más grave es el error hedonista y utilitario.

Este error es el fruto extremo de la crisis racionalista. No existe el bien en sí, sino que, como dice Helvetius, «los distintos pueblos, en todos los tiempos y países, han dado el nombre de acciones virtuosas únicamente a las que eran, o al menos así lo creían, útiles a la gente.»

Pero, claro está, a menudo se equivocaron sobre lo que era útil, a pesar de la ayuda que podían prestarles la nueva ciencia de la utilidad y la doctrina de Bentham sobre «el mayor bienestar para el mayor número» (Bentham).

Lo primero que había que hacer era desvanecer enteramente el «antiguo prejuicio» de una moral «dada» y necesaria por sí misma:

Es un error muy antiguo y muy absurdo, dice Destutt de Tracy, creer que los principios de la moral están como infusos en nuestras cabezas y que son los mismos para todos, y según este sueño, suponerles no sé qué origen celeste... Reconozcamos que la moral es una ciencia que nosotros construimos como todas las demás, y no es más que el conocimiento de los efectos de nuestras inclinaciones y de nuestros sentimientos sobre nuestra felicidad... De todas las ciencias, es siempre la última en alcanzar la perfección, siempre la menos desarrollada, siempre aquella sobre la cual se dan las más variadas opiniones. Así, si nos fijamos, nuestros principios morales están tan lejos de ser uniformes, que existen a este respecto tantas maneras de ver y de sentir como individuos; que es esta diversidad la que determina la de los caracteres y que, sin que nos demos cuenta, cada hombre tiene su propio sistema moral, o más bien una masa confusa de ideas inconexas que apenas merece el nombre de sistema, aunque pase por tal.»[480]

El lector tal vez se encoja de hombros considerando que Tracy no es un pensador de primer orden ni ha ejercido una gran influencia directa. Es posible, pero describe a la perfección la dispersión de las creencias y los sentimientos que produjo el impacto racionalista. El bien y el mal, lo justo y lo injusto se convirtieron en materia opinable.

Al consolidarse estas opiniones, se traducirán en leyes, y estas leyes harán el derecho, harán que esto sea justo y aquello injusto. Nuestro autor no ignora que esta situación implicará un gran desorden. Y por ello propone confiar al «legislador, que conoce todos los aspectos de la moral según un orden metódico y mediante rigurosas deducciones», la tarea de dictar los preceptos morales prácticos, cuyos motivos es imposible explicar en detalle. ¿Cómo se consigue que los hombres los acaten? «Los más poderosos de todos los instrumentos morales, junto a los cuales los demás son casi nulos, son las leyes represivas y su perfecta y entera ejecución.»[481]

Se plantea aquí el problema en términos modernos. Cuando el derecho no es ya algo intangible en sus partes esenciales, sostenido por creencias comunes a toda la sociedad; cuando el derecho, incluso en sus aspectos morales más fundamentales, es indefinidamente modificable a gusto del legislador, no queda otra salida que o bien su proliferación monstruosa e incoherente al hilo de los intereses y opiniones, o bien su construcción sistemática por un jefe que sabe lo que quiere y que obligará con todo rigor a la sociedad a plegarse a las conductas que él considere necesario prescribir.

Este dilema es la consecuencia ineluctable de dos hechos relacionados entre sí: un libre examen sin freno y sin método respecto a las ideas más fundamentes, y el poder legislativo ilimitado.

El derecho, por encima del Poder

Digamos sin ambages que la ola ascendente de las leyes modernas no crea derecho. Estas leyes son la traducción de la presión de los intereses, de la fantasía de las opiniones, de la violencia de las pasiones. Grotescas en su desorden por cuanto son fruto de un Poder cada vez más extenso, pero al mismo tiempo cada vez más débil por el choque recíproco de las pasiones. Odiosas en su orden inicuo cuando emanan de un Poder concentrado en una mano brutal. No merecen ni obtienen más respeto que el que la coacción les proporciona. Son antisociales, porque todas se basan en una concepción falsa y mortal de la sociedad.

No es cierto que el orden de la sociedad deba ser obra exclusivamente del Poder. La parte principal de ese orden corre a cargo de las creencias y costumbres. Ni unas ni otras deben ser cuestionadas a cada paso, ya que su relativa estabilidad es condición esencial de la felicidad social. La necesaria cohesión de la sociedad no la puede proporcionar sólo el Poder. Debe darse una profunda comunidad de sentimientos enraizados en una fe común que se traduzca en una moral incontestada que fundamente un derecho inviolable.

Todo esto está fuera del alcance del Poder. Cuando se disuelve esta comunidad de sentimientos, cuando el derecho se entrega a la arbitrariedad legislativa, entonces el Poder no sólo puede sino que tiene que extenderse. Tiene que restablecer la cohesión comprometida sirviéndose de una intervención continua y general.

Así se explica la extensión del Poder en la época de debilitamiento de la fe católica. Y se explica también su ulterior avance debido a la quiebra de los principios individualistas de 1789, dique menos sólido pero todavía valioso.

Los juristas católicos fueron los primeros que, en Francia, recordaron que existe un derecho en sí que las leyes tienen la función de expresar.[482] Una verdad que para Montesquieu era evidente,[483] pero que en nuestra época resulta escandalosa desde el momento en que se tiene la convicción de que las instituciones más fundamentales y los principios más primordiales son indefinidamente alterables según la voluntad o la opinión dominantes en cada momento.

En medio de un coro de protestas enunciaba Duguit la verdadera doctrina del derecho y su función política:

Poco importa la idea que se tenga del Estado...; hay que afirmar enérgica e incansablemente que la actividad del Estado en todas sus manifestaciones está limitada por un derecho superior a él; que hay cosas que no puede hacer y otras que es preciso que haga; que esta limitación no se impone solo a este o aquel órgano, sino al Estado en cuanto tal... Lo esencial es comprender y afirmar, con indefectible energía, que hay una regla de derecho superior al poder público, una regla que le limita y fija sus deberes.[484]

Una época de derecho cambiante

Esta concepción se impone a la mente tan pronto como es formulada. Por lo demás, sólo ella puede dar un sentido a lo que de otro modo no es más que un juego de palabras: cuando se habla, como suele hacerse, de instaurar el reino del derecho entre las naciones, ¿qué es lo que esto puede significar, si cada pueblo pretende tener un derecho ilimitado a decidir lo que tiene que hacer?

Pero por más cierta que sea la idea de la regla de derecho que se impone al Poder, su puesta en práctica presenta en nuestro tiempo grandes dificultades. Porque si se admite el principio de que la ley debe ser conforme al derecho, ¿quién impedirá que el Poder que presenta la ley, al tiempo que su grupo moviliza la opinión pública para que sea aprobada, pretenda que es expresión, manifestación y realización del derecho? Y si yo la considero inicua, se me dirá solamente que mi concepción del derecho es falsa o, peor todavía, caduca, ya que el derecho, como la moral que le sostiene, es cambiante. Ambos experimentan un continuo progreso, nada en ellos es definitivo.

El genio de nuestro tiempo halla instintivamente el quite al principio de la supremacía del derecho. No sólo acepta el principio, sino que lo reclama. El atentado a los derechos individuales proclamados como sagrados en 1789, los privilegios que se conceden a ciertos grupos, o la discriminación de que otros son objeto, el carácter de incertidumbre impreso a todos los intereses, su incondicional entrega al Poder, todo esto se explica, se justifica, se encomia como si reflejara una concepción cada vez más progresista y elevada del derecho.

Y ¿qué se puede responder? Porque ¿en qué consiste ese derecho que se opone al derecho cambiante? Ha perdido las dos raíces que en otro tiempo le daban solidez: en sus aspectos esenciales, la fe en una ley divina; en el resto, el respeto a las prácticas ancestrales. La segunda raíz no podía menos de ser extirpada en un tiempo de rápidas transformaciones. Pero ¿la primera?

El hombre moderno, sin un superior, sin antepasados, sin creencias y sin costumbres, se halla completamente desarmado ante las espléndidas perspectivas que se le abren para mejorar su situación, para alcanzar un mayor desarrollo social a través de una legislación que, si bien choca con un derecho ya superado, está inspirada en un derecho mejor.

Es, pues, completamente inútil buscar la defensa de un derecho incierto en un sentimiento público titubeante. Sigue siendo muy vivo este sentimiento del derecho, pero sólo la más cruda violencia hace que se rebele suficientemente; no reacciona, ni tiene medios para reaccionar, ante una invasión solapada y cotidiana.

El recurso contra la ley

Para asegurar de manera efectiva la supremacía del derecho, lo primero que hay que hacer es formular expresamente las reglas supremas, instituir luego una autoridad concreta y confrontar las leyes con el derecho, rechazando las que no encajen en él.

Tal es el sistema que el jurista americano Marshall propuso en 1803 a los Estados Unidos. Contra la ley que vulnera los derechos que le garantiza la Constitución, el ciudadano recurre a la justicia, y la instancia última, la Corte Suprema, puede invalidar las consecuencias de esa ley respecto al demandante, de modo que la ley deja de ser aplicable y se convierte en letra muerta.

En esta institución los americanos han encontrado el baluarte de su libertad, el dique contra las intromisiones del Poder. Ella ha sido la que ha impedido que las pasiones, a cuyo juego la constitución democrática entregaba el poder legislativo, usaran este poder contra tal o cual categoría de ciudadanos.

Se ha propuesto trasplantar esta institución a Francia y tomar como regla fundamental e inviolable la Declaración de derechos de 1789. Los tribunales, y en última instancia un tribunal supremo, decidirían entre el impaciente legislador y el ciudadano lesionado.

El proyecto restablecería ciertamente las verdaderas intenciones de la Asamblea Constituyente. Se ridiculiza el hecho de que inscribiera «principios inmortales» en el frontispicio del edificio legislativo que el régimen moderno iba a edificar. Aquí, como ocurre con frecuencia, lo necio es el escepticismo y lo sabio el entusiasmo. Puesto que se entregaba a unos hombres el inmenso poder de hacer la ley, se imponía trazarles un marco preciso que orientara y contuviera su actividad. La Declaración era, en cierto modo, el sucedáneo de la ley divina, aunque mucho menos eficaz.

¿Se puede hoy dar esta eficacia trasplantando una institución americana? Ésta sólo pudo desarrollarse como fruto natural de costumbres judiciales que los inmigrantes habían traído consigo de Inglaterra, y que no tienen, o no lo tienen ya desde hace mucho tiempo, equivalente en el continente.

Si el juez en América puede frenar al legislador que invade el terreno de la libertad particular, es porque en Inglaterra el juez podía ya oponerse al agente del Poder que invadía ese terreno.

Existía un freno judicial sobre el poder ejecutivo. Era, pues, lógico que, al adquirir el poder legislativo tan enorme impulso, se añadiera como complemento un freno sobre la propia actividad legislativa. Pues ¿de qué le servía al ciudadano estar defendido por el juez contra un agente del Poder que actuara sin autorización legal, si, como ocurre en nuestro tiempo, éste puede volver al día siguiente armado de la correspondiente ley? Este es el peligro al que hace frente la Corte Suprema. Y, como veremos, la innovación de 1803 se halla en línea con una anterior concepción del papel del juez y de todo el poder judicial que, desgraciadamente, le es ajena a Francia.

Cuando el juez frena al agente del Poder

El siglo XVIII concibió hacia las libertades inglesas una admiración que se ha transmitido hasta nuestros días. Pero sería erróneo pensar que su principio radicaba en el régimen parlamentario, siendo así que su verdadera base era el régimen judicial.

Cuando el agente del Poder viene a detener a un hombre en su domicilio privado, para forzarle a hacer algo o impedir que lo haga, se ve asistido por todo un aparato de coacción al que un individuo solo es incapaz de oponer resistencia. Si este individuo queda abandonado a sí mismo, es esclavo del Poder; pero deja de serlo cuando un contrapoder puede detener el brazo dominador. Tal fue el papel de los tribunos en la antigua Roma, y la plebe consideró su institución como el comienzo de su emancipación. Esta misión la tiene encomendada el juez en Inglaterra y, por imitación, en los Estados Unidos.

En todo país civilizado, la función judicial consiste en castigar al criminal y en reparar el daño civil causado por un ciudadano a los derechos de otro. Como consecuencia lógica, esta función implica la posibilidad de adoptar las medidas preventivas necesarias para evitar el hecho delictivo.

Ahora bien, en los llamados países anglosajones, estos derechos de la justicia no se limitan a los actos de un sujeto privado respecto a otro sujeto también privado, sino que también se extienden a los actos de un agente del Poder en relación con un sujeto cualquiera.

Un secretario de Estado, dice Dicey, está sometido a la ley ordinaria del reino, tanto en su conducta oficial como en su vida privada. Si, en un acceso de cólera, el secretario de Estado de interior pasara a mayores contra el líder de la oposición o le hiciera arrestar porque juzga que la libertad de su adversario político es peligrosa para el Estado, este ministro se expondrá en ambos casos a los procedimientos y a las penas establecidas por la ley para el caso de actos de violencia. El hecho de que la detención de un político influyente, cuyos discursos pueden incitar al desorden, sea un acto estrictamente administrativo no excusaría ni al ministro ni a los agentes de policía que hubieren obedecido sus órdenes.[485]

Este ejemplo hace resaltar la diferencia esencial entre la sociedad británica y la sociedad continental, y visualiza el verdadero fundamento de la libertad inglesa. Este fundamento no está allí donde se le ha buscado, en la forma política que en vano se ha copiado, sino más bien en la concepción del derecho.

El pensamiento político en Francia sitúa al Poder por encima del derecho ordinario. De este modo divide a los miembros de la comunidad en dos clases netamente diferenciadas. Todo lo que está del lado del Estado puede proceder contra todo lo que está del lado del pueblo sin incurrir en responsabilidad ante los tribunales ordinarios. Estos no pueden impedir, ni reparar, ni castigar nada.

Por el contrario, en Inglaterra, la idea de igualdad ante la ley o de sumisión universal de todas las clases a una ley única aplicada por los tribunales ordinarios se ha llevado hasta sus últimas consecuencias. Entre los ingleses, todos los funcionarios, desde el primer ministro hasta los agentes de policía y los recaudadores de impuestos, están sometidos a la misma responsabilidad que otro cualquier ciudadano por todo acto realizado sin justificación legal. Abundan los informes sobre casos de funcionarios que fueron llevados ante los tribunales y castigados o condenados por daños y perjuicios por actos cometidos en el ejercicio de sus funciones y abusando de los poderes que la ley les confería. Un gobernador colonial, un secretario de Estado, un oficial y todos los funcionarios subalternos, aun cuando obedezcan a las órdenes de sus superiores jerárquicos, son responsables de todos los actos que la ley no les autoriza a realizar, exactamente igual que cualquier simple ciudadano que no ejerce funciones oficiales.[486]

La eficacia de estas garantías radica no tanto en las sanciones que comportan cuanto en el estado de espíritu que fomentan. El subalterno, que puede ser castigado por la ejecución de un acto que le ha sido ordenado, reflexiona antes de ejecutarlo, y las nociones elementales del derecho común le sirven naturalmente de vara de medir. Todo lo que de él se aparta le parece sospechoso. En cuanto al superior, la amenaza judicial le recuerda sin cesar que es un ciudadano como los demás. Estas consecuencias no se producen cuando, como ocurre en Francia, se le concede al ciudadano, como un favor, la posibilidad de recurrir contra el abuso de poder, recurso que no afecta personalmente a quienes lo han cometido.

De la autoridad del juez

La Revolución francesa se empeñó en destruir esta preciosa garantía de la libertad que confiere la intervención del juez contra los actos del Poder. Ninguno de los regímenes sucesivos la han permitido renacer.

Hoy apenas podemos apreciar su valor, pues nos parece completamente natural la idea de que basta una ley para armar al agente del Poder. Es cierto que en Estados Unidos el juez puede incluso paralizar la ley, pero no puede hacer lo mismo en Inglaterra.

Que la institución capaz de paralizar la voluntad ejecutiva (si bien doblegándose a la voluntad legislativa) haya podido ser inmensamente eficaz, lo reconocerá cualquiera que recuerde que el poder legislativo ha sido durante mucho tiempo nulo o muy débil, que se entendía por ley un derecho inmutable y que había general coincidencia acerca de esta inmutabilidad: nolumus leges Angliae mutari.

Sin embargo, este código de derechos se desarrollo, aunque de manera imperceptible, por medio de decisiones sobre casos particulares, decisiones que, ante la necesidad de decidir sobre casos cada vez más distintos, armonizaban y evocaban los precedentes.

Ciencia ésta difícil y ruda por las ficciones a que había que recurrir y por la jerga normanda de que estaba salpicada, con el resultado de que el derecho era en cierto modo patrimonio de quienes ejercían esta especie de magisterio sagrado.

De este modo se formó un derecho que en modo alguno se inspiraba en las necesidades propias del Poder, sino que respondía solamente a las del cuerpo social. De sus arcanos surgieron los que en Inglaterra se denominan los principios de la constitución,[487] y que no son otra cosa que una «generalización de los derechos que los tribunales garantizan a los individuos».[488]

Los jueces ingleses, que forman un mundo aparte y ejercen con gravedad una función solemne y en cierta manera misteriosa, han acumulado a lo largo de los siglos un prestigio y una autoridad moral que explican el respeto del Parlamento por lo que justamente se ha podido llamar la legislación judicial. El Parlamento, «que todo lo puede», ha observado una gran circunspección en relación con el derecho así construido: «del grado de independencia y de autoridad conferida a los tribunales dependen, se decía, el espíritu y el fundamento de nuestras instituciones».[489]

Y las mismas razones explican por qué este prestigio, heredado por los tribunales norteamericanos, ha llevado a confiarles un derecho de control sobre las propias leyes. Hay que reconocer, sin embargo, que la moderna avalancha legislativa no ha respetado en Inglaterra el edificio del derecho antiguo. Y en Estados Unidos, el Poder se ha rebelado contra el obstáculo que para su expansión representaba la Corte Suprema, a la que se le ha reprochado no estar a la altura de los tiempos.

Una vez establecido el conflicto con el Poder, en un terreno favorable a éste y difícil para la Corte Suprema, ésta ha terminado chocando contra el sentimiento popular y, tras una victoria pírrica, ha tenido que plegar velas, hasta el punto de que se haya podido hablar de su ocaso.

El hecho es que el sentimiento moderno, que ve las cosas con una simplicidad decepcionante, no puede soportar que la opinión de unos cuantos hombres paralice por si sola lo que sugiere la opinión de toda la sociedad. Es ésta, se piensa, una ofensa al principio de la soberanía popular.

La razón por la que en Francia la ley ha sido sustraída a todo control e incluso a toda interpretación judicial es, dice justamente Gény,

el sentimiento instintivo y vago, pero profundamente enraizado en el espíritu francés, de que debilitando, incluso por medio de simples decisiones concretas y de autoridad relativa, ciertas disposiciones legales, nuestros magistrados llegarían de hecho a mantener en jaque el poder supremo del legislador, y de que así el poder judicial sería, aun cumpliendo estrictamente su misión, superior al legislativo, en el que los modernos quieren mantener exclusivamente la soberanía.[490]

El poder legislativo, considerado como expresión de todos, o mejor aún del Todo, ejerce una soberanía total. ¿Quién se atreverá a ponerle trabas?

Desde el momento en que el problema se plantea en términos de opinión de algunos contra la opinión de todos, la respuesta no ofrece dudas. Pero el hecho es que, ni de un lado ni de otro, se trata precisamente de opiniones. Por un lado, se tiene una emoción momentánea que unos métodos de agitación cada vez más perfeccionados permiten a un gobierno o a un partido crear con gran facilidad. Por otro, están unas verdades jurídicas cuyo respeto se impone de manera absoluta. Es claro que el menor desliz puede desacreditar gravemente a los guardianes de esas verdades.[491] Pero no por ello pierden su carácter de necesidad.

¿Afecta el movimiento de las ideas a las bases del derecho?

Pero las verdades a defender tienen que ser verdades eternas. El error de la Corte Suprema americana ha consistido en defender contra la oportunidad política unos principios que también adolecían de ese oportunismo.

Los autores de la Constitución eran propietarios independientes y legislaban para propietarios independientes. Cuando ocurrió el conflicto que provocó el eclipse de la Corte Suprema, el Poder estaba apoyado por la masa de proletarios que soportaban las consecuencias de una concepción monstruosamente deformada del derecho de propiedad. La Corte vio su autoridad temporalmente disminuida por haberse situado en el terreno de las verdades perecederas.

Cuando se dice que el derecho, el derecho fundamental, debe seguir el movimiento de las ideas, se comete un error análogo. Lo que así se bautiza de manera tan altisonante no es en realidad sino el puro juego de los intereses. Las clases, los grupos sociales van cambiando de composición, de fuerza relativa. Y es preciso que el derecho se adapte a esos cambios.

Pero hay en él también una parte inalterable, y no veo que nuestra humanidad sea capaz de un flujo, de una efervescencia de ideas siempre nuevas. Por el contrario, las ideas son raros oasis en el desierto del pensamiento humano que, una vez descubiertos, son para siempre preciosos, aunque la estupidez y la ignorancia permitan que se cubran de arena. ¿Dónde está esa vuestra corriente que me permita apagar la sed? ¡Espejismos! Es preciso volver a Aristóteles, a Santo Tomás, a Montesquieu. Aquí está la sustancia, y nada en ella es inactual.

Cómo el derecho se convierte en jungla

Tal vez el error capital de nuestra época sea pensar que todo puede cuestionarse. Ninguna sociedad, dice Comte, puede subsistir sin el respeto unánime a ciertas ideas fundamentales sustraídas a la discusión. Y

la verdadera libertad no puede consistir sino en una sumisión racional a la única preponderancia convenientemente comprobada de las leyes fundamentales de la naturaleza, al abrigo de toda imposición personal arbitraria.[492] La política metafísica ha intentado en vano consagrar así su imperio, dando el honorable nombre de leyes a decisiones cualesquiera, a menudo tan irracionales y desordenadas, de las asambleas soberanas, sea cual fuere su composición. Decisiones por lo demás concebidas, por una ficción fundamental que no puede cambiar su naturaleza, como una fiel manifestación de la voluntad popular.[493]

¡Cómo no ver que el delirio legislativo que se ha venido desarrollando a lo largo de dos o tres generaciones —acostumbrando a la opinión a considerar las normas y las nociones fundamentales como indefinidamente modificables— crea la situación más propicia al déspota!

El derecho cambiante es el juguete e instrumento de las pasiones. Si una ola lleva al Poder al déspota, éste puede deformar del modo más fantástico lo que carece de una forma cierta. Puesto que ya no hay verdades inmutables, puede imponer las suyas, monstruos intelectuales como esos seres de pesadilla que toman de tal ser natural la cabeza y de tal otro los miembros. Estableciendo una especie de «circuito de alimentación», puede alimentar a los ciudadanos con ideas que éstos le devuelven en forma de «voluntad general». Esta voluntad general es el terreno abonado en el que crecen unas leyes cada vez más divorciadas no sólo de la inteligencia divina, sino también de la inteligencia humana.

El derecho ha perdido su alma, y se ha convertido en jungla.[494]

Capítulo XVII

Las raíces aristocráticas de la libertad

¿Dónde está la libertad?

Desde hace dos siglos la está buscando nuestra sociedad europea, pero lo que ha encontrado ha sido la autoridad estatal más amplia, más fastidiosa, más pesada que nuestra civilización haya conocido jamás.

Cuando preguntamos dónde está la libertad, se nos muestra una papeleta de voto que indicaría que sobre la inmensa máquina que nos oprime tenemos un cierto derecho: en cuanto diez, veinte o treinta millonésima parte del soberano, perdidos en la inmensa multitud de nuestros conciudadanos, podemos, llegada la ocasión, concurrir a su puesta en marcha. Y en esto, se nos dice, consiste nuestra libertad. La perdemos cuando una única voluntad se apodera de la máquina: es la autocracia. La recobramos cuando se nos devuelve el derecho de darle en masa un impulso periódico: es la democracia.

¡Pura falacia! La libertad es algo muy distinto. Consiste en que nuestra voluntad no esté en modo alguno sujeta a otras voluntades humanas, sino que sea ella la única que rige nuestros actos, con la única limitación de respetar las bases indispensables de la convivencia.

La libertad no consiste en nuestra participación, más o menos ilusoria, en la soberanía absoluta del todo social sobre las partes, sino que es la soberanía directa, inmediata y concreta del hombre sobre sí mismo, que le permite e impone desplegar su personalidad, le confiere el dominio y la responsabilidad de su destino, le hace responsable de sus actos hacia el prójimo, dotado de un derecho igual que tiene que respetar —aquí interviene la justicia—, y hacia Dios cuyos mandamientos cumple o transgrede.

La razón de que la libertad haya sido tan exaltada por los espíritus más elevados, precisamente como elemento de felicidad individual, es porque libera al hombre del papel de instrumento a que las voluntades de poder tienden siempre a reducirle, y porque consagra la dignidad de la persona.

¿A qué se debe el que tan elevadas intenciones se hayan perdido de vista completamente en el camino? ¿El que la participación en el gobierno, llamada impropiamente libertad política, cuando en realidad es uno de los medios de que el hombre dispone para garantizar su libertad contra la embestida permanente de la soberanía, le haya parecido más valiosa que la libertad misma? ¿El que le haya bastado esta participación en el Poder para secundar y suscitar las intromisiones del Estado, llevadas —gracias al concurso de la multitud— mucho más lejos de lo que habría podido llevarlas la monarquía absoluta?

El fenómeno sólo a primera vista es paradójico.[495] Se explica perfectamente si se tiene en cuenta el duelo milenario entre la soberanía y la libertad, entre el Poder y el hombre libre.

Sobre la libertad

La libertad no es, como suele suponerse, una invención moderna, sino que, por el contrario, la idea de la misma pertenece a nuestro más antiguo patrimonio intelectual.

Cuando hablamos el lenguaje de la libertad, hallamos naturalmente fórmulas elaboradas en un lejano pasado social, mucho antes de la aparición de la monarquía absoluta, que es propiamente el primero de los regímenes modernos y el que inició en beneficio del Poder la demolición de los derechos subjetivos. Cuando, por ejemplo, decimos que nadie debe ser encarcelado o desposeído de sus bienes sino en virtud de la ley vigente y de un juicio de sus iguales, estamos empleando los términos de la Carta Magna de Inglaterra.[496] 0 si queremos con Chatham afirmar la inviolabilidad del domicilio particular, rememoramos inconscientemente la imprecación de la antigua ley noruega: «Si el rey violare la casa de un hombre libre, todos se abalanzarán contra él para matarle.» Y asimismo cuando reclamamos el derecho a obrar conforme a nuestra voluntad, con la obligación en todo caso de responder del perjuicio causado (que es, por ejemplo, el sistema británico en materia de libertad de prensa), nos movemos en el espíritu del más antiguo derecho romano.

La idea que «instintivamente» nos formamos de la libertad es en realidad una reversión de la memoria colectiva a los tiempos del hombre libre, que no es, como el hombre natural, una mera construcción filosófica, sino que ha existido realmente en las sociedades no invadidas aún por el Poder. De él deriva nuestra concepción de los derechos individuales, aunque hayamos olvidado cómo esos derechos fueron consagrados y defendidos. Nos hemos acostumbrado de tal modo al Poder, que esperamos de él que nos los conceda. Pero en la historia el derecho de libertad no ha sido un acto de generosidad por parte del Poder, sino que tiene un origen muy distinto. Y la gran diferencia con nuestras ideas modernas radica en que este derecho no era general, basado en la atribución a cada hombre de una dignidad que el Poder debe por principio respetar. Era un derecho particular de algunos hombres, resultado de una dignidad que ellos hacían respetar. La libertad era un hecho que se afirmaba como derecho subjetivo.

Conviene tener en cuenta este transfondo histórico para plantear correctamente el problema de la libertad.

Los orígenes antiguos de la libertad

Encontramos la libertad en las más antiguas formaciones de los pueblos indoeuropeos que nos son conocidas.

Este derecho subjetivo pertenece concretamente a quienes poseen los medios para defenderle, es decir a los miembros de aquellas familias poderosas que en cierto modo se hallan federadas para formar la sociedad. Quien pertenece a una de estas familias es libre, puesto que tiene «hermanos» que le defiendan o le venguen, capaces, si ha sido herido o muerto, de cercar con sus armas la casa del culpable, y capaces también de ponerse a su lado cuando es procesado.

Todas las formas más antiguas de procedimiento se explican por esta fuerte solidaridad familiar. Por ejemplo, la forma de citación judicial cuyo recuerdo se conserva en las «leyes de Alfredo»:[497] la aceptación del proceso se obtenía simulando un asalto a la casa del demandado, clara indicación de que al principio el proceso fue un recurso al arbitraje acordado para evitar el combate. Y también se explica que el proceso pudiera tomar la forma de un duelo de juramentos en el que triunfaba aquel que podía aportar mayor número de «conjurados» que pusieran su mano bajo la suya y jurasen con el,[498] verdadera prueba de fuerza en la que la familia más numerosa y más unida tenía que quedar victoriosa.

Fueron las familias celosas de su independencia, pero diligentes en la realización de empresas comunes, las que marcaron la pauta de las instituciones de la libertad. Reacias al principio a aceptar un jefe a no ser que las circunstancias lo hicieran necesario,[499] acabaron soportando un gobierno regular, al que sin embargo sólo las ligaba su expreso consentimiento. El Poder no tiene más autoridad, fuerzas y recursos que los que le otorgan los hombres libres reunidos en comunidad. La vida urbana va progresivamente desintegrando las gentes en familias reducidas, pero cuyo jefe conserva el espíritu de indómita independencia que presidió los comienzos de la sociedad, como lo prueba el derecho romano más antiguo, edificado sobre el principio de autonomía de la voluntad.[500]

El sistema de la libertad

Apenas concebimos que pueda mantenerse una sociedad en la que cada individuo sea juez y dueño de sus actos, y nuestra primera reacción es que allí donde no existe un Poder que dicte los comportamientos tiene que reinar el más espantoso desorden. La Roma patricia demuestra lo contrario. Ella nos ofrece el espectáculo de una gravedad y de una decencia que sólo se debilitaron al cabo de muchos siglos, mientras que el desorden se fue imponiendo al tiempo que proliferaban las reglamentaciones.

¿A qué se debe el que la autonomía de las voluntades no produjera lo que nos parece ser su fruto natural? La respuesta se condensa en tres palabras: responsabilidad, formas, costumbres.

Es cierto que el romano es libre de hacer todo lo que quiera. Pero también lo es que tiene que soportar las consecuencias de sus actos. ¿Ha respondido de una manera imprudente a la cuestión spondesne? Entonces se ha comprometido; no importa que se haya equivocado, que le hayan engañado, o incluso forzado: un hombre no se deja forzar: etiamsi coactus, attamen voluit.[501] Es libre; pero si, distraído, imprudente o atontado, prometió pagar una determinada cantidad y no puede pagarla, se convierte en esclavo de su acreedor.

Un mundo en el que se pagan tan caras las consecuencias de las propias faltas exige y forma caracteres viriles. Los hombres meditan sus acciones, y como para invitarles a la reflexión, cada acto se realiza bajo un aspecto solemne. Todo puede hacerse: vender al propio hijo o sustituirlo por un extraño como heredero; pero siempre hay que respetar las formas. Estas formas, que eran de un extremado rigor en el momento culminante de la República, hacen sentir a los hombres que sus decisiones, sus actos, son algo grave y solemne; dan a sus pasos un aire mesurado y majestuoso.[502] No hay duda que eso fue lo que más contribuyó a dar al Senado el aire de «una asamblea de reyes».

Finalmente, el factor esencial del orden social son las costumbres. El culto de los antepasados, impreso muy tempranamente en el alma por un padre venerado y temido;[503] una educación severa y uniforme,[504] la formación en común de los adolescentes[505] el espectáculo ya en la infancia de conductas que imponen respeto,[506] todo, en fin, induce al hombre libre a adoptar un cierto comportamiento. Y si fallara por debilidad o por capricho, la censura pública se cebaría en él, destrozaría su carrera e incluso podría llegar a privarle de su cualidad de hombre libre.

La lectura de Plutarco es tan fascinante precisamente porque sus personajes, desde el mejor al peor, muestran siempre una cierta nobleza en sus actitudes. No es extraño que hayan proporcionado a la tragedia casi todos sus héroes, puesto que ya en la vida estaban de algún modo en escena, formados para representar ciertos personajes y mantenidos en su papel por la exigente expectativa de los espectadores.

La opinión antigua, en la época culminante de la República, es la de una pequeña sociedad privilegiada, dispensada de los trabajos serviles y de las preocupaciones vulgares, alimentada con el relato de bellas acciones, en la que podía perderse para siempre la estima por una acción indigna. Digamos de pasada que los pensadores políticos del siglo XVIII confiaron a la opinión un papel tan importante precisamente porque se la representaron según estas evocaciones clásicas, sin caer en la cuenta de que la opinión que ellos tanto admiraban no era una opinión general y natural, sino la opinión de una clase cuidadosamente educada.

La libertad como sistema de clase

El sistema de la libertad descansaba enteramente sobre el postulado de que los hombres usarían su libertad de una cierta manera.

Este postulado no implicaba ningún supuesto sobre la naturaleza del hombre en sí. Tales especulaciones sólo aparecieron en el ocaso de la civilización griega y se introdujeron en Roma como importación del exterior. Se basaba en el hecho observable de que algunos hombres, los hombres de ciertas clases, en virtud de caracteres adquiridos y susceptibles de ser conservados, se comportan efectivamente de esta manera. El sistema de la libertad era viable por ellos y para ellos.

Era realmente un sistema de clase. Aquí está el foso que separa a la ciudad antigua del Estado moderno, al pensamiento antiguo del pensamiento moderno.

La expresión «hombre libre» no suena a nuestros oídos como sonaba a los de los antiguos. Para nosotros el énfasis se pone en «hombre». Aquí está la cualidad, y el adjetivo no es más que un complemento redundante que explicita una idea ya contenida en el vocablo principal. Por el contrario, para los romanos el énfasis se ponía en «libre» hasta el punto de que acoplaron nombre y adjetivo formando una sola palabra: ingenuus.[507]

El hombre libre es un hombre de una especie particular y, si seguimos a Aristóteles, de una naturaleza particular. Los privilegios de la libertad van ligados a esta naturaleza. Se pierde si el hombre la falsea. Y así ocurre, por ejemplo, cuando un romano se deja capturar en la guerra, o se hace notar por su infamia, o si, en busca de seguridad, se pone en manos» de otro hombre.

Los hombres libres en su conjunto son capaces de imponerse a otros y de ponerse de acuerdo entre sí, cifrando su orgullo a la vez en la majestad de su persona y en la de la ciudad. Tales hombres, ya sean espartanos o romanos, no se dejan dominar ni desde dentro ni desde fuera; el Poder que pretendiera extenderse encontraría en ellos una soberbia resistencia a sus intromisiones. Pero al mismo tiempo aportan a la disciplina y a la defensa de la sociedad un orgulloso y asiduo concurso.

Ellos son el alma de la república o, mejor dicho, son toda la república.

¿Y los otros?

Es curioso que nuestros filósofos de la Revolución hayan formado su concepción de una sociedad libre en referencia a sociedades en las que no todos los individuos eran libres, en las que la gran mayoría no lo eran. Y que no se hayan preguntado si los caracteres que tanto admiraban no estarían por ventura ligados a la existencia de una clase que no era libre. Rousseau, tan clarividente en tantas cosas, vio perfectamente esta dificultad: «¿Cómo? ¿Es que la libertad no se mantiene sino con el apoyo de la esclavitud? Es posible.»[508]

Libres, no libres, semilibres

El sistema de la libertad antigua descansaba en una diferenciación social chocante para la mentalidad moderna. Atenas contaba con cuatrocientos mil esclavos para una población de quince a veinte mil ciudadanos libres. Y aquello era la condición de esto; era necesario poder disponer de hombres-instrumento: «La utilidad de los animales domésticos es más o menos semejante, dice Aristóteles; tanto unos como otros nos ayudan con el concurso de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de la existencia.»[509] Sólo gracias a ellos tenían los hombres libres la posibilidad de elevarse a la verdadera condición humana, tal como la definía Cicerón: «Generalmente se emplea el nombre de hombre, pero en realidad sólo es hombre quien cultiva el conocimiento.»[510]

Pero aun así, la situación de Atenas en tiempos de Aristóteles y la de Roma en tiempos de Cicerón —una amplia clase de hombres libres apoyada sobre una masa de esclavos— es ya el resultado de un largo proceso de generalización de la libertad. En todo caso, en la época de mayor esplendor de la libertad no podía afirmarse que todo el que no era esclavo era libre. La plena libertad era entonces patrimonio de unos pocos, y la mayoría gozaba sólo de lo que Mommsen llama semi-libertad.

El pleno derecho civil y político fue al principio patrimonio de los eupátridas o patricios, miembros a la vez de las familias fundadoras o gentes y de las bandas guerreras cuya agrupación constituía la fuerza social y cuyo recuerdo se conservaba en las fratrías y las curias.[511]

Los plebeyos, ajenos a estos grupos, o que formaban parte de ellos sólo como clientes, no eran verdaderos ciudadanos y hombres libres.

Era natural que esta masa ejerciera una presión social sobre la aristocracia privilegiada en orden a generalizar el sistema de la libertad. Pero también alteró sus caracteres.

Para nosotros, a quienes la libertad no puede satisfacer si no es general, nada hay más grávido de enseñanzas que esta presión, sus formas y consecuencias, que, como veremos, no fueron precisamente las que se esperaban.

Incorporación y asimilación diferenciada

Se trata de un proceso sumamente complejo, sobre el que poco nos dicen los historiadores y del que aquí sólo trazaremos las líneas generales, que denominaremos incorporación, asimilación diferenciada y contra-organización.

Es cierto que en los comienzos de la historia romana se incluyó a familias enteras en el patriciado. Los autores nos hablan de ello en varias ocasiones; por ejemplo, con motivo de la anexión de Alba, las grandes gentes albanas fueron admitidas en pie de igualdad. Tales inclusiones no perjudicaban al sistema más de lo que podían perjudicarle las admisiones personales, frecuentes por la vía de la adopción. A los que ya tenían los hábitos de la libertad venían a sumarse globalmente quienes poseían hábitos semejantes, o individualmente quienes se entendía presentaban en su más alto grado los caracteres sociales acordes con la libertad. Las admisiones personales constituían un aflujo casi ininterrumpido que revigorizaba al patriciado. Las admisiones de familias, por el contrario, cesaron rápidamente.

El resultado fue que las familias selectas de la plebe, en lugar de venir a aumentar y fortificar al patriciado, permanecieron en la plebe, le proporcionaron sus jefes y sostuvieron una larga lucha política, a lo largo de la cual se fue consiguiendo progresivamente el acceso de los plebeyos a las distintas magistraturas. Estas familias, orgullosas de las magistraturas que desempeñaban, formaron con el patriciado una nueva clase dirigente: la nobilitas, que presidió los destinos romanos en las horas más gloriosas.[512]

Los nuevos nobles, organizadores y beneficiarios de la presión popular, no pudieron traspasar sin debilitarse la barrera que se les oponía.

Durante estas luchas, la condición de la plebe fue cambiando. Conquistó derechos civiles y políticos.[513] No se trata en rigor de los derechos patricios, y esa es la razón de que hablemos de «asimilación diferenciada». Por ejemplo, la forma del matrimonio patricio, la confarreatio, está ligada a cultos puramente patricios; se precisa, pues, encontrar otras formas de matrimonio. Otro ejemplo: el testamento por anuncio solemne de las intenciones ante los comicia curiata no puede hacerlo el plebeyo, por lo que se inventa el testamento por venta simulada del patrimonio. Por lo demás, todas estas formas arbitradas para uso de la plebe son mucho más prácticas que las antiguas, que se irán abandonando incluso por los patricios.

El espíritu del derecho sufre un cambio. Mientras la sociedad estuvo fuertemente organizada en grupos particulares, cada uno de ellos presidido por un hombre de fuerte voluntad, con la disciplina que les proporcionaban sus creencias y costumbres, bastaba en cierto modo con vigilar los cruces en que podían producirse colisiones.

Pero las conductas resultan menos previsibles cuando se trata de una multitud cuyas voluntades están menos educadas. No se puede hacer soportar a caracteres débiles, que no han gozado antes de una entera autonomía jurídica, las crueles consecuencias de frecuentes errores. Se impone suavizar, humanizar el derecho. El poder público, y concretamente el pretor, tiene que proteger al individuo, y para ello multiplica las prescripciones.

No es esto todo. El derecho primitivo no necesitaba medios de coacción. El juicio era un arbitraje previamente aceptado. Sumner Maine ha observado la ausencia de sanción en los sistemas jurídicos más antiguos. Ahora, moviéndose en un círculo menos estrecho, la justicia actúa como soberana más bien que como mediadora. Necesita medios para ejecutar su voluntad.

La libertad, sometida ahora a los hábitos de un número mucho mayor, ha perdido algo de su temple y altivez primitivos. Pero sigue reinando, aunque ya se perfila el fenómeno que acabará con ella.

El avance del cesarismo

No es poco para el plebeyo haber adquirido los derechos civiles y políticos. No lo es para los caracteres firmes y los espíritus osados que puedan levantar el vuelo, fundar poderosas familias eclipsando a muchos patricios debilitados y agrupando en torno a sí una numerosa clientela.

Pero si no existe ya jurídicamente la plebe, sí existe una plebe de hecho. En la Roma convertida en señora del mundo la desigualdad de las condiciones adopta una forma muy diferente de la que presentaba en los tiempos en que los más orgullosos patricios no eran sino grandes campesinos. Se hacen enormes fortunas que la inviolabilidad de los derechos individuales protege tan eficazmente como protegía al campo primitivo.

Los hombres de la plebe acaban apreciando menos su libertad jurídica que su participación en el poder público. De la primera, ya sea por su incapacidad o por las circunstancias, apenas pueden servirse para mejorar su situación. Echarán entonces mano de la segunda, de la que harán un uso tal que acabará con la libertad misma, no sólo la suya propia sino también la de los poderosos que los oprimen. El tribunado y el plebiscito serán su doble instrumento.

Cuando el plebeyo carecía de derechos, obtuvo con la famosa retirada al monte Aventino la institución de tribunales inviolables, todo poderosos para protegerle y capaces de paralizar en beneficio propio todas las actuaciones del gobierno. Este poder tribunicio tiene un carácter arbitrario, necesario al principio para suplir la ausencia de derechos del plebeyo, por lo que era lógico que desapareciera una vez realizada la igualdad de derechos. Pero subsistió, apoyado por el Senado, que se sirvió hábilmente de él para frenar a los magistrados demasiado independientes y llegar a concentrar en sí mismo todo el poder público.[514]

El Senado permite que los tribunos reúnan a la plebe como si fuera una comunidad separada dentro del Estado, que le hagan votar resoluciones, plebiscita, que acaban adquiriendo la categoría de verdaderas leyes.[515] Leyes muy diferentes, por su contenido e intención, de las que antes presentaban los magistrados, con el consentimiento del Senado, y que formulaban principios generales. Los plebiscitos tribunicios, casi todos inspirados en las necesidades y pasiones del momento, chocan con frecuencia con los principios fundamentales del derecho.

De este modo se introduce en la sociedad romana la idea esencialmente errónea de que el poder legislativo es el poder de prescribir o de prohibir cualquier cosa. Se aclama ciegamente a quienquiera que haga una propuesta que parezca inmediatamente ventajosa, aun cuando sea subversiva de todas las condiciones permanentes del orden. Es el tribunado el que acostumbra al pueblo a la idea del salvador que endereza de un golpe la balanza social. De ahí saldrán Mario y César, y los emperadores podrán establecerse cómodamente sobre las ruinas de la República y de la libertad.

Y ¿quién será el que intente frenar este proceso? Hombres libres a la antigua usanza. El puñal de Bruto, tan ensalzado por los jacobinos, era un puñal aristocrático.

Condiciones de la libertad

La muerte de la república romana puede atribuirse con idéntica razón tanto a la multitud como a los poderosos.

El sistema de la libertad civil y política fue viable en tanto se extendió a hombres que adoptaban sus costumbres.[516] Pero dejó de serlo cuando englobo a estratos para los que la libertad no representaba nada en comparación con el poder político, gente que nada esperaba de la primera y lo esperaba todo del segundo.

Tal fue la responsabilidad de la multitud, pero la de los poderosos no fue menor. Éstos no eran ya ciertamente los austeros patricios de otros tiempos, sino ávidos capitalistas enriquecidos por el pillaje de las provincias, por la ocupación ilegal de las tierras conquistadas, por la sórdida práctica de la usura; que llegaron a poseer, como un tal Cecilio Clodio, tres mil seiscientos pares de bueyes y doscientas cincuenta y siete mil cabezas de ganado; que adquirían los campos privados a medida que las ausencias militares arruinaban a los pequeños propietarios y —símbolo elocuente— dañaron de tal modo la tierra antes fértil, por la trashumancia de sus ejércitos de bueyes, que durante casi dos mil años quedará inútil para el cultivo.[517]

¡Cuánta razón tenía, pues, Tiberio Graco cuando quería limitar las grandes propiedades y multiplicar las pequeñas, apretando así los lazos ya peligrosamente flojos del orden social!

Apuntaba así a una verdad fundamental, lo que podríamos llamar el secreto de la libertad. Un régimen de libertad, es decir un régimen en el que los derechos subjetivos son inviolables, no puede mantenerse si la mayoría de los miembros de la sociedad, dotados de capacidad política, no se preocupan de mantener intangibles esos derechos. Ahora bien, ¿qué se precisa para ello? Que todos estos ciudadanos tengan intereses, si no de la misma amplitud, al menos de la misma naturaleza y de grados no excesivamente diferentes, y que se alegren de ver cómo esos intereses se hallan protegidos por los mismos derechos.

En los buenos tiempos de la República, los ciudadanos más afortunados habían podido predominar sin mayor inconveniente en las votaciones, del mismo modo que ocupaban los primeros puestos en el combate, ya que sus «grandes» intereses no diferían esencialmente de los intereses más pequeños de sus vecinos.

Pero esta armonía natural sólo podía mantenerse en tanto que las condiciones materiales formaran una serie ininterrumpida sin diferencias abismales. Tenía que destruirse, por el contrario, si en un extremo de la escala social se encontraba una masa indigente y en el otro una plutocracia insolente. Los derechos subjetivos, legítimos cuando amparaban una modesta propiedad quiritaria, resultaban odiosos cuando abrigaban una riqueza inmensa, al margen de los medios por los que se hubiera adquirido, de la magnitud que alcanzara y del uso que de ella se hiciera. Entonces la presión social se dirigió contra unos derechos individuales que habrían debido ser apreciados por todos los miembros de la comunidad política, pero que de hecho se habían convertido en un engaño para la mayoría, un abuso en manos de unos cuantos. De ahí que la mayoría se afanara en destruir esos derechos, con la consiguiente ruina de la libertad.

Las dos direcciones de la política popular

Es un error nefasto para la inteligencia histórica y para la construcción de la ciencia política confundir en una misma admiración a todos los que han «abrazado la causa popular», sin distinguir que existen dos modos de servirla, dos caminos por los que se puede encaminar a la sociedad.

Ambos parten de un mismo dato: una profunda disparidad entre el aspecto jurídico y el aspecto económico de la colectividad.

Mientras que en una primera fase la independencia económica, la autonomía práctica de la persona, se había ido generalizando al mismo paso que el derecho de libertad, e incluso la había precedido, en una segunda fase, por el contrario, esta independencia, esta autonomía, se va reduciendo, al tiempo que el derecho de libertad continúa extendiéndose a miembros de la sociedad que carecían de él (la admisión de los capite censi de Mario).

Sucede así que una gran masa de individuos, que aisladamente eran miserables e impotentes, dispone colectivamente de una inmensa influencia en la cosa pública. Naturalmente, esta influencia es objeto de intrigas financieras de las facciones plutocráticas. Pero lógicamente acabará al fin en manos de los líderes populares.

Éstos pueden entonces proponerse dos líneas de acción. La primera es la de Tiberio Graco. Éste se da cuenta de que el espíritu civico, la voluntad de garantizar y defender en común intereses y sentimientos semejantes, se pierde a la vez por arriba y por abajo, ya que los capitalistas tienen demasiado que defender y los proletarios apenas nada. Quiere restablecer entre los ciudadanos una auténtica igualdad y la solidaridad que le va pareja, acabar al mismo tiempo con la existencia de una plutocracia y la de un proletariado, hacer que cada ciudadano sea efectivamente independiente y autónomo para que todos sean partidarios del sistema de la libertad.

Muy distinta es la segunda línea de acción, que Cayo Graco emprende impulsado por el fracaso de su hermano. Admite como hecho demostrado la monstruosa fuerza individual de los poderosos, así como la debilidad individual de la gente del pueblo, y se propone construir un poder público que administre los asuntos de la masa.

El contraste entre ambas políticas salta a la vista. Mientras que el mayor de los hermanos quiere que todo ciudadano sea propietario, el más joven hace aprobar una ley que atribuye a cada uno su ración de trigo a bajo precio, y muy pronto de manera gratuita.[518] Esta medida va en una dirección diametralmente opuesta al programa de Tiberio Graco. Mientras lo que éste quería era multiplicar el número de propietarios independientes, he aquí que afluyen a Roma los últimos que quedaban, atraídos por las distribuciones gratuitas.

En lugar de generalizarse la independencia concreta de los miembros de la sociedad, la mayoría de ellos se convierten en «clientes» del poder público.

Para poder desempeñar sus nuevas funciones, el Poder tiene que construir un cuerpo administrativo distinto. Es el principado, que muy pronto contará con sus funcionarios permanentes y sus cohortes pretorianas.

Existe verdaderamente una república cuando el Poder no se presenta como un ser concreto, con sus propios miembros; cuando los ciudadanos pueden ser casi indiferentemente llamados a gestionar temporalmente los intereses comunes que todos conciben de la misma manera; cuando nadie quiere aumentar las cargas que todos soportan.

Por el contrario, hay un Poder, un Estado en sentido moderno, cuando el divorcio de los intereses individuales es lo suficientemente profundo para que la debilidad del gran número tenga necesidad de un tutor permanente y todopoderoso que se preocupe de su protección, el cual, por necesidad, se comportará como dueño y señor.

Actualidad del problema

Acaso alguien nos reproche que nos ocupamos demasiado de la historia antigua. En realidad, se trata de problemas de la máxima actualidad.

Existe una notable correspondencia o analogía entre la historia de los dos hermanos Graco y los dos Roosevelt.

El primer Graco, consciente de que la independencia concreta de la mayoría de los ciudadanos es la condición de su estima de las instituciones de la libertad, se propone combatir a una plutocracia que convierte a los ciudadanos en asalariados dependientes. Pero fracasa por el mismo egoísmo ciego de los poderosos que causó la caída de Tiberio Graco.

Roosevelt acepta el hecho consumado, asume la defensa de los parados y de los débiles, construye, apoyado en los votos y para su inmediato provecho, un edificio de Poder que recuerda de manera sorprendente la obra de los primeros emperadores romanos. El derecho individual —escudo de cada uno convertido en baluarte de unos cuantos— debe inclinarse ante el derecho social.

Cuando se capta la esencia del fenómeno, la historia política de Europa recibe una especial luz. Dejemos a un lado la evolución de las repúblicas italianas que, desde el patriciado a la tiranía, reproduce exactamente el proceso romano. No son estas repúblicas sino las monarquías las que han formado los Estados modernos, imprimiéndoles sus caracteres indelebles.

En la oscuridad de los tiempos merovingios se distingue vagamente la existencia de una importante clase de hombres libres. Pero el torbellino de aquellos tiempos los arroja a la dependencia de hecho —que se convierte en dependencia de derecho— de poderosos señores. Podemos concebir los reinos de la alta Edad Media como especies de vastas repúblicas sin fuerte trabazón, en las que la ciudadanía sólo pertenece a algunos grandes.

Pero ya sabemos que las oportunidades de mantener las instituciones de la libertad dependen de la proporción de miembros de la sociedad políticamente activos que se benefician de ellas. Por eso no debemos sorprendernos de que los reyes encontraran tan amplios apoyos para sustituir con su autoridad unas libertades que no beneficiaban sino a unos pocos al tiempo que representaban una opresión para la mayoría.

Esta lucha entre la monarquía y la aristocracia confunde a todos los historiadores que sienten la íntima necesidad de tomar partido. Algunos se inclinarán por la labor autoritaria de la monarquía que libera a los individuos de la servidumbre feudal, tendencia que describe así Albert de Broglie:

Hemos tenido ya, incluso en muy alto lugar, teorías de la historia de Francia muy coherentes y bien trabadas, en las cuales los elementos formaban un todo maravilloso. Según estos constructores de sistemas, los dos principios que han presidido siempre al desarrollo de Francia son también la culminación de sus aspiraciones, la Igualdad y la Autoridad. La mayor medida de igualdad posible protegida por la mayor autoridad imaginable, he ahí el gobierno ideal para Francia. Es lo que la corona y el Tercer Estado han intentado conjuntamente a lo largo de nuestras agitaciones. Suprimir los rangos superiores que dominan a la burguesía, y al mismo tiempo las autoridades intermedias que entorpecen la acción del trono, alcanzar así una completa igualdad y un poder ilimitado, tal es la tendencia final y providencial de la historia de Francia.

Una democracia regia, como alguien ha dicho, o, con otras palabras, un amo pero nada de superiores, súbditos iguales y nada de ciudadanos, nada de privilegios, pero tampoco de derechos, tal es la constitución que nos conviene.[519]

Otros historiadores, por el contrario, entusiasmados por las instituciones libertarias y antiabsolutistas, admirarán la resistencia aristocrática a la construcción del absolutismo. Sismondi, por ejemplo, observa que en la Edad Media «todos los verdaderos progresos de la independencia del carácter, de la garantía de los derechos, del límite que la discusión fija a los caprichos y vicios del poder absoluto, se debieron a la aristocracia de nacimiento.»[520]

Sólo la escena inglesa deja de proponer al espíritu este dilema, y ello debido a las particularidades históricas que De Lolme ha destacado oportunamente. Allí, en efecto, la autoridad monárquica fue al principio bastante fuerte y la seguridad de los ciudadanos suficiente para que la amplia clase de los hombres libres no se redujera a una estrecha casta.

Mientras en Francia las ambiciones reprimidas y las actividades explotadas por la libertad opresiva de los poderosos se coaligan bajo la bandera de la soberanía regia, en Inglaterra las fuerzas políticas de lo que ya puede llamarse «clase media» se reúnen en torno a los señores, considerados como «grandes» hombres libres, bajo la bandera de la libertad.

Este fenómeno es de una importancia decisiva: durante siglos y para siglos ha formado personalidades políticas muy diferentes en la isla y en el continente.

Formación histórica de los caracteres nacionales

En un célebre pasaje, John St. Mill compara los temperamentos políticos de los pueblos francés y británico:

Existen dos inclinaciones muy diferentes en sí mismas, con algo en común en que ambas coinciden en la dirección que imprimen a los esfuerzos de los individuos y de las naciones: una es el deseo de mando, la otra es la repugnancia a soportar el mando. El predominio de una u otra de esas disposiciones en un pueblo es uno de los elementos más importantes de su historia.[521]

Amparándose en una simple precaución de estilo, Mill hace el proceso a los franceses, que sacrifican su libertad, explica, a la mínima, a la más ilusoria participación en el poder:

Hay pueblos en los que la pasión de gobernar a los demás sobrepasa de tal modo al deseo de independencia personal, que los hombres sacrifican de buena gana la sustancia de la libertad a la simple apariencia de poder. Cada uno de ellos, como el simple soldado en un ejército, abdica con gusto de su libertad personal de acción en manos de su general, con tal de que el ejército sea triunfante y victorioso y él pueda preciarse de ser miembro de un ejército conquistador, aunque la idea de la parte que haya de tocarle en el dominio del pueblo conquistado sea pura ilusión.

A semejante pueblo no le entusiasma un gobierno estrictamente limitado en sus poderes y atribuciones, condición indispensable para limitar sus intromisiones y para permitir que la mayor parte de las cosas se desarrollen por sí mismas sin que el gobierno tenga que asumir la parte de guardián o director. A sus ojos, quienes poseen la autoridad difícilmente pueden pensar que tienen demasiado poder, dado que la propia autoridad está abierta a la competencia general. En esa situación, un hombre preferirá en general la oportunidad (por más remota e improbable que sea) de ejercer alguna porción de poder sobre sus conciudadanos a la certeza, para él y para los demás, de que no se ejercerá sobre ellos un poder innecesario.

Tales son los elementos de un pueblo de buscadores de puestos, un pueblo en el que la política está determinada sobre todo por la caza a la colocación; en el que se cultiva la igualdad pero no la libertad; en el que las confrontaciones de los partidos políticos no son otra cosa que luchas para decidir si el derecho de mangonearlo todo pertenecerá a una clase o a otra (acaso a un grupo de hombres públicos en lugar de otros); en el que la idea que se tiene de democracia es simplemente la idea de hacer que las funciones públicas sean accesibles a todos y no a un pequeño grupo solamente; en el que, finalmente, cuanto más populares son las instituciones más numerosos son los puestos que se crean, y más monstruoso es el supergobierno que todos ejercen sobre cada uno, y el ejecutivo sobre todos.[522]

Por el contrario, el pueblo inglés, según nuestro autor, «se levanta animoso contra todo intento de ejercer sobre él un poder que no esté sancionado por una larga costumbre o por su propia opinión del derecho; pero se preocupa muy poco, en general, de ejercer el poder sobre los demás». A los ingleses les gusta poco ejercer el gobierno, pero tienen o una auténtica pasión, que no se percibe en ningún otro país, de resistir a la autoridad cuando sobrepasa los límites establecidos».[523]

En la medida en que estas dos imágenes nos parecen expresar una verdad, ¿cómo explicaríamos semejante contraste? Por los caracteres adquiridos a lo largo de dos evoluciones históricas muy diferentes. En su calidad de guías de la clase media, los aristócratas ingleses, desde la Carta Magna, la han asociado a su resistencia a las intromisiones del Poder. De donde el general apego a las garantías individuales, la afirmación de un derecho independiente del Poder y oponible al mismo.

En Francia, por el contrario, la clase media se agrupó en torno a la monarquía para luchar contra los privilegios. Las victorias de la legislación estatal sobre la costumbre fueron victorias populares.

Y así vemos cómo los dos países entran en la era democrática con disposiciones totalmente distintas.

En uno, el sistema de la libertad, un derecho de las personas de origen aristocrático, se extenderá progresivamente a todos. La libertad será un privilegio generalizado. Por eso no es exacto hablar de la democratización de Inglaterra; más correcto es decir que los derechos de la aristocracia se extendieron a la plebe. La intangibilidad del ciudadano británico es la del señor medieval.[524]

En Francia, en cambio, el sistema de autoridad, la máquina absolutista construida por la monarquía borbónica, caerá en manos del pueblo considerado en masa.

Por un lado, la democracia será la extensión a todos de una libertad individual dotada de garantías seculares; por otro, la atribución a todos de una soberanía armada de una omnipotencia secular y que sólo reconoce a los individuos como súbditos.

Por qué la democracia extiende los derechos del Poder y debilita las garantías individuales

Cuando el pueblo interviene como actor principal en la arena política, se encuentra con un terreno que durante siglos ha sido campo de batalla entre la monarquía y la aristocracia, una de las cuales formó los órganos ofensivos de la autoridad, mientras que la otra fortificó las instituciones defensivas de la libertad.

Según que el pueblo, durante su larga minoría, haya puesto sus esperanzas en la monarquía o en la aristocracia, colaborado a la extensión o a la limitación del Poder; según que su admiración se haya tradicionalmente orientado a los reyes que ahorcan a sus barones o a los barones que hacen retroceder a los reyes, unos hábitos firmes, unos sentimientos inveterados le llevarán a continuar la labor absolutista de la monarquía o la labor libertaria de la aristocracia.

De este modo vemos cómo la Revolución inglesa de 1689 apela a la Carta Magna, mientras que, bajo la Revolución francesa de 1789 se multiplican los elogios a Richelieu, consagrado como «montañeses y jacobino».

Pero incluso allí donde poderosos recuerdos orientan el esfuerzo popular hacia la garantía de los derechos individuales, parece inevitable su giro a favor del Poder; su aliento vendrá tarde o temprano a hinchar las velas de la soberanía.

Este giro se produce por las mismas causas cuya presencia hemos apreciado en Roma. Mientras el pueblo de hombres libres que participan en el poder público está integrado únicamente por personas que tengan intereses individuales que defender, y por consiguiente aprecien los derechos subjetivos, la libertad les parecerá preciosa y el Poder peligroso. Pero cuando este «pueblo político» está integrado por una mayoría de personas que nada tienen o creen tener que defender, y al que le repugnan las excesivas desigualdades de hecho, entonces se empieza a apreciar únicamente la facultad que la soberanía confiere para subvertir una estructura social inicua: es la hora del mesianismo del Poder.

Así lo entendieron Luis Napoleón, Bismarck y Disraeli. Estos grandes autoritarios comprendieron que, extendiendo el sufragio al mismo tiempo que se restringía la propiedad, preparaban con la apelación al pueblo el crecimiento del Poder. Era la política cesarista.

¡Qué insensato es remitir el juicio de los acontecimientos a la posteridad cuando los contemporáneos son a menudo mucho más clarividentes! Los de Napoleón III comprendieron perfectamente que no era ilógico instituir, por un lado, el sufragio universal y fomentar por otro la concentración de fortunas y la acentuación de la desigualdad social.[525]

Tres son las cosas que importan al cesarismo. La primera y más necesaria es que los miembros de la sociedad que de antiguo disfrutan de la libertad pierdan su crédito moral y se vuelvan incapaces de comunicar a los que vienen a compartir esa libertad una actitud altiva ante el Poder. Tocqueville ha destacado el papel que a este respecto desempeñó en Francia la completa erradicación de la antigua nobleza:

Con la erradicación de la nobleza se ha privado a la nación de una porción necesaria de su substancia y causado a la libertad una herida que jamás se cerrará. Una clase que durante siglos ha estado en primera línea, que en este prolongado uso de la grandeza ha adquirido una cierta altivez de corazón, una confianza natural en sus fuerzas, un hábito de ser objeto de imitación que la convierte en el punto más resistente del cuerpo social, no sólo tiene costumbres viriles, sino que aumenta con su ejemplo la virilidad de las otras clases. Cuando se la extirpa, se enerva incluso a sus enemigos. Nada puede reemplazarla, y tampoco ella misma sería capaz de renacer; puede recuperar los títulos y los bienes, pero no el alma de sus mayores.[526]

El segundo factor que necesita el cesarismo es la aparición de una nueva clase de capitalistas, que no goza de autoridad moral alguna y a la que su excesiva riqueza divorcia del resto de los ciudadanos. El tercer elemento, en fin, es la fusión de la fuerza política con la debilidad social en una amplia clase de dependientes.

De este modo, haciéndose cada vez más ricos y creyéndose por ello más poderosos, los «aristócratas» de la promoción capitalista, despertando el resentimiento de la sociedad, resultan incapaces de convertirse en sus líderes contra las incursiones del Poder, al tiempo que la debilidad popular busca naturalmente un recurso en la omnipotencia estatal.

Desaparece así el único obstáculo con que puede tropezarse la política cesarista: un movimiento de resistencia libertario emanando de ciudadanos que poseen unos derechos subjetivos que defender, guiados naturalmente por hombres eminentes a quienes designa su prestigio, sin que una insolente opulencia los descalifique.

Capítulo XVIII

Libertad o seguridad

La historia de la sociedad occidental se interpretó en el siglo pasado como un progreso ininterrumpido de los pueblos hacia la libertad.

En una primera época, los hombres, atados por los lazos de la más estricta dependencia y explotación de sus amos inmediatos, se fueron liberando progresivamente gracias a la lucha entre estos dominadores y el poder político.

En una segunda etapa, más o menos desligados de sus señores, gozan de cierta libertad civil bajo la protección de un Estado situado muy por encima de todo poder social. Queda entonces por transformar a ese amo supremo de la sociedad en su servidor. Y tal es precisamente el objeto de la democracia, la cual, una vez realizada, aporta la libertad política, es decir que ya no se obedece a unos amos sino a administradores colocados por los propios administrados para la realización del bien común.

Este proceso de liberación material va acompañado de un proceso de liberación espiritual. En lugar de estar sometidos, como en el pasado, a imperativos de creencia y de conducta, los hombres se sacuden estas supersticiones: se convierten en árbitros de lo que deben creer y de la forma en que deben obrar.

Tales eran las convicciones del siglo XIX, que todavía perduran en ciertas mentalidades.

Pero el observador de su tiempo registra hoy una evolución diferente. El Poder, reconstituido para servir a la sociedad, es realmente su dueño, tanto más indiscutido cuanto que pretende emanar de ella, y tanto más irresistible cuanto que no encuentra ningún poder fuera de él que sea capaz de frenarlo. El derrocamiento de la antigua fe, que vinculaba al propio Estado, ha dejado un vacío de creencias y de normas que permite al Poder dictar e imponer las suyas. La apelación al Estado contra los explotadores del trabajo humano conduce a ponerse en su lugar. De suerte que se va en la dirección de la unificación del mando político y del económico, reunidos en la misma mano; es decir, a un imperium absoluto que nuestros antepasados ni siquiera hubieran imaginado, y del que no se encuentra nada parecido sino al final de otras civilizaciones, como la egipcia.

En la cima de nuestra sociedad hay unos gobernantes que, para armonizar los actos de los súbditos, velan por la armonización de las ideas. En la base, una muchedumbre que, en su conjunto, es dócil, creyente y trabajadora, que recibe del soberano sus consignas, su fe y su pan, que se halla en una especie de servidumbre respecto a un amo inmensamente distante e impersonal.

La proposición de que este estado de servidumbre pública es el inevitable punto culminante de la secuencia histórica formada por las sucesivas etapas de una civilización puede apoyarse en más argumentos que los empleados para demostrar la interpretación de un proceso hacia la libertad. Pero sería demasiado arriesgado afirmar que la secuencia es convergente en el sentido de que tenga un punto culminante. Nada sabemos al respecto, y son pocas las civilizaciones que conocemos en su desarrollo sucesivo para que podamos pretender superponer sus historias.

Constatamos sólo que toda sociedad que ha evolucionado hacia un estado de libertad individual se aparta bruscamente de él cuando parece estar a punto de alcanzarla. Y lo que nos interesa averiguar son las causas del fenómeno.

El precio de la libertad

El lenguaje tiene la misteriosa virtud de poder expresar más verdades que las que el hombre puede concebir claramente. Así, decimos: «La libertad es el bien más preciado», sin explicitar todos los datos sociales que esta fórmula encierra.

Un bien que tiene un alto precio no es un bien de primera necesidad. El agua no tiene precio alguno, y el pan un precio módico. Un precio elevado lo tiene, por ejemplo, un Rembrandt, y sin embargo esta realidad preciosa entre todas la desean muy pocas personas, y nadie le prestaría la menor atención si las circunstancias le privaran de pan y de agua.

Las cosas preciosas tienen, pues, este doble carácter de ser realmente deseadas por poca gente y de serlo sólo cuando han quedado ampliamente satisfechas las necesidades primarias. En esta perspectiva debe considerarse la libertad. Tal vez una fábula podrá ayudarnos a comprenderlo.

Un hombre vaga por la jungla esperando su comida del éxito incierto de la caza, amenazado a su vez por las bestias feroces. Pasa por allí una caravana. Nuestro hombre corre hacia ella y descansa feliz en la seguridad del número y en la abundancia de provisiones. Convertido en el más dócil servidor del jefe, llega conducido por éste a la ciudad y disfruta primeramente de sus maravillas. Pero, acostumbrado rápidamente a su seguridad, se apercibe de pronto de que es esclavo y aspira a recobrar su libertad, que finalmente consigue. Pero inmediatamente irrumpen unas tribus nómadas que asaltan la ciudad, se dan al pillaje, queman y matan todo lo que encuentran por delante. Nuestro hombre huye al campo, se refugia en una fortaleza en la que un señor alberga a animales y personas; dedica todas sus fuerzas de trabajo a este protector como precio por la salvación de su vida.

Un poder fuerte restablece el orden, y nuestro hombre no tarda en lamentarse de las cargas señoriales, las convierte en tributo de dinero que va disminuyendo progresivamente, y pretende convertirse en propietario independiente. 0 bien se dirige a la ciudad, donde trata de alquilar a su gusto su fuerza laboral, o de montar un negocio que le convenga. Entonces se desencadena una crisis económica. Como agricultor o empresario, no consigue vender sus mercancías al precio calculado. Si es obrero, se le manda a la calle. Busca de nuevo un amo que le asegure el sustento regular, ya sea comprándole una determinada cantidad de su producto a un precio convenido, ya sea garantizándole la estabilidad de su empleo y su salario.

Así, en el personaje de nuestro apólogo, la voluntad de ser libre se esfuma en caso de peligro y se reanima una vez satisfecha la necesidad de seguridad.

La libertad es sólo una necesidad secundaria respecto a la necesidad primaria de seguridad.

Conviene, pues, dedicar alguna atención a la idea de seguridad. La complejidad de esta idea salta a la vista, por lo que resulta más fácil examinar su contraria, la inseguridad, que podemos definir como el sentimiento punzante de estar amenazados por un acontecimiento desastroso. Inmediatamente se aprecia que la inseguridad es función de tres variables. Ante todo, ¿qué es un acontecimiento desastroso? Para unos, una simple pérdida de dinero; para otros, ni siquiera la muerte representa un desastre. Así, según la grandeza de ánimo, el número de acontecimientos desastrosos es más o menos amplio. Consideremos un individuo para el que un determinado número de acontecimientos son desastrosos. Según la época en que vive y según su condición, las probabilidades de que se produzca uno u otro de esos acontecimientos son más o menos numerosas. La probabilidad de muerte violenta no es la misma en la época de las invasiones bárbaras que en el siglo XIX. Pero el hombre no valora los riesgos según su valor matemático. Si es de temperamento sanguíneo, los subestima; si es nervioso, los exagera.

Podemos, pues, representarnos el sentimiento de inseguridad como una función que adquiere para cada miembro de una sociedad, en un momento dado, valores diferentes, según el número de cosas que teme, la probabilidad matemática de uno u otro de esos acontecimientos, y su propensión a exagerar o infravalorar esta probabilidad. Cuanto mayor sea el sentimiento de inseguridad, más deseará el individuo ser protegido, y mayor también el precio que estará dispuesto a pagar por esta protección.

El sentimiento de seguridad es, como hemos dicho, lo contrario de este valor en principio medible. Y cuanto más fuerte sea este sentimiento, más fuerte será también la voluntad de libertad.

«Ruunt in servitutem»

En todo momento existen, en cualquier sociedad, individuos que no se sienten bastante protegidos y otros que no se sienten bastante libres. Podríamos llamar a los primeros securitarios y a los segundos libertarios.

Salta a la vista que este razonamiento nos lleva a corregir las hipótesis que antes avanzábamos sobre las relaciones del Poder con las fuerzas sociales. Los puestos de mando sociales pueden corresponder por sucesión a securitarios, que no pararán hasta que hayan cambiado la independencia de que podrían gozar por una garantía concedida por el Estado. Volveremos sobre las consecuencias de este fenómeno.

También es claro que, según los países y a igualdad de riesgo, el espíritu de libertad estará más extendido allí donde la gente sea más altiva o incluso, simplemente, donde más abunden los temperamentos sanguíneos. Si una educación más permisiva debilita los caracteres, o si un género de vida diferente desarrolla la ansiedad sin queaumenten los riesgos reales, la proporción de securitarios se elevará. Es lo que ocurrió en la segunda mitad el siglo XIX, de lo que el desarrollo de los seguros sería un síntoma.

Si, finalmente, aumenta de pronto la probabilidad real de acontecimientos funestos, la sociedad casi en su totalidad podría hacerse securitaria.

Por esta razón los hombres libres de los siglos VIII al X apreciaron tan poco su libertad. Buscando un brazo fuerte que los protegiera del peligro sarraceno, normando o magiar, se afanaron en construir con sus manos la ciudadela en que sus descendientes permanecerán siervos durante siglos. Sólo algunos temerarios se arriesgaron fuera del dominio del señor y, como traficantes aventureros, crearon las fortunas y las dinastías del patriciado mercantil. Se precisará el calor creciente de la seguridad regia para que el iceberg de la servidumbre feudal pierda sucesivamente sus elementos más capaces de virilidad, que formarán la burguesía de las ciudades, al tiempo que el resto seguirán por algún tiempo atrapados en los lazos feudales.

La historia de la clase intelectual revela lo mucho que la inseguridad entraría de enfeudamiento.

El asesinato de Arquímedes en el asedio de Siracusa simboliza la suerte de los intelectuales en épocas de violencia. Cuando una sociedad antigua es invadida por bárbaros, o las pasiones despiertan en la misma la barbarie durmiente, las primeras víctimas son indefectiblemente los intelectuales.

¿Qué hacer entonces? Cuando el imperio romano se derrumba, acuden presurosos a la Iglesia. Salvan asi su vida y, debido a la munificencia de los nuevos amos, gozan además de una opulencia rápidamente creciente. Durante más de medio milenio, todo intelectual será hombre de Iglesia. Y no es cierto que todo intelectual fuera creyente, pero una disciplina intelectual y social era el precio de su seguridad.

A medida que la seguridad física parece estar mejor garantizada, algunos se arriesgan fuera del ámbito tutelar. Pero la gran mayoría de los intelectuales continúa en esta familia que les ofrece una manutención segura. Así, todavía en el siglo XVIII hombres como Condillac y Sieyés son clérigos.

De la arquitectura social

Cuando se conciben los sentimientos libertario y securitario como cantidades mensurables de signo contrario, se puede describir una sociedad cualquiera, tomada en un momento cualquiera de su existencia, como una multitud de puntos —cada uno de los cuales corresponde a un individuo— que pueden escalonarse según su índice libertario.Los más securitarios se situarán en la parte inferior, los libertarios en la parte superior y los demás según el grado de sus aspiraciones a la libertad y de sus necesidades de seguridad. Esta figura puede tomar el aspecto general de una pirámide o de un huso. Sea como fuere, habrá en todo caso un escalonamiento de capas horizontales, dividiendo así a los individuos en categorías según sus disposiciones; categorías que podemos denominar a, b, c, etc., comenzando por arriba.

Pero, siempre representando a los miembros de la sociedad por puntos, podemos también distribuir estos puntos según otro principio: su posición en la sociedad. La posición social es algo lógicamente indefinido, pero que se siente fuertemente. Por el momento no nos ocuparemos de definir esta idea y, dejándonos llevar únicamente por las impresiones, trazaremos otra figura del escalonamiento social según las condiciones. También aquí podemos distinguir diversas capas, vulgarmente llamadas clases, que ahora podemos denominar A, B, C, etc.

Si ahora acercamos ambas figuras, ¿qué nos sugiere la aproximación? ¿Habrá correlación entre las clases y las categorías, de modo que A corresponda a a, B a b, etc.?

Ciertamente no habrá una correlación absoluta. No todos los A, orgullosos de su posición, desdeñarán toda forma de protección, ni todos los Z, aterrados de su impotencia, se afanarán en obtener asistencia. En cada clase y para cada sociedad habrá un cierto grado de correlación.[527]

Es evidente que la correlación será máxima en un conjunto social en formación, o que acaba de sufrir un vuelco completo. En tales ocasiones es cuando los caracteres más audaces despliegan su energía. Al aceptar todos los riesgos y tomar todas las iniciativas, se convertirán en jefes. Mientras que, por el contrario, los pusilánimes buscarán una protección, un apoyo, y su sometimiento dará la medida casi exacta de sus temores.

Una sociedad así es muy desigual, pero sin embargo se puede hablar de equilibrio social, ya que las libertades de que se disfruta se corresponden con los riesgos que se asumen.

Este equilibrio pronto, e inevitablemente, se rompe. Es propio de la naturaleza humana consolidar en derechos subjetivos las situaciones adquiridas, monopolizarlas, transmitirlas. Sin duda que el ejemplo, la educación, tal vez la herencia —de la que aún sabemos tan poco— tienden a hacer que cada clase conserve sus rasgos propios.Pero no tan completamente que no aparezcan por abajo temperamentos libertarios, mientras que en la parte superior se van perfilando de forma cada vez más nítida rasgos securitarios. De tal modo que el escalonamiento de las situaciones no corresponde ya al de los caracteres. El grado de correlación disminuye y el equilibrio social se esfuma. Éste podría mantenerse mediante una perfecta fluidez social que permitiera la elevación de unos y procurara el descenso de otros. Pero, como hemos dicho, un poderoso instinto adquisitivo y conservador tiende a estabilizar los niveles y a impermeabilizar las barreras.

Podemos imaginar fácilmente las combinaciones que pueden producirse. Cabe que las clases superiores logren producir durante mucho tiempo caracteres enérgicos mediante una educación severa y un riguroso proceso de exclusión. Es lo que ocurrió en Esparta. Cabe también que, aun conservando el escalonamiento, se abran ampliamentea las energías nuevas, según puede apreciarse en cierta época de la historia romana y en cierta época de la historia inglesa. La Edad Media, hasta aproximadamente San Luis, nos ofrece el ejemplo más sorprendente. Un señor que llevaba a la guerra a los más valientes de sus «hombres habituales» hacía caballero al siervo que había demostrado su valor. La verdadera nobleza feudal no tiene otro origen. Más tarde, con el desarrollo de las actividades económicas, la nobleza podía adquirirse por medio de la riqueza. Bastaba con comprar un feudo noble, cumplir personalmente las obligaciones militares y demostrar que se había «vivido noblemente» desde hacía tres generaciones, para que la condición de noble fuera incontestable.

El ascenso social puede producirse también por la vía del Poder. Pero este modo de renovación de las capas superiores es con mucho el menos indicado para reavivar las virtudes libertarias.

Poder y promoción social

En la imagen que nos hemos formado de la arquitectura social el cuerpo del Estado no interviene. Con bastante razón, ya que en una sociedad naciente o totalmente renovada no puede haber un poder político distinto del poder social. La autoridad política no puede constituirse sino con el concurso de quienes espontáneamente han accedido a los puestos de mando. Un poder que no se apoyara en ellos carecería de fuerza, y sello tendría su apoyo al precio de su concurso a sus decisiones.

Esta confusión del Poder político con los poderes sociales no es perpetua. Desaparece de diversas maneras, pero sobre todo si surge un «jefe de jefes» que quiere someter a sus pares, un rey. Ya hemos visto que entonces él busca la alianza de las clases inferiores; pero hay que precisar que se apoya en los elementos más vigorosos de esas clases, en aquellos cuya situación no corresponde a sus energías. Cuanto más difícil resulta el paso de una clase a otra, mayor es la impaciencia deestos elementos en busca de una salida; salida que el monarca les ofrece tomándolos a su servicio. Su vigor potencia el cuerpo del Estado, con lo que aparece un primer fenómeno: el avance del Poder político en detrimento de los poderes aristocráticos. Le acompaña un segundo fenómeno, que ya hemos descrito: para debilitar la resistencia aristocrática, el Poder tiende a disminuir la influencia de los poderosos sobre quienes dependen de ellos. Resulta para éstos un cambio de estado. Es ciertamente lamentable tener que estar a la merced de un solo amo. Pero cuando dos se disputan la dependencia del individuo, el señor y el Estado, esta interferencia produce cierta libertad. No ciertamente la libertad que resulta de la propia afirmación, sino una libertad de inferior calidad, libertad por interferencia, la únicacompatible con el espíritu securitario.

El tercer fenómeno es la progresiva invasión de las capas sociales altas por elementos procedentes de abajo, que ascienden por la vía del Estado y que, enriquecidos en el servicio, se apartan luego de él.

Estos nuevos aristócratas están lejos de presentar los caracteres de los primeros, o de aquellos que subieron por sus propios medios los sucesivos escalones de la sociedad. Una cosa es progresar por méritos propios y otra ser promovido por el favor de un amo. Un pirata como Drake, enriquecido por sus correrías, y cuyo ennoblecimiento no fue más que el reconocimiento de su importancia, se lo debe todo a sí mismo, y es un aristócrata muy distinto del funcionario públicoque ha hecho carrera en los despachos, con frecuencia gracias más a su adaptabilidad que a su energía.

No podemos formular aquí una regla absoluta. El funcionario puede haber desplegado las cualidades más viriles. Pero también con frecuencia, como sucedió en el Bajo Imperio Romano, se trata sólo de alguien que ha recobrado la libertad pero conservando los caracteres de su primitiva condición. Y como reclutada de estos liberados, la clase alta del Bajo Imperio carecía de orgullo e independencia.

La aristocracia francesa a finales del antiguo régimen se resentía también del modo en que se elevaron la mayoría de sus miembros, como lo demuestra el sorprendente retrato que Saint-Simon traza de Pontchartrain.

Clase media y libertad

La degeneración interior, la renovación por las aportaciones de temperamento insuficientemente libertario, transforman el tono de una aristocracia, en la que acaban dominando los elementos securitarios.

La historia social no ofrece otro espectáculo más lamentable. En lugar de mantener su situación por la propia fuerza y prestigio, como hombres que están siempre dispuestos a tomar iniciativas, responsabilidades y riesgos ante los que retrocederían los demás miembros de la sociedad, los privilegiados, cuya función consiste en proteger, tratan de ser protegidos. Y ¿quién se encuentra en una posición bastante elevada para protegerlos? El Estado, al que piden que defienda las posiciones que ellos son incapaces de defender por si mismos y, por lo tanto, indignos de ocupar.

Fue en la época en que la nobleza francesa, reclutada por la compra de cargos públicos, no era ya capaz de destacar en la guerra, cuando trató de que la ley le reservara los puestos de oficiales. Cuando a los mercaderes que navegaban con todo su capital, como Simbad, suceden comerciantes prudentes, éstos aspiran a que las naves del rey aseguren a sus viajantes el derecho exclusivo de frecuentar tal o cual costa lejana que sus antepasados se habrían reservado a cañonazos.

¿Cómo unos hombres cuya fuerza se basa en la garantía y apoyo que el Poder les presta podrían mantener frente a él la altiva independencia que constituía el honor de la antigua aristocracia? Carentes de fuerza propia, ya no sostienen al Poder, y como no le sostienen, son también incapaces de limitarle. Las ideas de aristocracia y libertad se disocian.

Es en la clase media donde entonces residen las aspiraciones libertarias. Podríamos definirla diciendo que está integrada por quienes poseen suficiente fuerza social para no tener que precisar de ninguna protección particular y para desear la más amplia libertad, pero que, por otra parte, no tienen bastante fuerza para que sus libertades puedan resultar opresivas.

Esta clase sólo puede desarrollarse una vez que la seguridad general ha alcanzado determinado nivel, ya que en una completa inseguridad los elementos sociales tienen que reunirse en agregados suficientemente grandes, y entonces surgen las señorías. Sólo más tarde, cuando el Poder público se ha afianzado, se precisan menos fuerzaspara mantener una existencia independiente. Llega entonces la hora de la clase media.

Ésta se convierte, como ya subrayo Aristóteles, en el elemento más importante del cuerpo social. Es lógico que se alíe con el Poder si tiene que disciplinar a una aristocracia que usa de su poderío de manera desordenada. Y lo mismo hace con la aristocracia cuando el Estado pretende aplastar la libertad.

Sus intereses específicos la hacen campeona de una república en la que el orden, necesario para mantener su seguridad, se hace compatible con la tolerancia necesaria para la práctica de la libertad. Esta clase se ajusta tan bien a un régimen moderado, que éste no dejará de establecerse allí donde ella florece, ni de flaquear cuando desaparece. Es una verdad bastante conocida que cuando esta clase de la población romana quedó diezmada y proletarizada por las guerras, la república ya no fue viable.

Podemos afirmar con la misma seguridad que su naufragio es la causa próxima de los despotismos modernos. A medida que la inflación iba destruyendo la independencia que hacía posible la seguridad y el liberalismo burgueses, hicieron su aparición las tiranías.

Nivel o niveles de libertad

Podemos tomar las cosas de más lejos. Como hemos dicho, esta clase tiene una posición tan segura que no puede desear sino la libertad.

Supongamos que es dueña del Poder. Tiene entonces la opción de tomar para sí la libertad sin generalizarla y proporcionar a las capas inferiores la seguridad que necesitan, permitiendo por lo además e incluso facilitando el paso de la zona securitaria a la zona libertaria; o bien extender esta libertad a todos. Sabemos que en los siglos XVIII y XIX optó por la segunda política.

Pero al extender a todos el grado de libertad que le es propio, privaba —como necesaria consecuencia— a las clases situadas por debajo de ella de los medios de protección que a ella le eran innecesarios. Hay aquí un nexo lógico bastante evidente, pero su desconocimiento es tal que debemos detenernos un momento a aclararlo.

Un ejemplo podrá ayudarnos. Uno de los aspectos más importantes de la libertad es la libertad contractual. Es propio de la dignidad del hombre libre poder comprometerse y obligarse por un acto de voluntad. Así lo entendían los romanos, que empleaban el mismo término, leges, para designar las leyes, obligatorias para todos, y los contratos, obligatorios para las partes. La misma idea se encuentra en nuestro código civil, según el cual el contrato es la ley de las partes.Discurriendo de manera irrefutable sobre estas materias, los juristas han defendido que, al estar el trabajador ligado por su propio contrato, la huelga constituye una ruptura unilateral del mismo, por lo que el patrono tiene derecho a reclamar daños y perjuicios. Incluso en nuestros días, el ilustre Duguit ha renovado esta demostración de manera perentoria. Pero las consecuencias de esta lógica eran inaceptables, en cuanto demasiado duras para los asalariados, como tambiénera demasiado duro dejar a su cargo todo accidente de trabajo no imputable al patrono; y, sin embargo, así deberían haber ido las cosas, al tratarse de relaciones entre dos hombres libres, cada uno de los cuales debe soportar las consecuencias de su torpeza o su mala suerte.

Se ha desarrollado toda una legislación social para proteger al trabajador y para conferirle privilegios. Y las clases superiores, llamadas a soportar esta carga, no podían en justicia protestar contra ello, puesto que de este modo se iba consolidando el estatuto securitario que siempre será necesario al gran número. Pero al mismo tiempo parece que no se apreció suficientemente la contrapartida de esta política securitaria, que condujo a discriminar entre los hombres considerados libresy a rechazar para la multitud los riesgos, las responsabilidades y, como lógica consecuencia, los honores de la libertad.

Una aristocracia securitaria

Esta huida ante las obligaciones de la libertad ha sido menos notoria debido a que en el otro extremo de la escala social se produjo el mismo fenómeno, aquí sin la excusa de la necesidad.

Si a una aristocracia que dispone de grandes medios y de una gran libertad le incumbe el deber de evitar el abuso y el desorden mediante una estricta disciplina de sus costumbres, entonces jamás aristocracia alguna ha burlado tan a fondo su misión como la que ha surgido en el seno de la clase propietaria. Si una aristocracia traiciona su función cuando se hurta a los riesgos y responsabilidades y busca sólo la seguridad de sus posesiones y de su posición, entonces ninguna aristocraciaha desertado más rápidamente que la aristocracia capitalista.

¿Qué es lo que ha sucedido? Mientras que en los comienzos del siglo XIX había un gran número de propietarios cada uno de los cuales corría los riesgos inherentes a su particular empresa, a finales de siglo se impuso una clase mucho más restringida que, por el mecanismo de la sociedad anónima y del mercado financiero, gobernabaempresas gigantescas y dominaba las actividades económicas. Una aristocracia, sin duda, pero sin el honor que distinguió a la aristocracia y dirigió sus acciones por caminos bien ordenados; una nueva aristocracia atenta a separar del mando la responsabilidad, de la que se desentendía, y los riesgos, que descargaba sobre sus accionistas.

Apenas puede negarse que la pequeña aristocracia capitalista fue menos dura con sus empleados que la amplia clase propietaria que la precedió. Sin embargo, no hay que extrañarse de que despertara más rencor y odio. Y es que los hombres aceptan cualquier amo con tal de que se muestre duro consigo mismo y valeroso. Los legionariosromanos no murmuraban cuando el cónsul, que les había dado sin cesar ejemplo de su valor, se apropiaba de una parte leonina del botín. Pero difícilmente se toleraba que las intrigas de la ciudad permitieran a ciertos hombres hábiles apropiarse de la mayor parte del ager romanus.

Del mismo modo, el burgués que dedicaba toda su fortuna y su tiempo a un negocio que llevaba su nombre y en el que comprometía su felicidad, merecía todos los respetos. Pero no ocurría lo mismo bajo el régimen del anonimato.

Todos los medios eran buenos para la nueva aristocracia con el fin de librarse de los riesgos. Y poco a poco, siguiendo el eterno procedimiento securitario, iba monopolizando las situaciones adquiridas, apuntalándolas en el poder estatal. Cuando llega la tormenta, cunde el pánico entre estos potentados, y en nombre del interés general piden al Poder que los ayude y los salve.

Desaparición del elemento libertario

Cuando sobrevino la gran crisis de entreguerras, los proletarios estaban a punto de conseguir una seguridad miserable, cuya expresión era el subsidio de desempleo. Los aristócratas se habían procurado otra, más dorada, en el apoyo del Estado. Quedaba una clase media, que había sido ya, según los países, casi o totalmente proletarizada por la inflación y que quedó afectada por la gran ola de la inseguridad. Fue un cataclismo que desmintió la sabiduría secular.

Se consideraba verdad indiscutible que un hombre despierto y hábil siempre encuentra trabajo. Y, sin embargo, los ingenieros más cargados de diplomas, así como los más humildes trabajadores, han de oír que no se tiene necesidad de ellos. Tras la humillación del paro se va imponiendo progresivamente la idea de que encontrar trabajoes cuestión de suerte o de enchufe.

Otro adagio, consagrado por las generaciones sucesivas, afirmaba que producir más equivale a elevar el propio nivel de vida. Pero al cosechero de vinos, al pescador y a tantos otros se les dice ahora que el aumento de producción puede reducir las ganancias, y que la reducción puede aumentarlas.

Finalmente, se tenía por demostrado que la privación presente equivalía a asegurar para sí y los suyos un futuro mejor. Pero nuevas devaluaciones completan la lección de la guerra y se burlan de la previsión individual; contra toda razón, los préstamos concedidos enriquecen al deudor y empobrecen al acreedor.

Se abandona toda una ciencia de la vida, sencilla pero que hasta entonces había sido suficiente. Imaginemos una multitud de pescadores cada uno con su barca. De pronto, la marea, el viento, el pescado, se comportan de la manera más enloquecida y desbaratan toda previsión. ¿Qué sucederá entonces?

He aquí lo que realmente sucedió. Se descubrió la existencia de sectores guarecidos; se vio al funcionario colocado en su puesto y seguro de su pensión; se vio a la gran empresa monopolizadora de un servicio público mantener e incluso aumentar sus beneficios ordinarios. Era, pues, lógico que la muchedumbre desorientada se precipitara hacia esos sectores seguros. Y como en ellos no había lugar para todos, era también lógico que la gente deseara que la protección se extendiera también a sus propios sectores de actividad.

El «pactum subjectionis»

El rasgo psicológico característico de nuestro tiempo es el predominio del temor sobre la confianza en sí mismo. El obrero tiene miedo de quedarse sin trabajo, miedo a una vejez sin ahorro. Por eso reclama lo que hoy se conoce como «seguridad social».

No menos asustadizo se muestra el banquero. Teme perder sus inversiones y emplea los capitales de que dispone en fondos del Estado, satisfecho con percibir sin esfuerzo la diferencia entre el interés que producen los títulos y el que paga a sus depositantes. Todos los individuos, todas las clases tratan de apoyar su existencia individual en el Estado, tienden a tomarle por asegurador universal. El presidente Roosevelt se reveló perfecto psicólogo cuando definió como «los nuevosderechos del hombre» el derecho del obrero a recibir un puesto de trabajo con un salario constante, el derecho del productor a vender cantidades estables a un precio estable, etc. Tales son, en efecto, las aspiraciones securitarias de nuestro tiempo.

Se le otorgan al hombre estos nuevos derechos como algo que viene a completar los que proclamara el siglo XVIII. Pero la más ligera reflexión revela que en realidad lo que hacen es contradecirlos y anularlos; que al decretar la libertad, se hacía al hombre único dueño de sus actos cuyos resultados el Estado no podía garantizar y con cuyas consecuencias sólo el individuo tenía que pechar; que, por el contrario, para garantizar al hombre determinados resultados es necesario que el Estado asuma el control de sus actividades; que en el primer caso se concibe al hombre como mayor de edad, emancipado y expuesto al azar de la vida, mientras que en el segundo se trata de sustraerle a ese azar, se le trata como a un incapaz, se le pone bajo tutela. De modo que, en definitiva, las promesas actuales cierran un ciclo que se inició con las declaraciones de entonces. La libertad recibida se restituye a cambio de una seguridad que se desea recibir.

El espíritu humano tiene, como el corazón, una necesidad de afecto que le lleva a las mismas debilidades. No quiere ver en un mismo fenómeno más que los aspectos que le halagan y le exaltan, no los que le molestan y afligen. Disocia lo que en la vida es inseparable, celebra la causa y condena el efecto, aplaude el fin y repudia los medios, afirma una idea y niega su corolario. Así, los derechos del hombre nos llenan de exaltación, pero la ferocidad burguesa de la sociedad en tiempos de Luis Felipe, tan indiferente para con el parado, tan cruel con el quebrado, hiere nuestra sensibilidad. Nos negamos a reconocer en ello dos manifestaciones estrechamente ligadas a un mismo genio.

El genio de una clase que, deseando emplear plenamente sus energías, desea echar abajo todas las barreras que se oponen a su actividad, como ese gigante que aparece en el frontispicio de un célebre panfleto[528] con esta leyenda: «Quitadle las cadenas y dejazle libre.» Quería que todos los obstáculos desaparecieran de la arena social, sin pararse a pensar si por ventura no fueron necesarios como barandillas y útiles como protecciones. Decretó que sólo el hombre puede dirigir su conducta, que él solo es el autor de su suerte; pero una vez emprendida la carrera, la regla no podía ser otra que la formulada por el encolerizado Carlyle:[529] «Cada uno para sí y que el diablo se lleve a los rezagados.»

La plenitud de la libertad implicaba la plenitud del riesgo. No podía haber para los débiles ningún socorro, desde el momento en que no había para los fuertes ninguna restricción. Era la «lucha por la vida», idea que sabemos no le fue sugerida a Darwin por el espectáculo de la naturaleza, sino que, por el contrario, la tomó de los filósofos individualistas.

Este régimen haría sentir toda su dureza a quienes partían con desventaja, es decir a los proletarios. La asignación de un mismo grado de libertad a todos los miembros de la sociedad, así como una misma ausencia de protección, tenían que producir una insoportable inseguridad para los peor situados. Fueron éstos los primeros en protestar contra el derecho común de la libertad y en reclamar disposiciones protectoras.

Pero también se derrumbaron a su vez los que se creían fuertes. La sociedad en su conjunto acabó reclamando seguridad. Una seguridad que tenía su precio. Tal es la razón de que hoy asistamos a lo que los antiguos autores denominaron pactum subjectionis: los hombres entregan al Estado sus derechos individuales para recibir de élunos derechos sociales.

Seguridad social y omnipotencia estatal

No es necesario demostrar que cuando se busca la seguridad lo que se encuentra es el Estado totalitario. Los hechos saltan a la vista.

En dos países de tradiciones políticas opuestas, dos hombres que no se podría imaginar más diferentes, fueron llevados simultáneamente al Poder por la misma aspiración securitaria de un pueblo trastornado por la crisis. Pues bien, si tenemos en cuenta el radical contraste de ambas naciones y ambos dirigentes, no deja de sorprenderla observación de que el papel de salvador asumido por el Poder ha justificado, lo mismo en Estados Unidos que en Alemania, un espectacular avance del Estado, que se traduce en la misma proliferación burocrática, el mismo triunfo de la autoridad central sobre las autoridades regionales, la misma subordinación de las decisiones económicas a la decisión política.

Es cierto que el proceso no fue tan lejos en Estados Unidos como en Alemania. Pero también ¡qué diferencia en el punto de partida! En el caso de Alemania, un Estado federal se convirtió en Estado unitario, si bien el principio unitario estaba ya implícito en el predominio de Prusia en el Reich. Mientras que Washington no gobernaba directamente sino en el distrito de Columbia. La fuerza y la vitalidad de los gobiernos de los estados eran tales, que su subordinación, en el espacio de unos años, tiene algo de milagroso.[530]

Estados Unidos era un país que no conocía el servicio militar, donde existía la tradición de elegir a los funcionarios, donde el Poder estaba sometido al control de los tribunales. ¿No es sorprendente que en el lapso de unos años pudiera reducirse prácticamente a la nada todo este control, se pudiera edificar una burocracia gigantesca e investirla de los más amplios derechos, pues existen servicios particulares habilitados simultáneamente para dictar normas —poder legislativo—,aplicarlas —poder ejecutivo— y condenar a los delincuentes —poder judicial—?

Finalmente, nada ha contribuido más a afirmar el Poder como su permanencia —contraria a la costumbre— en las mismas manos.

Así, dos Estados, tan diferentes como se quiera, han caminado simultáneamente hacia la omnipotencia, llevados por las mismas aspiraciones securitarias.

Ya hemos visto cómo estas aspiraciones sirven a la expansión del Estado. Veamos ahora en qué forma.

Del Estado se espera que proporcione una protección. El resultado es que todos los candidatos a la seguridad se apresuran a aceptar su crecimiento. Considerado, si se quiere, como un paraguas viviente, se consiente y aplaude su proliferación. Y así, las críticas a que en otro tiempo habría dado lugar la expansión del aparato burocrático, bien pronto desaparecen si se trata de poner en práctica los seguros sociales.

Cuando se espera del Estado protección y seguridad, basta con que justifique sus incursiones en la necesidad de su protectorado, de su «patronato». Ya Bismarck comprendió cómo de este modo se extendía la autoridad.[531]

Si, por un lado, la inseguridad, al generalizarse, generaliza también la predisposición a soportar la autoridad, por otra excita y anima al Poder. Éste toma su energía de los átomos sociales que la proporcionan. En una época de seguridad, los individuos enérgicos y emprendedores tienden a elevarse en la sociedad en lugar de entraren el aparato del Estado. Pero la inquietud social los devuelve al Poder. Si se analizara el nuevo personal de los nuevos regímenes, se hallaría una gran mayoría de elementos que, en tiempos normales, no se habrían orientado hacia el gobierno.

Así, una disposición excepcional en la sociedad a ser gobernada y un personal excepcionalmente fogoso en el gobierno, tales son los factores que, en nuestra época de inseguridad, dan origen a un régimen de protectorado social.

El protectorado social: su justificación, su vocación

Una misma corriente, aunque de desigual rapidez, arrastra hoy a todos los pueblos hacia el protectorado social. Los intereses asustados por la incertidumbre, la razón sacudida por el desorden, el sentimiento conmocionado por la miseria, la imaginación inflamada por la visión de las posibilidades, todas estas cosas claman al unísono por un ordenador y un justiciero. La presión de las necesidades, de las aspiraciones, de las pasiones y de los sueños ayudan a barrer todos los obstáculos constitucionales, jurídicos o morales, ya minados por la disolución de los valores absolutos, el odio a los derechos adquiridos, el espíritu beligerante y bárbaro de los partidos. Para poder hacerlo todo, es necesario que el Estado lo pueda todo. Los pueblos cuentan con que permanecerá dócil a sus impulsos, al tiempo que producirá unos efectos concretos que sólo pueden obtenerse por la continua prosecución de planes sistemáticos. Los expertos esperan que regule todos los mecanismos sociales según la razón objetiva, imponiéndola allí donde lo único que hay es un confuso torbellino o un foco de voluntades subjetivas. Todo invita a los hombres del Poder a las vastas ambiciones. Las más nobles no son las menos peligrosas: quieren ser los artífices de la felicidad y del proceso histórico.

Desde que la religión perdió su imperio sobre los espíritus, el fin confesado de la existencia humana es la felicidad. La Declaración de Independencia americana incluía entre los derechos del hombre «la búsqueda de la felicidad». Se daba por supuesto que buscar la propia felicidad era asunto de cada uno. Pero ocaso no podrían contribuir a ello las inmensas fuerzas del Estado? ¿No deberían emplearse estas fuerzas para conseguir este fin? Ya en 1891, Joseph Chamberlain estimaba que el Estado tenía competencia para aprobar cualquier ley y realizar cualquier acción capaz de contribuir a la felicidad humana.[532]

Una vez que los sabios han colocado al ser humano en la serie animal, surge una nueva idea: la de la perfectibilidad de la especie. ¿Acaso no es tarea del Poder impulsar al animal humano por la vía de su perfeccionamiento?

El comportamiento humano ha sido objeto de estudios que han puesto en claro su irracionalidad. El siglo mil confiaba en el instinto para guiar al hombre de acuerdo con sus intereses, una vez liberado de la coacción y de las supersticiones. Actualmente se considera al instinto, no como una guía natural infalible, sino como una memoriacolectiva enriquecida mediante un lento proceso de acumulación. Guía tan imperfecta, que algunos pueblos salvajes se dejaron morir de hambre en medio de hierbas y tubérculos que no habían aprendido a considerar comestibles.

Examinado a la luz de la ciencia, el comportamiento humano aparece susceptible de notables mejoras que pueden incrementar la felicidad individual e impulsar el avance de la especie. Se está lejos —para fijarnos en los ejemplos más comunes— de que la alimentación familiar sea correcta, de que se tomen los cuidados corporalesoportunos. Los hombres podrían ser mucho más sanos y bellos si no fueran esclavos de la rutina y juguetes del azar. ¡Qué mundo el nuestro, donde los niños concebidos por descuido crecen como hierbas silvestres, donde las ciudades crecen impulsadas por sórdidas especulaciones, como bestias ciegas que se revuelcan en sus propiosexcrementos!

Compadezco al hombre que jamás ha experimentado la noble tentación de convertir este desorden en un cuidado jardín, de construir Ciudades del Sol pobladas de una raza más noble. Pero también estas visiones tienen su peligro. Pueden embriagar a mentes de cortos alcances y convencerles de que la felicidad de un continente exige la entera supresión de bebidas alcohólicas, peor aún, el exterminio de toda una raza cuya sangre se considerara impura.

Sólo quien ha buscado por sí mismo la verdad conoce cuán engañoso puede ser el destello de evidencia con que una proposición nos deslumbra de pronto; enseguida se desvanece, y la búsqueda se reanuda. Hay que abarcar todo el campo del saber para medir cuán pocos descubrimientos ofrecen una solidez suficiente para que pueda fundarse en ellos una acción que afecte a toda la sociedad humana, y para apreciar también la dificultad de conciliar entre ellos las indicaciones a menudo discordantes que ofrecen las distintas disciplinas.

A falta de este conocimiento intelectual de los límites del saber, la sabiduría mundana de una aristocracia antigua puede precaver contra los entusiasmos de quienes quieren ser constructores pero corren en peligro de ser incendiarios.

A pesar de todo, por todas partes se confía la gestión de los intereses generales a una clase que tiene necesidad perentoria de certezas y adopta verdades inciertas con el mismo fanatismo que en otro tiempo los husitas y los anabaptistas.

Teocracia y guerras de religión

En vano se ha intentado expulsar la fe de la escena política. La aspiración religiosa es tan natural al hombre, que éste ennoblece los intereses y transfigura las opiniones en cultos idólatras: entrega sus anillos de oro a todo Aarón que represente a un dios. Así el Poder, en manos de una secta victoriosa, reviste un carácter de teocracia sin el cual no podría obtener de los súbditos el grado de obediencia necesario para el cumplimiento de sus tareas protectoras.

Estas tareas exigen, en efecto, una mayor disciplina de la que puede proporcionar el consentimiento racional de los ciudadanos, los cuales, incluso después de haber dado su aprobación expresa a una medida, pueden oponerse de manera casi unánime a su aplicación.[533] Se necesita, pues, acudir a los medios de coacción. El aumento numérico de la polícia, su creciente importancia y dignidad, es un fenómeno universal de nuestro tiempo. Pero no hay que excederse en esta coacción directa, siendo preferible actuar sobre los espíritus. La propaganda es el complemento indispensable de la polícia; una propaganda que tiene a su vez sus propias exigencias, ciertas expresiones clave que hagan vibrar en todos los individuos las cuerdas tensadas por una misma fe.

Así, pues, todo contribuye a consolidar la estructura del nuevo Estado. El minotauro es indefinidamente protector; pero también tiene que ser indefinidamente autoritario. Para mantener siempre la fe en si mismo, tiene necesidad de estar convencido, y para ser obedecido debe convencer; suma el magisterio espiritual al temporal. Reúne los dos poderes que la civilización occidental ha mantenido siempre separados; en ello consistió su singularidad, el secreto de su extraordinarioéxito.

Nos vamos acercando hacia este régimen a un paso del que somos extrañamente inconscientes, y por eso las luchas política toman una virulencia tan cruel. Los hombres perciben que ya no hay sitio para lo que en otro tiempo se llamaba vida privada.

El minotauro modela de tal modo las existencias particulares, que ya no es posible sustraerse a su acción, de suerte que no hay salvación sino apoderándose de él. Ya no se puede decir: «Yo viviré así», sino «Para vivir así, tengo que hacerme con los mandos de la gran máquina y dirigirlos en el sentido que me convenga.»

Ésta es la era de las proscripciones y de las guerras civiles; guerras internacionales también, pues estos titanes no pueden tolerarse entre ellos. ¡Y qué guerras! Porque no se sirven solamente de una parte de las fuerzas nacionales, sino que pueden requisar todos los elementos materiales y espirituales de la comunidad, en cuyo tronco, techo y cielo se han convertido.

Capítulo XIX

Orden o protectorado social

Asistimos a una transformación radical de la sociedad, a una suprema expansión del Poder. Las revoluciones y los golpes de Estado que marcan nuestra época no son sino insignificantes episodios que acompañan a la implantación del protectorado social.

Un poder bienhechor velará sobre cada hombre desde la cuna hasta la tumba, reparando los accidentes que le sucedan, aunque dependan de él mismo, dirigiendo su desarrollo individual y orientándolo hacía el empleo más conveniente de su actividad. Como consecuencia lógica, este poder dispondrá de todos los recursos de la sociedad con el fin de darles el más alto rendimiento y multiplicar los beneficios que confiere.

En cierto modo, el Poder se compromete a realizar la felicidad pública y privada, y una cláusula indispensable de este contrato es que todas las propiedades, todas las fuerzas productivas, todas las libertades, le sean entregadas, materiales y mano de obra sin los cuales no podría cumplir tan gigantesca tarea. De modo que se trata de constituir como un inmenso patriarcado, o, si se prefiere, matriarcado, pues se nos dice que el poder colectivo debe estar animado por sentimientos maternales.

No hay duda de que el gran impulso que se ejerce en favor del protectorado social no implica en todos una clara conciencia del término hacia el cual se va. Pero éste es bastante manifiesto para las mentes clarividentes. Algunos se asustan y lo denuncian, sin apreciar la complejidad y la fuerza de las causas operantes. Otros lo aplauden, sin preocuparse de todas las consecuencias. En verdad, el debate se desenvuelve mucho menos en una atmósfera de serenidad, como ocurre con dos médicos cuando se consultan sobre un tratamiento, que en un clima de pasión, como entre dos nadadores arrastrados por una corriente, contra la cual uno de ellos quiere luchar y a la que el otro prefiere abandonarse.

Nuestro análisis del crecimiento del Poder nos ha preparado para comprender el gran fenómeno moderno. Vamos a enunciar las razones por las cuales hay que combatirlo, recordar los factores inmediatos que militan a su favor, subrayar sus peligros, en fin y sobre todo, investigar las causas profundas que le hacen actualmente inevitable, y preguntarnos si éstas son de necesidad absoluta o contingente.

La negación liberal

La escuela liberal niega que el Estado tenga que cargar con la tarea de satisfacer las necesidades a las que se le invita y sobre las que él se precipita gustosamente, puesto que la satisfacción de esas necesidades cae fuera del ámbito normal de sus atribuciones.

La expresión empleada nos indica que abandonamos nuestro terreno habitual y que pasamos de la consideración positiva del Poder a la consideración normativa del Estado. Este cambio en el sistema de referencias es legítimo, e incluso obligado, ya que no nos limitamos a enumerar las constataciones sobre lo que es, sino que nos enfrentamos a opiniones sobre lo que debe ser. En todo caso, es preciso señalarlo claramente, pues nada hay peor que la confusión entre lo normativo y lo positivo.

Se nos dice, pues, que el Estado abandona la esfera normal de sus atribuciones. Veamos lo que un liberal tiene que decir al respecto, y para ello nada mejor que servirnos de los argumentos formulados por una mente clara como es la de Emile Faguet.[534]

Se habla de una esfera normal de atribuciones estatales. Desde luego. ¿Cómo podría definirse? Asegurar el orden interior y la defensa exterior.»[535] Pero ¿qué es lo que la determina? Pues la naturaleza de la sociedad, constituida para la defensa de todos contra la violencia del exterior y de cada uno contra la agresión de los demás.

Pero aquí conviene detenerse un momento. ¿Quién me obliga a aceptar esa concepción de la sociedad? Si suponemos que yo soy un granjero que vive autárquicamente con su familia, sin duda que la sociedad no será para mí más que una institución represiva, que atiende a mi seguridad por medio del soldado y del policía. Pero si, por elcontrario, suponemos que soy un obrero, que produce lo que me es inútil y recibe lo que me es necesario a través del complejo mecanismo del trabajo de multitud de otros individuos, la sociedad se me presentará más bien como una asociación de trabajadores. Tenderé a considerarla esencialmente como una institución cooperativa por medio de la cual recibo, contra cierta cantidad de trabajo, cierta cantidad de productos y servicios. Y si este intercambio se perturba o me parece injusto, ¿por qué no habría de invocar la intervención del Poder para que normalizara la cooperación, como también la invoca el propietario liberal para reprimir los ataques contra su propiedad?

¿A qué se reduce, entonces, la «esfera normal»? A la concepción liberal de lo que debe hacer el poder público, una concepción que otros pueden juzgar estrecha, superada, que no responde a sus necesidades. Estos oponen su propia concepción, que tratarán de hacer triunfar.

Aceptemos la definición liberal de la «esfera normal». Se habla de defensa frente al exterior. Hay ciertamente Estados vecinos que disponen de todas las fuerzas nacionales y las dirigen de manera que produzcan un máximo de poder militar. Por consiguiente, la preocupación por la defensa, que el liberal incluye entre las atribuciones normales», obliga a nuestro Poder a disponer de todo y a dirigirlo todo.

Se habla también de «orden interior». Pero ¿de qué orden se trata: aquel en el que no puedo encontrar empleo para mi fuerza de trabajo, en el que no estoy seguro de poder proporcionar a mis hijos lo que la naturaleza proporciona a los pequeños de los salvajes, y en el que la menor sacudida financiera puede dar al traste con la previsión de toda una vida? En la pregunta está ya implícita la respuesta.

Lamento tener que atacar la tendencia liberal. Su error consiste en mantener unas posiciones que son insostenibles teóricamente e ineficaces frente a las necesidades y las pasiones. La imagen que se forma del Poder no responde a la realidad de ninguna época y de ningún país. Jamás se le ha excluido del ámbito de los intereses económicos y sociales. Cuando el código civil prescribe el reparto sucesorio, propone una medida económica y social tanto en sus intenciones como en sus efectos. ¿Y qué vastas consecuencias económicas no habrá desplegado la ley de 1867 sobre sociedades anónimas?

Así, pues, la negación liberal, en la forma en que se propone, es completamente utópica.

La crítica legalista

Esto no significa que no exista ninguna otra posición crítica. Para situarla convenientemente, tomemos algunas nociones elementales de la teología. Cuando la inteligencia, sin la ayuda de la ciencia ni de la revelación, se lanza a su objeto esencial, el conocimiento de Dios, forma naturalmente dos concepciones antitéticas: la de una providencia milagrosa, que responde a las plegarias particulares e interviene para alterar el curso de las cosas en beneficio de quien la invoca, y la deuna sabiduría suprema, que ha dado a todas las cosas unas leyes de una majestuosa regularidad, dejándolas que operen por sí mismas.[536]

La teología ha conciliado admirablemente ambas concepciones en su explicación de la naturaleza divina. Para nosotros, basta aquí haber señalado la antítesis en su forma más burda, para aplicarla al gobierno de los asuntos humanos.

Ese gobierno puede revestir la forma legalista o la providencial. Puede dictar unas leyes claras y relativamente inmutables, y vigilar para que se apliquen perfectamente, respetando los efectos que produzcan; o bien puede intervenir ocasionalmente y aplicar a cada situación particular un remedio particular, de tal modo que no haya ya leyes ciertas, sino una secuencia ininterrumpida de «milagros», de actos arbitrarios.

En todos los tiempos, la filosofía política ha opuesto ambas concepciones, bautizadas hace veinticinco siglos por los chinos como «gobierno de las leyes» y «gobierno de los hombres».

La primera es evidentemente un ideal al que sólo cabe aproximarse. Examinémosla brevemente. Y, para mayor claridad, tratemos de poner un poco de orden en las múltiples ideas que sugiere la palabra «ley».

El mundo material está regido por leyes a las que nosotros, en cuanto seres físicos, estamos necesariamente sometidos. Así, si estoy suspendido en el aire y me falta apoyo, deberé caer, de la misma manera que cae una manzana. Nuestro sometimiento a estas leyes es absoluto, y no se diga que la ciencia nos libera de él, ya que, por el contrario, todos los éxitos de la técnica consisten precisamente en una inteligente y provechosa sumisión a estas leyes.

Cuando hablamos de leyes naturales de la sociedad, nos referimos a algo muy distinto: así, una población de pastores nómadas cuyos pastos se han agostado por la sequía debe emigrar. Pero aquí la necesidad no es mecánica: se puede no emigrar y... morir.

Llegamos, finalmente, a un género de leyes respecto a las cuales nuestra sumisión es menos coactiva. Nos referimos a las leyes morales que podemos violar, a las leyes civiles que podemos transgredir. Las leyes morales prescriben lo que está bien en sí mismo; las leyes civiles lo que es útil a la sociedad. La legislación positiva de una sociedad dota de sanciones a las prescripciones del bien y de lo útil, aunque manteniendo la necesaria subordinación de lo útil a lo bueno.

Así, pues, el gobierno de las leyes es esencialmente aquel en que están consagradas las normas que procuran la utilidad de los hombres entregados al bien, en el marco que determinan generalmente las leyes físicas de la naturaleza y particularmente las leyes naturales de la sociedad.

Cuando el Poder se limita a hacer respetar estas leyes, el individuo se mueve en un terreno en el que encuentra unas barreras y unas sendas ya trazadas, pero en el que —siempre que respete esas barreras y siga esas sendas— es libre en el sentido de que ninguna voluntad humana, con una intervención repentina y arbitraria, vendrá a trastornar sus cálculos y a coaccionar su voluntad. Se le reconoce señor y responsable de su destino y se consagra su dignidad.

Por supuesto que la debilidad humana nos impide realizar siempre perfectamente semejante sistema. Nuestro discernimiento del bien nunca es perfecto y sobre todo nuestra capacidad de prever lo útil es incapaz de tener en cuenta todas las circunstancias. De tal modo que nuestras leyes no pueden tener un carácter absolutamente inalterable e inmutable, que se precisa una vigilancia continua que atienda a los casos particulares, y la intervención periódica de una sabiduría que revise las reglas. Pero es evidente que el exceso de esta vigilancia o la exagerada frecuencia de estas intervenciones disminuyen la libertad y la dignidad del individuo. De manera que el puro gobierno de las leyes, aunque irrealizable en su perfección, sigue siendo el modelo al que es preciso referirse, el mito en que hay que inspirarse. Tender hacia ese ideal significa servir a la causa del orden social y de la dignidad humana.

Podemos decir que cada una de las sociedades que han ido apareciendo a lo largo de la civilización se ha acercado, en un momento de su historia, a esta perfección, aunque para apartarse en seguida de ella y evolucionar rápidamente hacia la arbitrariedad en el gobierno y el servilismo de los ciudadanos.

De entre las distintas causas de este fenómeno podemos enumerar algunas. Ante todo, el conjunto de leyes positivas que se supone son las más adecuadas deja mucho espacio a inmensas miserias y desgracias individuales. ¿Por qué habría de extrañarse de ello el político en relación con las leyes humanas, cuando el teólogo lo admite en las leyes divinas? Pero esta serenidad no puede pedirse a las víctimas, que desean, reclaman, una intervención providencial que corrija esas consecuencias.Esta «variable» de descontento aumenta súbitamente en ciertas épocas, ya sea porque, habiendo cambiado las circunstancias de hecho, las leyes civiles no proporcionan ya de manera satisfactoria la utilidad social, ya sea porque, al haber cambiado las disposiciones psicológicas de los individuos, éstos no se contentan ya con la utilidad que reportan, ya sea por razones de más peso aún: porque niegan la necesaria subordinación de lo útil al bien, y creen que éste consiste en la utilidad, rompiendo así la cadena descendente que mantiene unidas a las distintas clases de leyes, ya sea, finalmente, porque poseídos por una vana confianza en la fuerza humana, creen poder derogar mediante leyes positivas las leyes naturales de la sociedad.

Todas estas causas pueden operar juntas, y de hecho la historia suele mostrárnoslas de algún modo conjugadas.

Ofrecen a los apetitos dormidos una maravillosa ocasión de reavivar el Poder, de devolverle el carácter agresivo y arbitrario que le es tan natural.

Es cierto que las intervenciones que emprende revisten al principio, en virtud de los hábitos legalistas adquiridos, la forma de leyes; pero son falsas leyes que se ocupan de situaciones inmediatas, bajo la urgencia de necesidades y pasiones también inmediatas. Bajo el manto de medidas objetivas, se manifiesta el desorden de todos los deseos subjetivos, como lo demuestra ampliamente la multiplicación y las contradicciones de estas pretendidas leyes. Ya no hay constancia ni certeza, sino que son las voluntades del momento las que «hacen la ley», sin respetar las nociones de bien moral ni de necesidad natural, sino confundiéndolas con las de utilidad, concebida bajo su aspecto más transitorio. No es ya la utilidad permanente de la sociedad, sino la utilidad a corto plazo de una fracción, de un grupo que acomoda la moral y la ciencia a sus intereses y a sus pasiones.

Por más que de este modo se pretenda servir al hombre, lo cierto es que así pierde toda libertad y dignidad. Porque no puede basar su comportamiento en ningún dato cierto, y sus obras le sirven mucho menos que la gracia del Poder, lo cual le predispone a una ambición servil, a estar entre los que se aproximan a la fuente de los milagros para beneficiarse de la arbitrariedad.

¿Quién osaría negar que tal es la tendencia de nuestra época? ¿Y cómo no ver en ello un peligro? Sentimientos muy fuertes militan en este sentido. ¿De dónde viene la idea de que a los hombres les horroriza el despotismo? Creo, por el contrario, que les gusta.

Basta ver el dinero que derrochan en el juego, en las apuestas mutuas naturales, las loterías, para apreciar hasta qué punto les encanta la esperanza de una ganancia fortuita, y lo que están dispuestos a sacrificar para darse una oportunidad de obtenerla. Pues bien, el Poder arbitrario es una especie de lotería: con él se puede ganar.

Si examinamos las novelas, las obras de teatro, las películas y demás cosas que cautivan al público, podremos constatar que existe una demanda muy importante de acontecimientos, de espectáculos y de personajes que se salen de lo corriente. El Poder arbitrario responde a esta necesidad.

De este modo, las disposiciones morales facilitan la implantación del Poder arbitrario, exigido naturalmente por las tareas confiadas al protectorado social.

El problema moderno y su absurda solución

Tratemos de enunciar, en una serie de proposiciones claras, el problema con que se enfrenta nuestra época.

Ante todo, el malestar social que se pretende remediar mediante la institución del protectorado no es en absoluto imaginario. Existe realmente, en la gran asociación cooperativa, una falta de ajuste y concordia entre las partes que reclama correcciones. Y existe un descontento muy extendido, una convicción de que la asociación no da a cada uno la parte social que en justicia le corresponde.

En segundo lugar, aun suponiendo que se pudieran aportar suficientes remedios en el marco del sistema legalista, en virtud de esas aplicaciones de las normas positivas a las nuevas situaciones que son periódicamente necesarias en tal sistema, faltarían los medios de realizar semejante aplicación, ya que las nuevas leyes deberían ser fruto del estudio esclarecedor y de la meditación, mientras que, por el contrario, lo que conocemos como actividad legislativa no es más que el fruto apresurado de intereses miopes y de pasiones ciegas.

De modo que, en tercer lugar, estas pretendidas leyes, multiplicadas, no son en realidad sino actos de gobierno que atienden a diario a circunstancias del día a día. En todo caso, el Poder, ya conserve o rechace esta débil función de legislador, procede por decisiones arbitrarias.

En cuarto lugar, el Poder arbitrario, arrastrado por las pasiones de la multitud e impulsado por las pasiones de los individuos que lo detentan, sin regla, sin freno y sin límites, constituye, pese a los oropeles con que se cubre, un despotismo tal como no lo había conocido todavía Occidente. No es menos peligroso por el hecho de que sea inestable, como por lo demás lo han sido todos los despotismos. Capaz de toda forma de dominación, distribuye el servilismo; susceptible de todas las captaciones, alimenta la ambición.

Y finalmente, la exigencia de orden de la que partimos desemboca en el desencadenamiento de una fuerza gigantesca de desorden.

Aquí podríamos concluir nuestro estudio, pues ya hemos dicho todo lo que teníamos que decir. Queríamos explicar el sucesivo crecimiento del Poder y su monstruosa expansión actual. La investigación ha terminado, el dossier está completo. Hemos fijado las causas e indicado las consecuencias.

No quisiéramos, sin embargo, abandonar el tema sin señalar el error que conduce a nuestra época a la absurda solución del desorden general como remedio a los desórdenes particulares.[537] Pero debe quedar claro que este suplemento a nuestra investigación es sólo una rápida y superficial ojeada sobre un problema que esperamos afrontar algún día.

Con este espíritu, volvamos a los fenómenos de desarmonía social y moral que favorecen en nuestro tiempo el florecimiento del Poder absoluto.

El milagro de la confianza

Toda la existencia del hombre en sociedad descansa sobre la confianza. El desconocido que encontramos no es una amenaza para nuestra persona o nuestros bienes; al contrario, vemos en él a uno de los innumerables cooperadores anónimos que nos aseguran la cotidiana satisfacción de necesidades que gradualmente se van multiplicandoa lo largo de las edades. No sólo damos por descontada su abstención, como cuando confiamos objetos de valor a la discreción de un vecino, sino también su positiva cooperación a nuestro bienestar, como cuando nos fiamos de la diligencia de una multitud de agentes para hacer llegar un mensaje a su destino, o para procurarnos en cada momento lo que nos es necesario.

Nuestra seguridad reposa en la admirable regularidad con que nos prestan tantos servicios un número incalculable de miembros de la misma sociedad que sin embargo nos ignoran y a los que también nosotros ignoramos. Entre los cuales también nosotros representamos un papel que debe su eficacia y su valor al concierto con todos losdemás.

Nos inclinamos fácilmente a la aceptación positiva de esta armonía. Pero si reflexionamos sobre ella, no dejaremos de sorprendernos, de admirarla y de reconocer que «Uno para todos y todos para uno» no es el lema de una vana utopía sino la fórmula de la sociedad existente.

Es evidentemente una visión superficial y falsa la que nos representa la masa de los administrados, de los usuarios y de los consumidores como servida por «órganos» como la policía, los ferrocarriles, el comercio, ya que estos «órganos» no son en realidad sino funciones aseguradas por los miembros de esta masa. De forma que el orden social debe considerarse más bien como una maravillosa composición de innumerables trayectorias individuales. Las funciones las desempeñan regularmente los agentes, y los usuarios son regularmente servidos gracias a la maravillosa fidelidad de cada átomo social a su propia trayectoria, a su propio comportamiento, en su doble papel de agente y de usuario.

Pensemos en el desastre que se produciría si un guardaagujas desatendiera su labor durante una sola hora. Pero su caso no es excepcional, sino sólo uno de los más llamativos. Cada irregularidad particular causa una perturbación, y la máquina no podría funcionar si las conductas aberrantes superaran el margen de disfunción que es capaz de soportar sin descomponerse. Una irregularidad general causaría el fin de nuestra especie, ya que cada una de sus unidades es incapaz de atender a sus necesidades. Somos tan conscientes de ello que incluso ante las más colosales causas perturbadoras reanudamos instintiva e inmediatamente los hilos rotos por el bombardeo o la insurrección.

¿Cómo se ha llevado a cabo la división de funciones, cómo los hombres se han ordenado entre ellos y cómo se ha realizado el necesario ajuste?

Podemos pensar que todo ello es fruto de una voluntad. Es la primera respuesta que viene a la mente. Mitos muy diversos —cuyo estudio sistemático, desgraciadamente, aún no se ha emprendido explican la distribución funcional de los hombres en diversas categorías, a cada una de las cuales correspondería un cierto comportamiento.Esta organización social habría sido decretada por cierto ser, un demiurgo o héroe, o incluso un animal fabuloso, y la fidelidad servil a las conductas tradicionales sería fruto del respeto y el temor. Aquí[538] se representa la ordenación de las cosas naturales y sociales como simultánea y solidaria. Allí, por el contrario, se distingue que los objetos incapaces de voluntad se rigen de manera distinta de los seres humanos. Estos últimos han tenido su instructor particular que, conel tiempo, deja de inspirar una veneración supersticiosa; el mito degenera en algo peor: la falsa historia. Puesto que —se dice— la organización de la sociedad ha sido obra de un hombre, otros pueden reconstruirla sobre otros principios. Al horror sagrado ante cualquier cambio sucede lógicamente la fe en la posibilidad de cualquier cambio. El error inmovilista ha engendrado su contrario, el error utópico. La razón de ello es que se permanece en el mismo sistema, en una concepción voluntarista del orden social.

La concepción legalista, que sólo puede surgir tras un cierto desarrollo del espíritu humano, parte del reconocimiento de las leyes de la naturaleza para afirmar que la sociedad humana tiene también sus leyes naturales; unas leyes que crean y conservan el orden social, lo reparan incesantemente a medida que lo van haciendo más complejo. Aunque en parte esta tesis es correcta, está viciada en sus aplicaciones por una precipitada asimilación de las «fuerzas» que mueven a los hombres a las fuerzas de la naturaleza y por una comprensible impotencia para distinguir entre las leyes» que rigen los objetos sin alma y las que gobiernan a seres dotados de libertad y de voluntad, lo cual conduce a un cierto quietismo.

Ambos puntos de vista, simplificados, del voluntarismo y el quietismo desembocan, respectivamente, en el socialismo y el liberalismo vulgares, de los que aquí no vamos a ocuparnos. No se ha emprendido aún el estudio positivo de los medios por los que se conserva y repara la armonía social. Tampoco es el caso de afrontarlo aquí. Noslimitaremos a hacer algunas indicaciones que espero sean desarrolladas en otro momento y, si fuere necesario, revisadas.

Los modelos de comportamiento

Comencemos considerando a un hombre cualquiera que desempeña una función y que observa una determinada conducta. Esto nos sugiere naturalmente un elemento móvil que describe una curva dada. ¿Cuál es la fuerza que lo mantiene en esa curva y le hace seguir su trayectoria?

La escuela de Hobbes y Helvetius nos dirá que es el egoísmo, la preocupación por el propio interés. Sobre esta base se han explicado todas las instituciones sociales como resultado de la composición natural y necesaria de intereses egoístas. Se trata ciertamente de bellas construcciones intelectuales,[539] y sería absurdo incriminar las intenciones de sus autores. Lo que les ha inclinado hacia este sistema es el deseo, natural en los hombres de ciencia, de encontrar en el orden moral un principio sencillo que desempeñe el mismo papel que la fuerza en el orden físico.

Por más reluctantes que seamos a aceptar este postulado, habría que estarles reconocidos si realmente hubieran construido un edificio coherente. Pero no ha sido así, y la única forma que han encontrado de convertir el egoísmo en instrumento del bien común ha sido dotándole de unos cálculos extraordinariamente clarividentes. Ahorabien, las miras del interés son cortas, por lo que nuestros autores han tenido que acudir a la coacción para garantizar el orden que la sola razón es incapaz de establecer. Partiendo de la eficacia suficiente del egoísmo, llegan a la necesidad de la represión y acaban atribuyéndole un papel excesivo.

El doble error de basar el orden social en el cálculo del propio interés o en la coacción represiva deriva de un error de observación.

Ni el cálculo más clarividente de la propia conveniencia ni el temor al castigo penal determinan en medida apreciable las acciones y las abstenciones del hombre concreto. Éste actúa bajo la influencia de sentimientos y creencias[540] que le dictan su comportamiento e inspiran sus impulsos. Nadie se pregunta cada día, a la hora de ir al campo, a la fábrica, a la oficina: «¿Iré o no?», del mismo modo que nadie se pregunta al ver a un niño a punto de ser atropellado: «¿Le salvaré o no?», o al ver al vecino con una cartera bien repleta en la mano: «¿Se la quitare o no?»

El hombre es un animal hecho para la vida social. La conciencia inteligente de nuestro interés o el temor a una sanción no son para nosotros sino fuerzas complementarias, útiles para frenar una posible desviación. Pero estas ocasiones son raras; normalmente nos comportamos como personas buenas, como cooperadores escrupulosos, porque existe en nosotros una segunda naturaleza, desarrollada por lo demás sobre un fondo de sociabilidad y de benevolencia que no hay que subestimar.

Ahora bien, ¿cómo actúa esta naturaleza? Sería osado pretender explicarlo. Parece claro, sin embargo, que lo hace a través de imágenes. El lenguaje vulgar proporciona a veces la clave de las operaciones psicológicas, y cuando decimos «No me veo haciendo tal cosa», revelamos que estamos dirigidos por imágenes o modelos de comportamiento.

Desde la infancia, una multitud de educadores contribuyen a formar en nosotros esas imágenes. No son sólo los padres, los maestros, sacerdotes, superiores, sino también el condiscípulo al que admiramos, el compañero de trabajo que nos fascina, un difunto cuyo ejemplo nos conmueve. Lo que podemos llamar «herencia social» operaaquí con una fuerza incomparablemente superior a la herencia física: la familia en que nacimos, la patria a la que pertenecemos, la carrera que elegimos, ejercen sobre nosotros un enorme poder de sugestión.

Todo cuanto nos rodea nos susurra nuestro deber; no tenemos más que imitar, que repetir. Y en nuestro espíritu los gestos siempre vistos, las acciones siempre elogiadas, nos proporcionan modelos que seguimos sin pensar. Incluso en su lecho de muerte, los grandes hombres repiten fórmulas y actitudes tomadas de la historia o de los poetas.

Estas poderosas imágenes guían nuestra conducta, la hacen previsible a nuestros contemporáneos y compatible con su conducta. Conservan la armonía social.

Sobre la regulación social

De aquí se sigue que la armonía se ve amenazada cuando se perturban los modelos de comportamiento. Lo cual puede ocurrir incluso en una sociedad estable, donde generación tras generación se distribuyen en las mismas proporciones las mismas tareas y los mismos empleos. Y es lo que sucede casi fatalmente en una sociedad que evoluciona con rapidez, donde se crean sin cesar nuevas funciones y nuevos modos de vida.

Fijémonos en el primer caso. Cada recién llegado a la sociedad, en cualquier situación y en un empleo social, es un sucesor formado mediante ejemplos y mediante lecciones. Ha hecho su aprendizaje, ya se trate de un albañil medieval o de un emperador romano, con aquel al que reemplazará. Su deber es sencillo, pero puede faltar a él. Es el fenómeno de la degeneración de las costumbres, al que los antiguos prestaron tan inteligente atención.

La degradación de las creencias religiosas puede ser su principio, acompañada de una explosión racionalista que ataca a todos los principios que rigen las conductas, se manifiesta incapaz de sustituirlos y hace reinar la anarquía de las opiniones. Pero también la corrupción de las élites puede ser causa de este desconcierto que produce la ruptura del verdadero contrato social, aquel en virtud del cual cada hombre se comporta según su tipo funcional, siempre que el resto de los hombres con los que se relaciona se comporte de acuerdo con los suyos. Así, pues, la irregularidad se propaga de arriba abajo, y a menudo la conmoción intelectual no es más que una consecuencia, porque está en la naturaleza del hombre dudar de su religión porque duda de su obispo más bien que dudar de su obispo porque duda de su religión. De este modo, se destruye la armonía incluso en una sociedad estática.

Mucho más difícil es su mantenimiento, o más bien su incesante restablecimiento, en una sociedad cambiante, en la que nuevas actividades vienen sin cesar a añadirse a las antiguas; actividades que implican nuevos comportamientos y necesitan la adaptación incluso de las que no han sido directamente modificadas.

Cuando se calibra la complejidad del problema, se extraña uno menos de las perturbaciones funcionales que acontecen en una sociedad cambiante que del alto grado de ajuste producido por un secreto automatismo. Se comprende la admiración que los hombres del siglo XIX concibieron por los mecanismos reguladores;[541] pero tambiénse explica que las perturbaciones acumuladas acaben sobrepasando el margen tolerable, sobre todo si los mecanismos pierden progresivamente su virtud.

Conocemos mal estos mecanismos, que apenas han sido estudiados. Pero, dirá alguien, ¿acaso los economistas no han analizado minuciosamente este delicado juego? Cierto, pero el error consiste precisamente en creer que todo el problema pertenece a la competencia de los economistas. Éstos pueden explicarnos cómo la oferta crecientede automóviles reduce progresivamente la demanda de caballos y de coches, hasta eliminarla por completo, cómo las fábricas de automóviles absorben ampliamente el personal de los carroceros y los guarnicioneros, cómo las cuadras se transforman en garajes. Pero aun cuando la adaptación cuantitativa se realizara perfectamente, quedaría la cuestión, infinitamente más importante, de la adaptación cualitativa. Entre un guarnicionero que vive en el barrio parisino del Temple, al lado de su taller, y su hijo, perdido en la multitud anónima y cosmopolita de los obreros de Citroën y que vive en un suburbio, se ha producido una profunda transformación en las costumbres, las creencias y los sentimientos; transformación que no puede menos de repercutir en todo el entramado social e incluso acabar afectando al juego de la oferta y la demanda.

Lo que permite que la economía política sea una ciencia es el hecho de que considera la vida social, las actividades humanas, las relaciones y las satisfacciones como la circulación de una misma energía, a veces cinética como el trabajo, a veces potencial como la riqueza, pero homogénea y siempre cifrable en unidades de valor. Pero esto mismo que la convierte en ciencia, la hace incapaz de explicar toda la realidad social, e incluso de dar cuenta de todos los fenómenos que se producen en su propio terreno. Descubre las causas que apartan los capitales locales de las colocaciones locales, gestionadas antes por banqueros locales, y los orientan hacia inmensos depósitos centrales desde donde se distribuyen nacional e incluso internacionalmente; pero no es competencia suya subrayar que quienes manipulan loscapitales no son ya los mismos hombres, que pertenecen a tipos diferentes, profundamente divergentes en lo que respecta a sus modelos de comportamiento. Justifica la utilidad reguladora de la Bolsa, pero no se preocupa de saber a qué temperamentos atrae ni qué caracteres desarrolla. Es una ciencia valiosa, pero montada sobre una psicología falsa que considera al hombre como una masa puntual movida por la sola fuerza del interés.

De ahí que el punto de vista del economista sea el último desde el que se perciben las desarmonías sociales. Éstas tienen que afectar a las adaptaciones cuantitativas para que el economistas las tome en consideración. Eso es lo que ha ocurrido. Y las perturbaciones de las funciones económicas se han producido como una fiebre terciana que obliga a tomar conciencia de una enfermedad social que se viene incubando desde hace tiempo.

Nuevos modelos para nuevas funciones

Esta enfermedad consiste en una in-coherencia social, una composición imperfecta de conductas an-armónicas, de in-conductas, que son fruto de la perturbación de los modelos de comportamiento que acompañan a la evolución social. Estos modelos no se han producido con la suficiente rapidez y con la debida claridad e imperatividad para guiar a unos hombres que se encontraron en situaciones nuevas y a la merced de las sugestiones del interés que, incluso contenidas por el temor a las sanciones penales, resultaban impotentes para lograr conductas armónicas.

El fenómeno de separación del propio elemento es sustancialmente el mismo, ya se trate del campesino lanzado a la fábrica gigantesca o del modesto empleado convertido de pronto en gran especulador. No es, como se ha dicho, el cambio de condición demasiado rápido el que es en sí peligroso; el peligro está en que, al llegar los hombres «desarraigados » o «avanzados» a la nueva condición, no encuentran modelos de comportamiento que gobiernen su nuevo personaje.

Es cierto que llevan consigo unas ideas morales aprendidas en la infancia. Pero la casuística, es decir la aplicación de preceptos generales a situaciones particulares, es un arte difícil, un ejercicio al cual pocos se sienten inclinados. Y mientras no se elabore un conjunto de normas prácticas adaptado a la condición de que se trate, los solos principios generales serán impotentes.[542] Ahora bien, ¿será acaso la autoridad legisladora la que tenga que elaborar este conjunto de normas?No, ciertamente. Sería incapaz de entrar en tales menudencias, ya que no es ningún director de conciencia.

Son propiamente los que crean las nuevas condiciones, las élites innovadoras, convenientemente guiadas por autoridades espirituales, las que tienen que crear el código de conducta, los modelos de comportamiento capaces de armonizar las nuevas funciones creadas por el orden social. Estas élites innovadoras[543] deben al mismo tiempo ocuparse de aquellos que se sienten atraídos hacia ellas y preparar el marco moral y las circunstancias materiales para recibirlos.

En una palabra, a cada función corresponde su propio código de conducta y su deber de patronaje. Ahora bien, en el movimiento social de nuestro tiempo, los innovadores no han ni elaborado ese código ni tomado conciencia de esos deberes.

Poderes sociales sin ética

Examinemos algunos casos concretos.

Al concebir la acción como de reducido valor nominal y al portador, se ha hecho posible la participación del ahorro medio y pequeño en las grandes compañías. Los financieros que movilizan el ahorro han desempeñado un papel muy positivo, siempre que, por un lado, las empresas en favor de las cuales reunían los capitales fueran beneficiosas para la comunidad y, por otro lado, se preocuparan de la seguridad de los ahorros. Sería injusto negar que los financieros tuvieran en el pasadoesta doble preocupación; pero jamás se formó una ética financiera de tal modo imperativa que guiara efectivamente la conducta social de estas personas. Por el contrario, lo que ha caracterizado a esta categoría social ha sido una desvergüenza creciente. Los anales del capitalismo están repletos de emisiones que no tenían otro objeto que despojar a los ahorradores, por ejemplo vendiéndoles un título por encima de su valor, provocando luego una bajada exagerada y rescatándolo luego a bajo precio. Al margen de los casos, tan numerosos, de maniobras fraudulentas, también han abundado los casos en los que los promotores eran indiferentes tanto al empleo como a la seguridad de los capitales, preocupándose únicamente del corretaje y la comisión.

Esta indiferencia se intenta justificar en dos ideas falsas: que la afluencia de capitales a una empresa sólo es posible mientras ésta obtiene unos beneficios que denotan su utilidad social e indican la necesidad de su expansión (conclusiones erróneas de una confianza infundada en el automatismo económico); y, segundo, que el promotor de una emisión contrata en pie de igualdad con el ahorrador: consecuencia absurda de la ficción igualitaria que preside al derecho moderno.

Pasemos ahora al industrial, que, apoyándose en amplias aportaciones de capitales, construye una gran fábrica. En cuanto ofrece productos y empleos, es un bienhechor social, siempre que, por supuesto, los productos que ofrece sean útiles y que, por otra parte, se sienta responsable de la suerte de sus obreros.

Pero la primera preocupación desaparece por el falso dogma de que la demanda es la medida de la utilidad, sea cual fuere la forma en que esa demanda se haya suscitado, incluso si es fruto de una publicidad imprudente.

En cuanto a la segunda preocupación, se esfuma también en virtud de la ficción de la igualdad. No es el señor, protector y guardián de los hombres que trabajan para él, sino alguien que contrata con ellos en pie de igualdad. De donde el despropósito del siglo XIX de que las estipulaciones del contrato agotan los deberes patronales. Cuando se estudia la jurisprudencia y la legislación de los accidentes de trabajo, salta a la vista esa insensatez: a qué artificios no ha habido que recurrir para justificar la responsabilidad patronal, que debería haberse derivado naturalmente del positivo reconocimiento de un «señorío» económico que implica todas las obligaciones de protección y de asistencia; señorío cuya arbitrariedad estaría limitado por la afiliación sindical de los miembros de la empresa.

Veamos ahora el caso del propietario de un periódico popular. No es un simple comerciante de papel que atiende a una demanda, sino alguien que difunde opiniones, suscita emociones, crea o destruye modelos de comportamiento. Ahora bien, desde el lanzamiento del primer periódico de este tipo no se ha formado una ética de la prensa de gran tirada. La generalización de la enseñanza, destinada a corregir los efectos de la universalización del sufragio, que proporciona a los ciudadanos una instrucción mínima, necesaria para la formación de opiniones sanas, ha generado una reserva ilimitada de consumidores a los traficantes de emociones.

A los espíritus superficiales lo único que les choca es la influencia que la prensa ejerce directamente sobre la marcha de la política. Pero no es aquí donde radica la esencial del fenómeno, sino en la propagación de modelos de comportamiento antisociales[544] en el hábito que crea a los «razonamientos emotivos».[545]

El desconcierto que provoca en las costumbres, ayudado además por el cine, es incalculable. El mundo periodístico, mucho más honesto en sentido estricto de lo que suele creerse, es completamente inconsciente de su responsabilidad general.

¿Será preciso añadir algún otro ejemplo? Fijémonos en el agente de publicidad, trabajador de la persuasión, que alquila sus servicios a todo el que los solicite, consiguiendo que el público adopte remedios que pueden ser inoperantes o nefastos —publicidad farmacéutica—, costumbres que pueden ser nocivas —publicidad de aperitivos—, principios políticos destructores —publicidad política o propaganda—.

Consecuencias de una falsa concepción de la sociedad

Resumiendo este apresurado panorama, digamos que el financiero, el industrial, el periodista, el publicitario, aun siendo gente personalmente irreprochable, son culpables de inconducta social, por la sencilla razón de que no tienen un código profesional que sea suficientemente preciso y vinculante para canalizar sus actividades hacia determinados fines sociales.

La ineficacia de ese código y de esos modelos de comportamiento se explica en parte por la rapidez de la evolución, pero también y sobre todo por una doble carencia de autoridades espirituales y sociales.

Función de las autoridades espirituales sería seguir la evolución social y precisar las obligaciones especiales que se derivan para cada situación de las verdades morales universales. De nada sirve predicar en una iglesia frecuentada por agentes de bolsa las normas formuladas para los patriarcas campesinos. El agente de bolsa puede escuchar con respeto y marcharse sin haber recibido ninguna indicación útil para su conducta.

Pero las autoridades espirituales, cuya legitimidad se cuestiona, carecen hoy de la seguridad necesaria para desempeñar activamente esta función, y ello las lleva a replegarse a la defensiva en la mera representación del ceremonial.

La función de quienes son, para fines prácticos, los jefes, los líderes, patronos, señores, guías espirituales, consiste en preocuparse de saber adónde van y adónde quieren conducir a la sociedad. Pero de hecho las palabras 'jefe' y 'líder' no se aplican a ellos; se les niega esta calidad y este título. El falso dogma de la igualdad, que tanto halaga a los débiles, conduce en realidad a la infinita licencia de los poderosos. Jamás la elevación social ha implicado menos cargas; jamás ladesigualdad real ha sido más abusiva desde la inclusión en el derecho positivo de una igualdad de principio que entraría la negación de todos los deberes pertenecientes a la condición social. Podemos observar cómo se desarrollan las consecuencias de un pensamiento apresurado que no ha querido reconocer en el mecanismo social sino piezas elementales, los individuos, y una instancia central, el Estado; que ha descuidado todo el resto y negado el papel de las autoridades espiritualesy sociales.

Este error se debió a causas intelectuales: a un orden nuevo de estudios se trasladaba la presunción de una ciencia adolescente, embriagada de Newton, que no veía en el universo otra cosa que un burdo juego de fuerzas simples.

También a causas políticas. El Estado y el individuo emergerían triunfantes de una larga lucha librada en común contra unos poderes que el Estado rechazaba como rivales y el individuo como dominadores.

¿Cómo se repartirían la victoria? ¿Conservaría el individuo todo el beneficio de una doble liberación, solución individualista; o bien el Estado heredaría funciones antes desempeñadas por los poderes abolidos, solución estatista? El siglo XIX intentó al principio la solución primera: el Poder, al que nada limita, se limitaba a sí mismo, confiando al juego de los intereses individuales el surgimiento de un orden espontáneo, el mejor posible. A favor de esta abstención se levantaron poderes sociales nuevos,[546] que no eran reconocidos y que encontraron en la absurda negación de su existencia la posibilidad de hacer mil diabluras. Y hemos podido presenciar la aparición de las más fantásticas candidaturas a la autoridad espiritual: han reaparecido las más toscas herejías so color de ideas nuevas, en torno a las cuales se formaron esas iglesias militantes y agresivas que son lospartidos actuales.

El resultado ha sido que la insolencia de los intereses y la incompatibilidad de las creencias han hecho preciso el restablecimiento de un orden. Al no disponer, como medio de disciplina, más que del Poder, ha sido necesario otorgarle una función coactiva ilimitada.

Del caos al totalitarismo

En todas las sociedades históricas conocidas han existido, y existirán en todas las sociedades posibles, jefes de grupos, como lo fue el señor feudal o como lo es el capitán de industria. Es este un hecho del que resulta una doble responsabilidad: en cuanto a la inserción armoniosa del grupo en la colectividad, y en cuanto al bienestar del grupo. Estas responsabilidades son naturales: si el derecho positivo las descuida o se niega a consagrarlas, no por ello dejan de existir. Igualmente, en toda función social, sea antigua o nueva, existen los que marcan el paso y establecen los modelos de conducta, los seniores que tienen una responsabilidad ejemplar, también ella natural.

Hay muchas clases diferentes de 'notables', y para cada uno de los múltiples papeles que integran el drama social hay seniores. Ningún orden social podría mantenerse o restablecerse si los dirigentes de los grupos y los decanos de los colegios no cumplieran su misión esencial, que la autoridad espiritual debe recordarles sin cesar.

Una vana metafísica puede negar su existencia y tratarlos como ciudadanos ordinarios: no por ello son despojados de su influencia y su poder, sino tan sólo descargados de las honorables servidumbres que los convierten en servidores del bien común. El interés se convierte en el único principio de sus acciones, y el desorden lo propagan los mismos que debería establecer el orden. La confusión de los modelos de comportamiento se difunde de arriba abajo, y los individuos pierden, en todas las situaciones y en todas las funciones, la precisa y detallada concepción de sus deberes que los convierte en cooperadores eficaces.

Cuando esto sucede, la cohesión social sólo puede restablecerla un Poder que formula con el mayor detalle las normas de conducta que convienen a cada función. Y como los hábitos, las costumbres, el poderoso regulador interno de los modelos de comportamiento no proporcionan una conformidad espontánea, se impone proporcionarlamediante la coacción.

Pero la represión no puede extenderse a todo y por todo: se necesitarían tantos policías como ciudadanos. Se trata de sustituir la coacción exterior por otra mucho más eficaz, la que se ejerce desde el interior del individuo sobre sus acciones. Se procura que internalice los modelos de conducta, para lo cual es preciso echar mano de los burdos métodos de la sugestión colectiva y de la propaganda. Y esto da origen también a imágenes triviales, indiferenciadas con respecto a la función, al contrario de las que resultan de las influencias morales y de los ejemplos cercanos.

Se crea así una cohesión social mucho más tosca, más primitiva que la que se ha dejado destruir. Se reducen las divergencias de que adolecía la sociedad, pero al precio de diferencias que constituían su civilización. Es la solución totalitaria, un mal surgido del mal individualista, porque lo contrario que engendra un error no es la verdad, sino otro error.

Los frutos del racionalismo individualista

Incapaces de haber sabido preservar y de saber reconstruir la delicada y cambiante armonía de una sociedad altamente civilizada, volvemos al modo de cohesión de la tribu primitiva. En el frenesí común se forjan fuertes sentimientos que entrañan sus tótem y sus tabúes, que hay que compartir so pena de ser tratado como hostis, enemigo extranjero.

¡Qué dirían los individualistas y los librepensadores de los siglos XVIII y XIX si vieran los ídolos que hoy tenemos que adorar, los sombreros de Gessler que saludar, para no ser perseguidos y lapidados! ¡Cuánto más próxima a las luces» les parecería la «superstición» que combatían, comparada con la que la ha sustituido! ¡Y cuánto más indulgente el «despotismo» que destronaron al precio de aquellos cuyo peso nosotros soportamos!

Tan respetuosos con la vida humana, tan aficionados a la suavidad de las formas, tan enemigos de la dureza de las penas, tan escandalizados por la injusticia legal, ¿con qué horror no compararían la sociedad que los hizo con la sociedad que nos han legado? Pues hay que convenir, sea cual fuere la simpatía que sintamos por las ideas individualistas, que no se puede condenar a los regímenes totalitarios sin condenar con ellos la metafísica destructora que hizo inevitable su implantación.

Ésta sólo quiso ver en la sociedad al Estado y al individuo. Desconoció el papel que desempeñan las autoridades morales y de todos aquellos poderes sociales intermedios que encuadran, protegen y dirigen al hombre, evitando e impidiendo la intervención del Poder. No previó que la destrucción de todas estas barreras y de todos estos baluartes desencadenaría el desorden de los intereses egoístas y de las pasiones ciegas, hasta el fatal y nefasto advenimiento de la tiranía.

Tocqueville, Comte, Taine y tantos otros multiplicaron en vano sus advertencias. Se haría un libro, mejor sin duda que el presente pero con el mismo sentido, si pusiéramos una tras otra todas las profecías que tantos excelentes espíritus prodigaron.

¡Inútiles Casandras! ¿Y por qué tan inútiles? ¿No estarán acaso las sociedades regidas en su desenvolvimiento por leyes desconocidas? ¿Conocemos si su destino es evitar los errores que las conducen a la muerte? ¿Si el impulso que las lleva a su madurez no será el mismo que produce su destrucción? ¿Si su floración y su maduración no se realizan al precio de un estallido de las formas en que se había acumulado su vigor? Fuegos artificiales que no dejarán tras de sí más queuna masa amorfa, abocada al despotismo o a la anarquía.

Notas al pie de página

[428]

André Berthelot observa en el artículo «Etat» de La Grande Encyclopedie: «En el África central, a Baker le sorprendió mucho el contraste entre el Unyoro, sometido a un despotismo feroz, en el que se mata y se tortura por las causas más insignificantes, y los países limítrofes, donde las tribus no tienen jefes. Por un lado, una agricultura floreciente, industria e incluso arquitectura, un pueblo bien vestido y bien alimentado; por el otro, bandas de salvajes desnudos, expuestos a los tormentos del hambre.» Se trata, por lo demás, de una ilustración tomada de Spencer, Príncipes de Sociologie, ed. fr., t. III, pp. 337-38.


[429]

Véanse las citas de Hobbes en el capítulo I.


[430]

Véase Ihering: «La anarquía, es decir, la ausencia de fuerza estatal, no es una forma de Estado, y cualquiera que acabe con ella por el medio que sea, el usurpador nacional o el conquistador extranjero, rinde un servicio a la sociedad. Es un salvador, un bienhechor, porque la forma más insoportable de Estado es la ausencia de Estado.» -Citado por Prélot, Diccionnaire de Sociologie, artículo «Autorité».


[431]

El espíritu de las leyes, libro XI, cap. IV.


[432]

«Si el principio de colegialidad substituyó al principio monárquico, fue precisamente para que el poder supremo estuviera limitado y la nueva magistratura bicéfala encontrara unos límites en ella misma.» Mommsen, Manuel des Institutions Romaines, ed. fr., tomo I, p. 306.


[433]

También se buscaba un correctivo a la actividad indiscreta de los tribunos en la multiplicación de su número, que tendía a disminuir su actividad porque ex tribunis potentior est qui intercedit.


[434]

Si se prefería discurrir sobre Israel, Atenas y Roma en lugar de hacerlo sobre los datos inmediatos, era porque se disponía de buenas síntesis sobre el pasado antiguo y no sobre el pasado reciente. Sabemos que las investigaciones de Montesquieu sobre las instituciones feudales suscitaron sorpresa y mofa. Sólo tras él se multiplicaron rápidamente.


[435]

La vía fecunda era probablemente, para el antiguo régimen, la que trazaban los grandes juristas de la magistratura. Totalmente olvidadas hoy, sus tesis moderadoras de la soberanía sólo pueden citarse aquí de pasada. Las mencionaremos en otro lugar.


[436]

Prueba de ello, la campaña que hará en 1787 y 1788 la Cámara de Comercio de Normandía contra el tratado de comercio franco-inglés.


[437]

El espíritu de las leyes, libro VIII, cap. VI.


[438]

Sesión del 21 de septiembre de 1792.


[439]

«En una monarquía, afirma Billaud-Varenes, la nación está tiranizada en proporción al vigor con que se ejecutan las órdenes del principe.» Rapport sur le mode de gouvernement provisoire et révolutionnaire, hecho en nombre del Comité de Salud Pública.


[440]

Así Saint-Just, quien decía: «Un pueblo no tiene más que un enemigo peligroso: su gobierno.» Rapport au nom du Comité de Salut de 19 de vendimiario, año II.


[441]

Odilon Barrot, De la centralisation et ses effets, París 1861.


[442]

De la democracia en América, III, 406.


[443]

Hablaba bajo la Restauración.


[444]

La vie politique de M. Royer-Collard, II, 130-131.


[445]

República III, XVII.


[446]

Leviathan, p. 138 de la primera ed. de 1659.


[447]

Ib., p. 139.


[448]

El sistema de Sieyés, que pasó al derecho constitucional francés, niega a la nación la capacidad de formar una voluntad general distinta de la expresada en asamblea. Y como la asamblea de la nación es prácticamente irrealizable, la Asamblea nacional es, por definición, considerada como asamblea de toda la nación.


[449]

«El sistema representativo francés, escribe el jurista Carré de Malberg, se desvió en 1789-1791 del principio de la soberanía nacional; al confundir la voluntad general con la voluntad legislativa parlamentaria, puso al Parlamento a la misma altura que el soberano, o más bien le erigió efectivamente en soberano.» R. Carré de Malberg, La Loi, expression de la volonté générale. Étude sur le concept de la loi dans la Constitution de 1875, París 1939, p. 72.


[450]

Hemos visto ciertamente cómo la prohibición a los tribunales de conocer de cualquier acto de la administración ha permitido que la arbitrariedad se extendiera mucho más libremente que bajo el antiguo régimen.


[451]

El espíritu de las leyes, libro XI, cap. II.


[452]

«La Revolución francesa afirmó solemnemente el principio de la soberanía nacional, pero no lo aplicó, pues, como se dijo más arriba, este célebre principio no es más que un cebo, una ficción, un medio de gobierno que no tiene más valor real que el principio del derecho divino.» Léon Duguit, L'État, le Droit objetif et la Loi positive, París 1901,p. 251.


[453]

«La Revolución francesa dio el golpe de gracia al derecho divino y a la legitimidad. Pero tampoco la soberanía del pueblo y la voluntad general que gobiernan y legislan por medio de representantes encuentra ya ningún crédito entre los hombres cultos. El Estado es mando, y todos no pueden mandar. He ahí la verdad. La voluntad general es una ficción.» Gumplovicz, Die soziologische Staatsidee, 1902, p. 3.


[454]

«No hay Estado al que yo niegue más resueltamente el nombre de cosa pública que a aquel que se encuentra plenamente en manos de la multitud. No creo que existiera república alguna en Agrigento, en Siracusa y en Atenas cuando dominaban los tiranos, ni en Roma bajo los decenviros. No veo cómo pueda darse el nombre de república al despotismo de la multitud; primero, porque, según vuestra feliz definición, Emiliano, no existe pueblo para mí si no se halla ligado por el vínculo común de la ley. Aparte de esto, esta reunión de hombres es tan tiránica como lo pueda ser un solo hombre, e incluso un tirano tanto más odioso cuanto que no hay nada más terrible que esta bestia feroz que toma la forma y el nombre de pueblo.» Cicerón, La République, III, XXIII, trad. fr. Villemain, París 1859, pp. 189-90.


[455]

Elie Luzac, de una familia de refugiados protestantes en Holanda, que publicó en 1764, en Amsterdan, una edición anotada del Espíritu de las leyes.


[456]

Cours de Politique constitutionnelle, ed. de 1836, pp. 16-17.


[457]

Sismondi, Etudes sur les constitutions des peuples libres, ed. de 1836, p. 204.


[458]

B. Constant, Cours de Politique constitutionnelle, ed. Laboulaye de 1872, pp. 279-280.


[459]

Daunou, Essai sur les garanties individuelles, París 1819, pp. 23-24.


[460]

El espíritu de las leyes, libro XII, cap. XVIII.


[461]

B. Constant, Cours de Politique..., ed. Laboulaye, 1872, p. 8.


[462]

Ibidem.


[463]

Mauras, Action français del 15 de mayo de 1930.


[464]

Odilon Barrot, De la centralisation, París 1861.


[465]

La France parlamentaire, t. II, p. 109.


[466]

Sismondi, op. cit., p. 305.


[467]

Stuart Mill, Le Gouvernement répresentatif, trad. Dupont-White, París 1865, p. 277.


[468]

Ya hemos señalado que la aristocracia campesina se benefició con la creciente demanda de carbón.


[469]

«Cuando la democracia es el poder supremo, dice Stuart Mill, no hay un solo individuo o un pequeño número lo bastante fuerte como para sostener las opiniones disidentes y los intereses amenazados o lesionados.» Op. cit., trad. Dupont-Whit. París, 1863, p. 277


[470]

«Puesto que el poder político es una realidad de hecho, los hombres comprendieron, desde el momento en que tuvieron la noción del derecho, que las órdenes de ese poder sólo son legítimas cuando se ajustan a derecho, y que el empleo de la coacción material por el poder político sólo es legítimo si se dirige a asegurar la sanción del derecho... Nadie tiene derecho a mandar a los otros: ni un emperador, ni un rey, ni un parlamento, ni una mayoría popular pueden imponer su voluntad como tal; sus actos no pueden imponerse a los gobernados si no son conformes al derecho. Por lo tanto, la cuestión a menudo discutida de saber cuál es el fin del Estado, o más exactamente del poder político, se resuelve de la manera siguiente: el poder político tiene como fin realizar el derecho; está obligado por este derecho a hacer cuanto pueda para asegurar el reino del derecho. El Estado se basa en la fuerza; pero esta fuerza sólo es legítima cuando se ejerce conforme al derecho... Las fórmulas han variado a lo largo de los siglos; el fondo es siempre el mismo. Desde el siglo X, bajo la influencia de la Iglesia, esta idea de que Dios ha instituido a los príncipes para hacer reinar el derecho y la justicia ha venido penetrando profundamente en los espíritus. Luchaire ha demostrado de manera luminosa que el poder de la monarquía capeta se apoyaba fundamentalmente en la creencia de que Dios ha instituido a los reyes para que sean ellos los que hagan justicia a los hombres y, sobre todo, hagan que reine la paz, que es el primero y más esencial de todos sus deberes.» Léon Duguit, Traité de Droit constitutionnel, t. I, París 1921, pp. 518-519.


[471]

Marcadé.


[472]

Demolombe. Citas tomadas de H. Lévy-Ullmann, Elements d'introduction generale a l'étude des Sciences juridiques, I, «La définition du Droit», París 1917


[473]

Métaphysique des moeurs, trad. fr. Barni, París 1853, primera parte, XLVI.


[474]

Carré de Malberg, Contribution a la théorie génerale de l'Etat, París 1920, p. 57, nota 6.


[475]

Véase cap. XI.


[476]

Hobbes, Leviathan, 2. a parte, cap. XXVI, p. 137 de la edición primera de 1651.


[477]

Idem, pp. 137-138.


[478]

Op. cit.


[479]

B. Constant, «De la Souyeraineté du Peuple», en el Cours de Politique constitutionnelle, ed. Laboulaye, París 1872, t. II, p. 9


[480]

Destutt de Tracy, Eléments d'idéologie, t. IV, pp. 456-459.


[481]

Idem, p. 454.


[482]

«La ley, considerada como medio de disciplina social, no vale más que la fuerza cuando ella misma no es sino la expresión de la fuerza, pues también ella tiene sus leyes, fuera de las cuales no vale más que los peligros que está destinada a conjurar... Ellas [las leyes que se imponen a las leyes] forman el derecho, en el sentido más elevado que el pensamiento pueda concebir: el ideal que traza e ilumina el camino por el que debe ir el legislador... La ley no es el derecho, no es más que su manifestación accidental, su expresión temporal o local, su instrumento en cierto modo.» Ch. Beudant, Le Droit individuel et l'État, pp. 12 y 13.


[483]

«Antes de que existieran leyes positivas había relaciones de justicia.. Decir que sólo es justo o injusto lo que establecen o prohíben las leyes positivas es como decir que antes de que se trace el círculo los rayos no son iguales.» El espíritu de las leyes, lib. I, cap. I.


[484]

Duguit. Traité de Droit constitutionnel, t. III, p. 542.


[485]

A.V. Dicey, op. cit., p. 247.


[486]

Idem, p. 172.


[487]

«En Inglaterra, afirma Dicey, lo que se entiende por principios de la constitución son inducciones o generalizaciones basadas en decisiones particulares realizadas por los tribunales en lo referente a los derechos de determinados individuos.» Op. cit., p.176.


[488]

Idem, p. 179.


[489]

Idem, p. 203.


[490]

François Gény, Science et Technique en droit privé positif, 4 vols., 1914-1924, tomo IV, p. 93.


[491]

Así, en Estados Unidos ciertas resistencias inoportunas de la Corte Suprema a ciertas leyes sociales.


[492]

Reproducción casi textual (¿se percató de ello Comte?) del pensamiento de Locke.


[493]

Comte, Philosophie positive, t. IV, p. 157.


[494]

Leemos en la encíclica Mit brennender Sorge, de 14 de marzo de 1937: «Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto; con todo, quien los arranque de esta escala de valores terrenales, elevándolos a suprema forma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a ella...

«Es una nefasta característica del tiempo presente querer desgajar no solamente la doctrina moral, sino los fundamentos mismos del derecho y de su aplicación, de la verdadera fe en Dios y de las normas de la revelación divina. Fijase aquí nuestro pensamiento en lo que se suele llamar derecho natural, impreso por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano, y que la sana razón humana no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir. A la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo, cualquiera que sea el legislador, en su contenido ético y, consiguientemente, en la legitimidad del mandato y en la obligación que importa cumplirlo. Las leyes humanas, que están en oposición insoluble con el derecho natural, adolecen de un vicio original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con la fuerza externa. Según este criterio se ha de juzgar el principio: `Derecho es lo que sea útil a la nación'. Cierto que a este principio se le puede dar un sentido justo, si se entiende que lo moralmente ilícito no puede ser jamás verdaderamente ventajoso al pueblo. Hasta el antiguo paganismo reconoció que, para ser justa, esta frase debía ser transpuesta y decir: 'Nada hay que sea ventajoso si no es al mismo tiempo moralmente bueno; y no por ser ventajoso es moralmente bueno, sino que por ser moralmente bueno es también ventajoso.' (Cicerón. De officiis, III, 30). Este principio, desgajado de la ley ética, equivaldría, por lo que respecta a la vida internacional, a un eterno estado de guerra entre las naciones; además, en la vida nacional, pasa por alto, al confundir el interés y el derecho, el hecho fundamental de que el hombre como persona tiene derechos recibidos de Dios, que han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio. Despreciando esta verdad se pierde de vista que, en último término, el verdadero bien común se determina y se conoce mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre derecho personal y vínculo social, como también por el fin de la sociedad, determinado por la misma naturaleza humana. El Creador quiere la sociedad como medio para el pleno desenvolvimiento de las facultades individuales y sociales; y así, de ella tiene que valerse el hombre, ora dando, ora recibiendo, para el bien propio y el de los demás. Hasta aquellos valores más universales y más altos que solamente pueden ser realizados por la sociedad, no por el individuo, tienen, por voluntad del Creador, como fin último al hombre, así como su desarrollo y perfección natural y sobrenatural.»


[495]

Ya fue previsto, concretamente por Benjamin Constant: «El reconocimiento abstracto de la soberanía del pueblo no aumenta en nada la suma de libertad de los individuos, y si se atribuye a esta soberania una latitud que no debe tener, la libertad puede perderse a pesar de ese principio, e incluso por ese principio.» B. Constant: «De la Souveraineté du Peuple», en Cours de Politique constitutionnelle, ed. Laboulaye, París 1872, t. I, p. 8.


[496]

«Nullus liber horno capiatur vel imprisoneretur, disseisietur de libero tenemento suo nisi per legale judiciurn parium suorurn vel per legem terrae.»

Por la misma época, en Francia, Mateo París escribe (1226): «Quod nullus de regno Francorum debuit ab aliquo jure sui spoliari, nisi per judicium parium suorum.»


[497]

Véase Glasson, Histoire du Droit et des Institutions de l'Angleterre, París 1882, t. I, p. 240.


[498]

Glasson, op. cit., p. 251.


[499]

Véase Mommsen: «Los miembros de la comunidad (en la Roma más primitiva) se reunían para rechazar, agrupando sus fuerzas, al opresor extranjero, y se ayudaban los unos a los otros en caso de incendio; para esta defensa y esta ayuda se daban un jefe.»

Fuera de este caso de necesidad, no había ninguna soberanía intra muros y «el jefe de la domus no podía al principio contar más que consigo mismo y los suyos y se hacía justicia a sí mismo.» Mommsen, Le Droit phial romain, t. I., tr. fr. de Duquesne, París 1907.


[500]

«El derecho antiguo se basaba en el principio de la voluntad subjetiva. Según ese principio, el propio individuo es el fundamento y fuente de su derecho; es su propio legislador. Sus actos de disposición tienen, en la esfera de su poder, el mismo carácter que los del pueblo en la suya. En ambas partes son leges: allí leges privatae, aquí leges publicae; pero existe una completa identidad respecto al fundamento jurídico. En todo aquello que concierne a su casa y a sus intereses privados, el jefe de familia posee el mismo poder legislativo y judicial que el pueblo en lo que respecta a la generalidad de los ciudadanos. La idea que constituye la base del derecho privado antiguo es la idea de autonomía

La lex publica sólo aporta restricciones al dominio de la legislación privada allí donde el interés de todos lo exige imperiosamente. Estas restricciones, comparadas con las del derecho posterior, son de muy poca importancia: se necesitaron siglos para destruir la concepción antigua y para disipar el correspondiente temor de restringir la libertad privada.» Ihering, L'Esprit du droit romain, ed. fr ., t. II, p. 147.


[501]

Ihering, op. cit., t. II, pp. 296-297.


[502]

«La más completa expansión de la era de la libertad marca también el reino del más severo rigor en la forma. La forma se relaje en su severidad al mismo tiempo que palidecía insensiblemente la libertad, y bajo las ruinas de ésta, cuando, bajo la presión continua del régimen cesáreo, se derrumbó completamente para siempre, desaparecieron también las formas y fórmulas del derecho antiguo. Esto es ya un hecho que debe llamar nuestra atención sobre cómo la forma desaparece precisamente en la época en que la voluntad se había instalado en el trono, afirmándose abiertamente y sin rebozo como principio supremo del derecho público. Más aún, la época de los emperadores bizantinos, la oración fúnebre con que acompañaron la desaparición de la forma, la aversión y el desprecio que le demostraron, nos permitirá tocar con la mano la relación que existe entre la libertad y la forma.»

Enemiga jurada de la arbitrariedad, la forma es la hermana gemela de la libertad. La forma es, en efecto, el freno que detiene los intentos de aquellos a quienes la libertad arrastra a la licencia: ella dirige la libertad, la contiene y protege. Las formas fijas son escuela de disciplina y orden, y por tanto de libertad; son un baluarte contra los ataques exteriores; pueden romperse, pero no plegarse. El pueblo que profesa el verdadero culto de la libertad comprende por instinto el valor de la forma, siente que no es un yugo exterior, sino el apoyo y sostén de su libertad.» Ihering, op. cit., t. III, pp. 157-158.


[503]

Ejemplos que todavía hoy pueden observarse demuestran lo mucho que el culto a los antepasados disciplina a una sociedad:

«Entre los fangos, la permanencia y la uniformidad del alma común son aseguradas por el sentimiento más patriarcal de toda el África tropical. La sombra de los antepasados se cierne sobre todo ese pueblo tan interesante en tantos aspectos; impone a cada una de sus tribus tradiciones transmitidas oralmente a través de generaciones; les comunica el respeto sagrado de los actos más destacados y una especie de disciplina a la vez individual y social. No hay duda de que a esta lejana tradición, a esta religión familiar, debe el pahuin lo mejor de su fuerza moral y su incansable tenacidad.

«El culto a los antepasados da a cada uno de estos grupos sociales la cohesión que les niega la ausencia de toda organización política. La alta tasa de natalidad de este pueblo, su lento triunfo sobre sus vecinos, su expansión invencible, su ruda originalidad, demostrarían, si no fuera redundante, el enorme poder que una fe común confiere a las asociaciones humanas.» A. Cureau, Les Sociétés primitives de l'Afrique équatoriale, París 1912, pp. 337-338.


[504]

La educación es el factor esencial para el mantenimiento de las costumbres en una sociedad aristocrática. No les falta razón a los ingleses cuando destacan la importancia «de los campos de deportes de Eton».


[505]

Así la institución griega de la efebia: «A los dieciocho años, la república toma a los jóvenes y los entrega a sus maestros; éstos serán tal vez estrategas, arcontes, pritanes; se les somete a un noviciado político. El colegio no es sólo una escuela de filosofía y de retórica, un gimnasio o una asociación religiosa; es, ante todo y sobre todo, una institución en la que se aprende a convertirse en ciudadano; sus caracteres son tan numerosos como complejos y variados son los deberes del ateniense. El ateniense es soldado, habla y vota en las asambleas, hace y deroga las leyes; los cultos de la patria han de ser celebrados por él con una rigurosa exactitud, es un deber que la política y la religión le imponen; es de condición libre, por lo que es necesario que tenga las cualidades que le distingan de los esclavos, que conozca a los poetas cuyas obras son parte del patrimonio sagrado legado por el pasado, depósito de las tradiciones antiguas, homenajes consagrados a los dioses y a los grandes hechos de los antepasados; debe ejercitarse en las artes, sin las cuales la vida ateniense no existiría, en la gimnasia, en la música sobre todo; tiene que realizar el ideal cuyos caracteres describió Aristóteles al trazar el perfil del ciudadano de una ciudad libre, salido como Helena de los inmortales, nacido por la gracia de los dioses, para todas las distinciones del pensamiento y de los sentimientos. Así debe ser el ateniense, así será el efebo.» Albert Dumont, Essai sur l'Ephébie attique, t.I, París 1876, p. 7.


[506]

Con el fin de impresionar las jóvenes imaginaciones, los senadores llevaban a sus hijos a las sesiones. Es lógico que, para producir el efecto deseado, éstas tenían que ser muy distintas de nuestros debates parlamentarios.


[507]

Durante la alta Edad Media, el término que denotaba la libertad precedía al otro: liber homo.


[508]

Contrato social, libro III, cap. XV.


[509]

Aristóteles, Política, libro I, cap. II.


[510]

Cicerón, República, p. 30 de la trad. Villemain, ed. de 1859.


[511]

Sobre el verdadero carácter de las curias, véase especialmente Vasilii Sinaiski, La Cité quiritaire. De l'origine de l'Histoire agraire. De l'Histoire du droit de la Rome ancienne et de ses Institutions religieuses et guerriéres, Riga 1923, y La Cité populaire considérée au point de vue de la Cité quiritaire, Riga 1924. «La curia, dice Sinaiski, era en realidad una sociedad de hombres valientes y armados. Era un grupo de guerreros, ligados por sentimientos comunes.» La Cite quiritaire, p. 17. Un quirite, un hombre libre, es miembro de estos grupos.


[512]

Cómo pudo producirse esta alteración progresiva del personal dirigente sin que se alterara esencialmente su espíritu, lo ha expuesto Villemain con feliz expresión:

«El gobierno de Roma fue al principio un privilegio y casi un misterio, concentrado en manos de un pequeño número de familias que reunían la posesión de todos los cargos públicos, la magistratura, el sacerdocio, la ciencia exclusiva de las leyes y de los ritos religiosos. Aunque el tiempo abrió algunas brechas en este mundo y aunque la mayor parte de las barreras que cerraban la entrada a este poder aristocrático fueran sucesivamente levantadas por fortunas y ambiciones nuevas, sin embargo tendía siempre a restablecerse; se fortificaba con lo que cedía; se enriquecía con sus derrotas, incorporando, infundiéndoles sus máximas, a los grandes hombres que la ola de las leyes populares llevaba a su seno. Esta confarreación misteriosa que vinculaba antiguamente a todos los miembros de las familias patricias fue substituida por una ambiciosa confederación de dignidades, riquezas y talentos. Cuando el monopolio de las supersticiones augurales, que ella conservó durante tanto tiempo, perdió su poder, ella conservó la ciencia exclusiva de los intereses del Estado, que se fueron haciendo cada día más complejos, más numerosos, más impenetrables a la masa, en razón de la propia magnitud de las empresas y prosperidades públicas.» Villemain, Introducción a la traducción de la República de Cicerón, ed. de 1858, p. XVII. Puede apostarse que Villemain pensaba también en Inglaterra.

Pero esta bella página tal vez minimiza la transformación realizada en la clase dirigente. Una cosa es que se abriera a los que tenían con ella afinidades naturales, y otra que fuera invadida por quienes forzaban su entrada negando el principio en que descansaba.


[513]

«La plebe adquirió el derecho de ciudadanía por fracciones. La adquisición del derecho de familia y del derecho patrimonial, la del derecho de llevar armas, la de la plena capacidad de comparecer ante la justicia, del derecho de voto, del connubium, la del derecho a las magistraturas y a los sacerdocios, fueron las distintas fases de esta evolución, y en su mayor parte no tuvieron lugar en virtud de un acto aislado un año determinado.» Mommsen, Manuel des Antiquités romaines, ed. fr ., vol. VI, parte primera, París 1887, p. 74.


[514]

«La transformación por la que el arma tribunicia, dirigida en su origen contra la nobleza de nacimiento, la empleó luego, tras haber pasado por las manos de la nueva nobleza de magistrados, el Senado contra la magistratura, y más tarde sirvió también a la monarquía naciente contra el poder del Senado, pertenece más a la historia que al derecho público. Esta institución extraña, surgida no de las necesidades prácticas, sino de las tendencias políticas, carente de toda competencia positiva y creada solamente para la negación, podía servir a uno u otro partido según las circunstancias, y efectivamente sirvió sucesivamente a todos y contra todos. Una de las ironías justificadas del espíritu que rige al mundo ha sido que el poder tribunicio, revolucionario en su base más íntima, acabó convirtiéndose en el asiento jurídico de la monarquía.» Mommsen, op. cit., ed. fr., t. III, p. 355.


[515]

Para ello era preciso que antes tuviera el consentimiento del Senado. Pero al fin ese consentimiento dejó de ser necesario, y lo que la plebe votaba se convertía en ley.


[516]

Rousseau lo subrayó en un pasaje que los divulgadores de su pensamiento suelen pasar por alto. Dirigiéndose a los polacos, escribe:

«Comprendo las dificultades del proyecto de libertar a vuestros pueblos. Lo que yo temo no es solamente el interés mal entendido, el amor propio y los prejuicios de los señores. Vencido este obstáculo, temería los vicios y las cobardías de los siervos. La libertad es un alimento suculento pero de difícil digestión, se necesitan estómagos muy sanos para soportarlo.

«Me río de esos pueblos envilecidos que, dejándose sublevar por conjurados, se atreven a hablar de libertad sin tener siquiera idea de ella, y con el corazón lleno de todos los vicios de los esclavos, se imaginan que para ser libres basta con ser revoltosos.

»¡Altiva y santa libertad! Si estas pobres gentes pudieran conocerte, sabrían a qué precio se te adquiere y se te conserva; si comprendieran cuánto más austeras son las leyes que duro es el yugo de los tiranos, sus débiles almas, esclavas de pasiones que habría que ahogar, te temerían cien veces más que a la servidumbre, te huirían con horror como un peso dispuesto a aplastarlas.»


[517]

Véase Alb. Grenier, «La Transhumance des Troupeaux en Italie», en Mélanges d'Archéologie et d'Histoire, 1905, p. 30.


[518]

Ley de P. Clodio del año 58 antes de Cristo.


[519]

Artículo publicado en la Revue des Deux Mondes el 15 de enero de 1854, citado por Proudhon, De la justice dans la Révolution et dans l'Eglise.


[520]

Sismondi, Études sur les Constitutions des Peuples libres, París 1836, pp. 315-316.


[521]

J.St. Mill, Le gouvernement représentatif, trad. Dupont-White, París 1865, p. 95.


[522]

J.St. Mill, op. cit., pp. 95-96.


[523]

J.St. Mill, op. cit., pp. 96-97.


[524]

Incluso en nuestros días, sin embargo, se ha comprendido que si bien todos tienen que disfrutar de la libertad aristocrática, no todos son igualmente capaces de mantener sus condiciones. D.-H. Lawrence ha expresado con energía las creencias inconfesadas pero profundas que reinaban no hace mucho tiempo:

«Somors era inglés por la sangre y la educación y, aunque no tuvo antecedentes, sabía que era uno de los miembros responsables de la sociedad, frente a los innumerables irresponsables. En la vieja Inglaterra, cultivada y moral, había una distinción radical entre los miembros responsables de la sociedad y los irresponsables.» D.-H. Lawrence, Kangouroo, tr. fr., p. 26.


[525]

Se podía escribir ya en 1869: «Bancos, sociedades de crédito, compañías navieras, ferrocarriles, grandes fábricas, empresas metalúrgicas, de gas, sociedades de cierta importancia, se hallan concentradas en las manos de ciento ochenta y tres (183) individuos.

«Estos ciento ochenta y tres personajes disponen de un modo absoluto de los capitales que dirigen, representan más de veinte millares de millones de acciones y de obligaciones emitidas, es decir lo más saneado de la fortuna pública, y principalmente de todos los grandes conglomerados industriales a través de los cuales se ve obligado a pasar el resto de la producción llamada libre.»

Como se ve, el fenómeno es más antiguo de lo que se piensa. El autor citado considera que su desarrollo se aceleró notablemente después de la revolución del 48. Véase F. Duchesne, L'Empire industriel. Histoire critique des Concessions financreres et industrielles du Second Empire, París 1869.


[526]

Tocqueville, L'ancien Régime et la Révolution, p. 165.


[527]

Podemos definir el grado de correlación como la proporción de los individuos de la clase A que están también en la categoría a, los individuos de la clase B que están también en la categoría b, etc.


[528]

Réponse aux observations de la Chambre de Commerce de Normandie por Dupont de Nemours.


[529]

Véanse las páginas inmortales de Past and Present (1843).


[530]

Los ingresos financieros que el Estado federal necesitaba en 1938 eran veinticuatro veces mayores de lo que habían sido a principio de siglo.


[531]

«Aunque parece tender al bien de los individuos, el socialismo de Estado trabaja sobre todo para el Estado. No se equivocó el gran político realista que patrocinó y entronizó oficialmente el socialismo en Alemania. Comprendió que el Estado, al acostumbrar al ciudadano a dirigirse a él para implorar un texto de ley, un reglamento de administración pública una ordenanza policial, lo sujeta con lazos de dependencia y sujeción. Vio claramente que el Estado se fortifica como Estado con sus aparentes concesiones. Pueden cambiar las formas políticas, pero aumentan la autoridad y la coacción legadas por las formas antiguas a las nuevas formas.» Henri Michel, L'Idée de l'État, París 1898, p. 579.


[532]

Cámara de los comunes, 23 de marzo de 1891.


[533]

La «Prohibición» en los Estados Unidos ofrece de ello un claro ejemplo.


[534]

Véase concretamente E. Faguet, Le libéralisme, París 1903. Un buen libro que contiene excelentes verdades.


[535]

Op. cit., p. 102, y en varios otros pasajes.


[536]

«Fixit in aeternum causas, qua cuncta coercet Se quoque lege tenens.» Lucano, Farsalia, II, 9-10.


[537]

Porque a pesar del orden particular que pueda establecer, yo no veo en el despotismo otra cosa que el desorden por excelencia.


[538]

Empleo a propósito la forma vaga «Aquí..., allí, por el contrario...», sin indicar ningún lazo de sucesión lógica para señalar claramente que no me he propuesto el ridículo propósito de condensar en una página el estudio de los mitos y de las doctrinas relativas al orden social. Solamente aludo a ello en la medida que exija el razonamiento. Espero volver un día en una Teoría de la sociedad.


[539]

Véase en particular la coherente construcción de Ihering en L'Evolution du droit (Zweck irn Recht), ed. fr ., O. de Meulenaere, París 1901.


[540]

Observemos que nuestro interés particular, cuando nos inspiramos en él conscientemente, no puede considerarse sino como una creencia entre otras, puesto que es claroque no poseemos nunca todos los elementos de apreciación que nos permitan despejar nuestro interés real.


[541]

Admiración cuyo intérprete más característico es Spencer.


[542]

Tomada en este sentido, la fórmula de Durkheim es válida: «La moral no consta de dos o tres normas muy generales que sirvan de hilos conductores en la vida, y quenosotros no tenemos más que diversificar según los casos, sino de un gran número de preceptos especiales.» Durkheim, De la Division du Travail, p. 16.


[543]

La palabra élites denota aquí, evidentemente, el poder de la personalidad, la energía creadora, y no la calidad moral.


[544]

El periódico sensacionalista da una inmensa publicidad a las conductas aberrantes, a las vidas fuera de lo común. Engendra la ilusión de que la sociedad está compuesta de Landrús, de Staviskys y de Garbos. La excepción parece ser la regla, y en la misma medida se desalienta la fidelidad a las conductas sociales.


[545]

Probablemente es el aspecto más importante, pero imposible de tratar en un repaso tan somero.


[546]

Los poderes llamados «del dinero», y también los poderes de la prensa.