Vaclav Klaus y los irlandeses, obstáculos formidables

Doug Bandow dice que "Solamente los irlandeses y el Presidente checo Vaclav Klaus, quienes deben firmar el documento para que este entre en efecto, impiden la consolidación política de la Unión Europea".

Por Doug Bandow

El Senado checo ratificó el Tratado de Lisboa el miércoles pasado. Solamente los irlandeses y el Presidente checo Vaclav Klaus, quienes deben firmar el documento para que este entre en efecto, impiden la consolidación política de la Unión Europea. Pero ambos siguen siendo obstáculos formidables.

El Presidente checo Vaclav Klaus con frecuencia ofende a la elite que gobierna Europa al expresar verdades desagradables. Recientemente dio un discurso ante el Parlamento Europeo—que fue una “diatriba ardiente”, según una publicación—acerca del peligro de concentrar cada vez más poder en Bruselas.

La Unión Europea surgió del desastre de la Segunda Guerra Mundial. La cooperación económica en Europa, junto con la OTAN, se convirtieron en un medio para enlazar a Alemania con sus vecinos. La organización empezó como la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, luego se convirtió en la Comunidad Económica Europea (o “Mercado Común”), y luego en la Unión Europea en 1993.

Fortalecer aún más a la UE se ha vuelto el principal proyecto de la elite europea, una amalgama de políticos supra-nacionales, burócratas continentales, intelectuales desarraigados y empresarios sin fronteras. Los beneficios originales del comercio intra-europeo eran obvios: un mercado continental promovió el comercio y la prosperidad europea, mientras que el prospecto de unirse a los estados más prósperos de Europa alentó la reforma económica y política en las nuevas naciones que se crearon después del colapso del imperio soviético.

Pero el objetivo de la Unión Europea de continuar expandiendo los mercados continentales está enfrentándose con un creciente nacionalismo. La República Checa, que tiene actualmente la presidencia rotativa de la UE, está luchando con Francia acerca del plan de esta última de realizar un salvataje a la industria automotriz francesa. Dinamarca y Alemania temen una expansión todavía mayor de la UE si los trabajadores son libres de moverse a través de Europa.

Por otra parte, la UE cada vez micro-administra más la actividad económica, desde regular el uso de medidas métricas hasta prohibir vegetales “defectuosos”. Para mejorar la salud de la gente, la Comisión está proponiendo limitar el contenido de sal en el pan. “Lo que la UE está haciendo constituye una interferencia estúpida”, dijo Matthias Wiemers, director de la Asociación Central de Panaderías Alemanas.

Aún así los eurócratas sueñan con convertir Bruselas en algo más que una administración de seguridad y salud. Ellos quieren reunir a la población de Europa de casi 500.000 millones de habitantes y con un PIB de $19 billones para competir con EE.UU. en cuanto a influencia global. Para ello, han propuesto crear una estructura de gobierno con mayor autoridad para desarrollar una política exterior continental. He ahí el Tratado de Lisboa.

En 2001 los europeos comenzaron a negociar una constitución de tamaño formidable y lenguaje incomprensible. Creó un presidente y ministro de relaciones exteriores, eliminó el requisito de un comisionado por cada país, limitó los vetos nacionales, y volvió a reconsiderar las responsabilidades institucionales de la UE (el Parlamento Europeo continúa debatiendo la asignación precisa de los deberes). Si el tratado es bueno o necesario es algo que los europeos tienen que decidir. Pero, ¿qué europeos tomarán la decisión?

Firmada en 2004, la constitución tuvo que ser aprobado en un referendo popular y fue rápidamente rechazada por los electores holandeses y franceses. La consolidación europea parecía muerta, pero los eurócratas cambiaron un poco las comas y reformularon la constitución a través del Tratado de Lisboa en 2007—el cual, convenientemente, no requiere aprobación popular. El Presidente francés Nicolas Sarkozy admitió: “No habrá tratado alguno si tuviésemos un referendo en Francia”. Entonces el tranvía diseñado cuidadosamente, de manera inesperada, se descarriló. En junio de 2008 Irlanda realizó un referendo, como lo requería su constitución, y los electores dijeron no.

La espera y ansiedad se podían oír a través del continente. La reacción colectiva fue: ¡Cómo se atreven! Bajo las reglas vigentes el tratado estaba muerto, pero los eurócratas escriben las normas y concordaron que el tratado debía ser ratificado, sin importar las reglas vigentes. Manuel Barroso, el presidente de la Comisión Europea, anunció: “Creo que el tratado está vivo y deberíamos ahora buscar una solución”.

Mucho han dicho las elites, que hicieron todo lo posible para prevenir que la gente pueda elegir un tipo de gobierno, acerca de la democracia y los derechos de la mayoría. Lord Mark Malloch-Brown de Gran Bretaña se quejaba: “No estoy seguro de si los electores de Irlanda deberían tener un derecho de vetar las aspiraciones de todas las demás personas en Europa. No estoy seguro de que eso sea, o no sea, democracia”. De igual manera, el Ministro de Interior alemán Wolfgang Schaeuble dijo: “unos cuantos millones de irlandeses no pueden decidir por 495 millones de europeos”.

Por supuesto que no. Solo unas cuantas miles de personas—los eurócratas—se supone que deben decidir por 495 millones de europeos.

El problema, argumentó el Presidente checo Klaus, es que “No hay un pueblo europeo—y no hay una nación europea”, lo cual intensifica el problema del “déficit democrático, la pérdida de la rendición de cuentas en democracia, la toma de decisiones por aquellos que no son elegidos”. Klaus advirtió acerca de “una situación en la que los ciudadanos de los países miembros vivirán con el sentimiento de que el proyecto de la UE no es de ellos”. Fue particularmente tajante respecto del intento de la UE de suprimir los sentimientos populares: “Hace no mucho, en nuestra parte de Europa, vivimos en un sistema político que no permitía alternativas y por lo tanto tampoco permitía la oposición parlamentaria. Aprendimos la amarga lección de que sin oposición no hay libertad”.

Aunque el miembro inglés del Parlamento Europeo, Graham Watson, reconoció “algunas aseveraciones ciertas” en la descripción de Klaus acerca de “la distancia entre los electores y el [el Parlamento Europeo]”, los eurócratas están preparados para aumentar esa distancia para así hacer realidad el Tratado de Lisboa. Una opción es convertir a Dublín en un miembro de segunda clase de la UE; otra posibilidad es remover a los irlandeses de la UE. Pero la opción preferida es que Irlanda realice un segundo referendo—y así hasta que los electores tomen la decisión correcta. Como Mats Persson del centro de investigaciones Open Europe comentó: “Desde que los irlandeses votaron No al Tratado de Lisboa en junio, los políticos en Irlanda y alrededor de Europa han buscado maneras de forzar este documento rechazado—en contra de la clara voluntad de la gente”.

Luego de ganar algunas concesiones teóricas, esencialmente promesas de hacer cambios en el futuro en asuntos de interés para los electores irlandeses, el gobierno de Dublín anunció planes para tener un nuevo referendo este año. Las actuales encuestas muestran al “si” con ventaja; la UE está gastando más de $2 millones para convencer al público irlandés. Pero puede que el aumento al respaldo sea temporal y refleje los miedos por la presente crisis económica. Grupos como Libertas de Declan Ganley, los cuales jugaron un papel clave en derrotar al Tratado durante la primera votación en Irlanda, piensan seguir luchando.

Si el Tratado de Lisboa es aprobado, ¿entonces qué? Las políticas europeas serán todavía más internacionalizadas. La soberanía de las naciones europeas se erosionará aún más. Las tradiciones europeas serán sumergidas aún más. Los pueblos europeos serán menos libres.

Esto explica la crítica aguda de Klaus. “¿De verdad están convencidos de que cada vez que votan, están decidiendo algo que debería ser decidido aquí en este salón y no más cerca de los ciudadanos, por ejemplo, dentro de cada uno de los estados europeos individuales?”, le preguntó al Parlamento Europeo. Desafortunadamente, la mayoría de los parlamentarios estaban convencidos: "la intervención de Klaus despertó abucheos y hasta provocó que ciertos parlamentarios abandonaran la sala durante el discurso”, según New Europe.

Aún si los eurócratas ganan, no es probable que creen una nueva nación-estado capaz de rivalizar a Washington en influencia mundial. En cambio, la UE simplemente creará una cáscara política vacía un tanto más pretenciosa.

En su discurso principal como Presidente Europeo, Nicolas Sarkozy dijo: “el mundo necesita una Europa fuerte y esa Europa no puede ser fuerte si no está unida”. Pero el Tratado de Lisboa no une a Europa. El Occidente más rico ha rechazado un pedido por parte del Este por un salvataje financiero. En una encuesta realizada en enero, apenas un cuarto de los europeos sabían que habrá elecciones para el parlamento europeo este año. El porcentaje que probablemente vote es menor que el de la última elección. Y la elite gobernante tiene miedo de dejar que la gente se exprese acerca del Tratado de Lisboa.

Si la única manera de fortalecer la estructura de la UE es limitar la participación popular, entonces Europa no debe estar unida. ¿Acaso alguien, a parte de los belgas (y tal vez ni siquiera ellos), moriría por Bruselas hoy en día? Aprobar el Tratado de Lisboa no creará una identidad continental que hoy no existe.

Lo que los Sarkozys de Europa quieren es una mayor influencia internacional, pero con o sin la unidad europea, los europeos no tienen ese deseo y sus gobiernos carecen de la habilidad para dar los pasos necesarios que son políticamente difíciles, financieramente caros y riesgosos para sus fuerzas armadas. Inclusive la supuesta exitosa presidencia de la UE de Sarkozy del año pasado en gran parte reflejó su condición de presidente francés hiperactivo. Y la fragmentación europea rápidamente sobrevino a éxitos efímeros como la guerra entre Rusia y Georgia y la crisis económica, por ejemplo.
Washington es visto, para bien o mal, como el vocero de los estadounidenses y de EE.UU. Los estadounidenses consideran a EE.UU. su país; ellos eligen a sus gobernantes así como también a los miembros de la legislatura; ellos financian y sirven en las fuerzas armadas que, de hecho, son capaces de combatir; ellos respaldan a su gobierno (con demasiado entusiasmo muchas veces, en mi opinión) cuando utiliza esas fuerzas armadas. Ninguna de estas condiciones están presentes en Europa hoy; el Tratado de Lisboa no cambiará esta realidad.

Existen algunos jóvenes pan-europeos, pero gran parte de los europeos siguen siendo leales en primer lugar a su gobierno nacional. Lisboa construiría una estructura de más alto rango no elegida, no una estructura elegida más amplia.

Además, pocos gobiernos europeos tienen fuerzas armadas con capacidad considerable de combate, e inclusive un número aún menor de ellos están listos para utilizar sus fuerzas armadas en una verdadera guerra. El Presidente francés Sarkozy dijo que si Irlanda no hubiese rechazado el Tratado de Lisboa habría “garantizado la seguridad de Europa por muchos años” al instaurar “la obligación de la solidaridad”, lo que sea que eso signifique. Sin embargo, el anterior Ministro de Relaciones Exteriores francés Hubert Vedrine admitió: “En ningún momento los europeos han demostrado querer una defensa verdaderamente europea. No quieren destinar más dinero a la defensa”. De hecho, Bastian Biegerich del International Institute for Strategic Studies dijo: “La mayoría de los estados miembros de la UE parecen incapaces de enviar formaciones siquiera del tamaño de batallones (500-800 soldados) en una sola misión”. La voluntad europea de acción militar, si es que la hay, involucra misiones de bajo riesgo “para mantener la paz”, no verdaderas guerras. De tales condiciones no emerge una nación-estado influyente.

Una creciente ola de nacionalismo continental puede que eventualmente atraviese Europa. Pero tratar de forzar a personas recalcitrantes a un nuevo orden político es más probable que genere resistencia en vez de respaldo a Bruselas. Vaclav Klaus, quien dice que no aprobará la ratificación del tratado hasta después del voto irlandés, puede que no sea popular en el Parlamento Europeo, pero él, mucho más que los líderes oficiales de la UE, representa a los europeos.