El gulag: Lo que ahora sabemos y por qué es importante

Por Anne Applebaum

Cuando hablo o escribo sobre los campos de concentración soviéticos, siempre me gusta comenzar con una aclaración, porque no quiero atribuirme que, al escribir una historia narrativa del Gulag, he descubierto un nuevo tema que nunca antes ha sido tocado. El libro de Solzhenitsyn, Gulag Archipelago, la historia del sistema de campos de concentración que se publicó en Occidente en los años 1970, en gran medida ha sido correcto. Aunque el autor no tuvo acceso a los archivos y basó todo su escrito en cartas y memorias de otros prisioneros, ahora parece que comprendió muy bien la historia del sistema.

Sin embargo, en los años que he llevado investigando para mi libro Gulag: A History (Gulag: Una Historia), concluí que los archivos pueden hacer una diferencia para nuestra comprensión. Los documentos, por ejemplo, me permitieron ser mucho más precisa de lo que era posible en el pasado. Gracias a los recientemente abiertos archivos soviéticos, ahora sabemos que existieron por lo menos 476 sistemas de campos de concentración, cada uno conformado por cientos, incluso, miles de campos individuales, que en algunos casos se extendían sobre miles de millas cuadradas de lo que, de otra manera, sería tundra vacía.

También sabemos que la vasta mayoría de los prisioneros eran campesinos y trabajadores, no los intelectuales que luego escribían memorias y libros. Sabemos que, con unas pocas excepciones, los campos no eran construidos específicamente para matar personas: Stalin prefería usar pelotones de fusilamiento para conducir sus ejecuciones masivas. No obstante, a menudo los campos eran letales: cerca de un cuarto de los prisioneros de los Gulag murieron durante los años de la guerra. La población de los Gulag también era muy fluida. Los prisioneros se iban porque morían, porque escapaban, porque tenían cortas condenas, porque iban a ser entregados al Ejército Rojo o porque habían sido promovidos –como con frecuencia sucedía- de prisionero a guardia. Esas liberaciones invariablemente eran seguidas por nuevas olas de arrestos.

Una Nación de Esclavos

Como resultado, entre 1929, cuando los campos de prisioneros por primera vez se volvieron un fenómeno masivo, y 1953, el año de la muerte de Stalin, cerca de 18 millones de personas pasaron por el sistema. Adicionalmente, unos 6 o 7 millones de personas fueron deportados a pueblos en el exilio. El número total de personas con alguna experiencia de encarcelamiento y trabajo forzado en la Unión Soviética estalinista pudo haber estado cerca de los 25 millones, o cerca del 15 por ciento de la población.

También sabemos dónde estaban los campos de concentración –concretamente, en todas partes. Aunque todos estamos familiarizados con la imagen del prisionero en una tormenta de nieve, excavando carbón con un pico, existieron campos de concentración en el centro de Moscú en los que los prisioneros construían bloques de apartamentos o diseñaban aviones, campos de concentración en Krasnoyarsk donde los prisioneros dirigían plantas de energía nuclear, campos de pesca en la costa Pacífica. De Aktyubinsk a Yakutsk, no había un solo centro de gran población que no tuviera uno o varios campos de concentración locales y no existió una sola industria que no empleara prisioneros. Por años, los prisioneros construyeron caminos, ferrocarriles, plantas de energía y fábricas químicas. Fabricaron armas, muebles, repuestos para máquinas e, incluso, juguetes para niños.

En la Unión Soviética de la década de 1940, cuando los campos de concentración alcanzaron su cenit, habría sido muy difícil en muchos lugares cumplir la rutina diaria sin tropezar con prisioneros. Ya no es posible argumentar, como algunos historiadores occidentales hicieron, que los campos eran un fenómeno marginal o que ellos sólo eran conocidos por una pequeña proporción de la población. Al contrario, eran centrales al sistema soviético en general.

También entendemos mejor la cronología de los campos de concentración. Por mucho tiempo hemos sabido que Lenin construyó los primeros en 1918, durante la Revolución, pero los archivos ahora nos han ayudado a explicar por qué Stalin decidió expandirlos en 1929. En ese año, él lanzó el Plan Quinquenal, un intento extraordinariamente costoso, tanto en vidas humanas como en recursos naturales, para forzar un incremento del 20 por ciento anual en la producción industrial soviética y para colectivizar la agricultura. El plan llevó a millones de arrestos a la vez que los campesinos eran expulsados de sus tierras; eran encarcelados si se rehusaban a irse. También llevó a una enorme escasez de mano de obra. De repente, la Unión Soviética se encontró con necesidad de carbón, gas y minerales, la mayoría de los cuales se encontraban únicamente en el lejano norte del país. La decisión se tomó: los prisioneros serían utilizados para extraer los minerales.

Para los agentes secretos que estaban a cargo de la construcción de los campos de concentración, todo tenía sentido. Así es cómo Alexi Laginov, antiguo comandante suplente de los campos de Norilsk, al norte del Círculo Ártico, justificaba el uso de prisioneros como mano de obra en una entrevista en 1992:

Si hubiéramos enviado civiles, primero hubiéramos tenido que construir casas para que vivieran en ellas. Y, ¿cómo gente común y corriente podría vivir aquí? Con prisioneros, es sencillo. Todo lo que se necesita es una barraca, una estufa con una chimenea y de alguna manera ellos sobreviven.

Nada de esto quiere decir que los campos de concentración no intentaban también aterrorizar y subyugar a la población. De hecho, los regímenes de prisiones y campos, que eran diseñados hasta el último detalle por Moscú, estaban diseñados definitivamente para humillar a los prisioneros. Se les quitaban los cinturones, botones, tirantes y artículos elásticos. Los guardias los veían como “enemigos” y les prohibían utilizar la palabra “camarada” incluso entre ellos mismos. Esas medidas contribuyeron a la deshumanización de los prisioneros desde la perspectiva de los guardias de los campos y de los burócratas, que de esta manera encontraron mucho más fácil no tratarlos como conciudadanos y ni siquiera como seres humanos. Realmente, esto resultó ser una combinación ideológica extremadamente poderosa – la indiferencia por la humanidad e individualidad de los prisioneros y la irresistible necesidad de cumplir con el plan centralmente determinado.

Los “Aburridos” Homicidios de Stalin

Una de las razones por las que escribí el libro es que comencé a preguntarme por qué me topé con este tema únicamente cuando viví en Europa Oriental. Tengo un título en historia rusa de la Universidad de Yale, pero sabía muy pocos de estos detalles. También me inspiró, debo admitirlo, una crítica bastante irritante hecha por el New York Times de mi primer libro, Between East and West: Across the Borderlands of Europe (Entre Oriente y Occidente: A través de las fronteras de Europa), el que trataba sobre los países occidentales fronterizos de la ex Unión Soviética. Aunque mayoritariamente positiva, la crítica contenía la siguiente frase: “Aquí ocurrió la hambruna del terror de la década de 1930, en la que Stalin asesinó a más ucranianos que Hitler a Judíos. Sin embargo, ¿Cuántos occidentales recuerdan eso? Después de todo, los homicidios eran tan aburridos y aparentemente sin dramatismos”.

¿Fueron aburridos los homicidios de Stalin? Mucha gente cree eso. Los crímenes de Stalin no inspiran la misma reacción visceral en el público occidental como lo hacen los crímenes de Hitler. Ken Livingstone, un antiguo miembro del Parlamento y ahora el alcalde de Londres, una vez gastó toda una noche tratando de explicarme la diferencia. “Sí”, dijo, “los Nazis eran malos. Pero la Unión Soviética estaba deformada.” Esa visión refleja el sentimiento de muchas personas, incluso de personas que no son miembros chapados a la antigua del Partido Laborista británico. La Unión Soviética de alguna manera estaba mal, pero no fundamentalmente mal en el mismo sentido en el que lo estuvo la Alemania de Hitler.

La Ciega Visión de la Ideología

Hasta hace poco era posible explicar esta ausencia de sentimiento popular sobre la tragedia de la Europa comunista como el resultado lógico de un conjunto particular de circunstancias. El paso del tiempo es una parte: los regímenes comunistas fueron menos censurables con el transcurso de los años. Nadie se asustaba mucho con el General Jaruzelski, o incluso con Brezhnev, aunque ambos fueron responsables por gran parte de la destrucción. Además, los archivos estaban cerrados. El acceso a los lugares de los campos de concentración estaba prohibido. Ninguna cámara de televisión filmó nunca los campos soviéticos o a sus víctimas, como lo hicieron en Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial. A la vez, la ausencia de imágenes significa que el tema en nuestra cultura visual tampoco existió realmente.

La ideología también transformó las formas en las que hemos comprendido la historia soviética y de Europa Oriental. En la década de 1920, los occidentales sabían mucho sobre lo sangrienta de la revolución de Lenin y de los campos de concentración que él acababa de establecer. Los socialistas occidentales, muchos de cuyos hermanos estaban entre las primeras víctimas de los bolcheviques, protestaron enérgica, firme y frecuentemente contra los crímenes que estaban siendo cometidos por el régimen bolchevique.

“Me Recuerda Montana”

En 1944, el vicepresidente Henry Wallace visitó Kolyma, uno de los más notorios campos de concentración, durante un viaje a través de la Unión Soviética. Creyendo que visitaba algún tipo de complejo industrial, le dijo a sus anfitriones que el “Asia Soviética”, como la llamó, le recordaba al salvaje oeste, en particular a Montana, que era de donde él venía. Dijo: “Las vastas extensiones de sus campos, sus bosques vírgenes, ríos amplios y grandes lagos, todos los tipos de climas, su inagotable riqueza, me recuerdan mi tierra”. No era el único en rehusarse a ver la verdad sobre el sistema estalinista en ese momento; Roosevelt y Churchill también se tomaron sus fotografías con Stalin.

Juntas, todas estas explicaciones tuvieron sentido alguna vez. Cuando por primera vez comencé a pensar seriamente en este tema, mientras el comunismo colapsaba en 1989, también vi la lógica: parecía natural, obvio, que debería saber muy poco sobre la Unión Soviética estalinista, cuya historia secreta lo hizo todo más intrigante. Más de una década después, lo siento muy diferente. La Segunda Guerra Mundial ahora pertenece a una generación anterior. La Guerra Fría también terminó y las alianzas y quiebras internacionales que produjo se volvieron buenas. La izquierda occidental y la derecha occidental ahora compiten sobre asuntos diferentes. Al mismo tiempo, la emergencia de nuevas amenazas terroristas a la civilización occidental hace el estudio de las viejas amenazas comunistas a la civilización occidental, más relevantes. Me parece que es tiempo de dejar de ver la historia de la Unión Soviética a través de los reducidos lentes de la política estadounidense y comenzar a verla por lo que realmente fue.

Ciertamente ello nos ayudará a entender nuestra propia historia. Porque si olvidamos el Gulag, tarde o temprano olvidaremos nuestra propia historia. Después de todo, ¿por qué peleamos la Guerra Fría? ¿Fue por locos políticos derechistas, en alianza con el complejo militar-industrial y la CIA, que inventaron todo y obligaron a dos generaciones de estadounidenses a acompañarlos? ¿O algo más importante estaba sucediendo? La confusión ya está extendida. En el 2002, un artículo en la revista británica conservadora Spectator opinó que la Guerra Fría fue “uno de los más innecesarios conflictos de todos los tiempos”.

Gore Vidal también describió las batallas de la Guerra Fría como “cuarenta años de guerras sin sentido que crearon una deuda de $5 millones de millones de dólares”. Ya estamos olvidando qué fue lo que nos movilizó, lo que nos inspiró, lo que mantuvo a la civilización de “Occidente” unida por tanto tiempo.

También hay razones más profundas para entender esta parte medio olvidada de la historia. Si no estudiamos la historia del Gulag, algo de lo que sabemos de la humanidad misma se distorsionará. Cada una de las tragedias masivas del siglo 20 fue única: El Gulag, el Holocausto, la masacre de Armenia, la masacre de Nanking, la Revolución Cultural, la Revolución de Camboya, las guerras de Bosnia. Cada uno de esos eventos tuvo diferentes orígenes históricos y filosóficos y surgió de circunstancias que nunca más se repetirán. Sólo nuestra habilidad para degradar y deshumanizar a nuestros semejantes ha sido –y será- repetida una y otra vez.

Entre más entendamos cómo diferentes sociedades han transformado a sus vecinos y conciudadanos en objetos; entre más sepamos de las circunstancias específicas que llevaron a cada episodio de asesinato masivo; mejor entenderemos el lado más oscuro de nuestra propia naturaleza humana. Yo escribí mi libro sobre el Gulag no “para que no vuelva a suceder otra vez”, como dice el cliché, sino porque sucederá otra vez. Necesitamos saber por qué –y cada historia, cada memoria, cada documento es una pieza del acertijo. Sin ellos, despertaremos un día y nos daremos cuenta que no sabemos quiénes somos.

Traducido por Javier L. Garay Vargas para Cato Institute.