Los inmigrantes enriquecen la cultura estadounidense

Por Daniel T. Griswold

La inmigración siempre ha sido controversial en Estados Unidos. Hace más de dos siglos Benjamín Franklin se preocupaba de que muchos inmigrantes alemanes abrumarían la cultura predominantemente británica de Estados Unidos. A mediados del siglo XIX los inmigrantes irlandeses eran despreciados como borrachos y perezosos, sin mencionar a otros grupos católicos. A principios del siglo XX se creía que una ola de "nuevos inmigrantes"-polacos, italianos, rusos judíos-eran muy diferentes como para alguna vez ser asimilados en la vida norteamericana. Hoy en día, los mismos temores son esgrimidos contra los inmigrantes de Latinoamérica y Asia, pero los actuales críticos están equivocados, tal y como lo estuvieron sus contrapartes en épocas anteriores.

La inmigración no está acabando con el experimento estadounidense, sino que es una parte integral de éste. Estados Unidos es una nación de inmigrantes. Olas exitosas de inmigrantes han mantenido a este país demográficamente joven, han enriquecido nuestra cultura y han contribuido a la capacidad productiva de la nación, aumentando nuestra influencia en el mundo.

La inmigración pone a Estados Unidos en la avanzada de la economía mundial. Los inmigrantes traen a la economía estadounidense ideas innovadoras y espíritu empresarial. Proveen de contactos comerciales con otros mercados, aumentan la habilidad norteamericana para comerciar e invertir lucrativamente en la economía global. Los inmigrantes mantienen flexible a nuestra economía, permitiéndole a los productores locales el mantener bajos precios y responder a las demandas cambiantes de los consumidores. Un estudio comprensivo de 1997 de la Academia Nacional de Ciencias (ANC) concluyó que la inmigración brindaba una "ganancia positiva significativa" para la economía estadounidense. En testimonio ante el Congreso norteamericano el año pasado, el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan dijo, "Siempre he sostenido que este país se ha beneficiado inmensamente del hecho que recibimos gente de todas partes del mundo."

Contrario al mito popular, los inmigrantes no le quitan el trabajo a los estadounidenses. Los primeros tienden a ocupar puestos que los segundos no pueden o no quieren tomar, especialmente en las partes alta y baja del espectro de la mano de obra calificada. Los inmigrantes están representados desproporcionalmente en áreas sumamente calificadas como la medicina, la física, la ciencia de las computadoras, pero también en sectores poco calificados como la hotelería y restaurantes, los servicios domésticos, la construcción y la manufactura ligera.

Los inmigrantes también aumentan la oferta y demanda de bienes. Durante el período de bonanza de los noventa, y especialmente en la segunda mitad de la década, la tasa de desempleo nacional cayó por debajo del 4% y los salarios reales aumentaron en todos los niveles de ingreso en tiempos de una inmigración relativamente alta.

En ningún campo es la contribución de los inmigrantes más visible que en la alta tecnología y otros sectores del conocimiento. Silicon Valley y otras áreas de alta tecnología dejarían de operar si Estados Unidos tomara la torpe decisión de cerrarle las fronteras a los inmigrantes educados y calificados. Estos inmigrantes representan capital humano que puede hacer más productiva a nuestra economía. Los inmigrantes han desarrollado nuevos productos, tales como el lenguaje de computador Java, que han creado oportunidades de empleo para millones de estadounidenses.

Los inmigrantes tampoco drenan las finanzas gubernamentales. El estudio de ANC encontró que el típico inmigrante y su descendencia pagarán $80.000 netos en impuestos durante su vida, contribuyendo más en tributos de lo que reciben por servicios estatales. Para los inmigrantes con grados universitarios, el retorno fiscal neto es de $198.000. Es cierto que los inmigrantes poco calificados y los refugiados tienden a utilizar más la asistencia social que los estadounidenses "nativos", pero la Ley de Reforma a la Beneficencia Pública de 1996 dificultó en mucho a los recién llegados el acceso a los fondos de asistencia. Como resultado, el número de inmigrantes utilizando beneficencia pública ha disminuido en años recientes.

A pesar de las afirmaciones de los oponentes de la inmigración, el flujo actual no está fuera de proporción con los niveles históricos. La inmigración en la última década ha promediado un millón por año, alto en números absolutos, pero la media de 4 inmigrantes anuales por cada 1.000 residentes estadounidenses es menos de la mitad de la tasa que hubo durante la Gran Migración de 1890-1914. Hoy en día, cerca del 10% de los residentes estadounidenses han nacido en el extranjero, mayor que el 4.7% de 1970, pero aún así mucho menor del 14.7% de 1910.

Tampoco se puede culpar a los inmigrantes por causar "sobrepoblación." El crecimiento poblacional del 1% de Estados Unidos se encuentra por debajo de la tasa promedio de crecimiento mundial del siglo pasado. De hecho, sin la inmigración, la fuerza laboral norteamericana empezaría a encogerse dentro de dos décadas. De acuerdo al censo del 2000, el 22% de los condados estadounidenses perdieron población entre 1990 y el 2000. Los inmigrantes podrían ayudar a revitalizar áreas demográficas deprimidas del país, tal y como lo hicieron con la ciudad de Nueva York y otros centros urbanos que anteriormente estaban en declive.

Reducir drásticamente el número de extranjeros que ingresan a Estados Unidos cada año solo ayudaría a magnificar el daño económico causado por los atentados del 11 de septiembre, mientras que no aumentaría en nada la seguridad del país. La industria turística, ya de por sí en recesión, perdería millones de visitantes foráneos, y las universidades norteamericanas dejarían de recibir a cientos de miles de estudiantes extranjeros si las fronteras fueran cerradas.

Obviamente el gobierno estadounidense debe "controlar sus fronteras" con el fin de mantener alejados a cualquiera que intente cometer actos terroristas. El problema no radica en que se esté dejando pasar a mucha gente sino en que el Estado ha fallado en evitar que la gente equivocada entre. Podemos mantener alejados a los terroristas sin tener que cerrar las fronteras o reducir el número de inmigrantes trabajadores y pacíficos que aquí se establecen.

Se debe hacer lo necesario para detener a gente potencialmente peligrosa en las fronteras. Las agencias de cumplimiento de la ley y de inteligencia deben trabajar de cerca con el Departamento de Estado, el Servicio de Inmigración y Naturalización (SIN), y la Agencia de Aduanas para compartir información sobre potenciales terroristas. Los sistemas de cómputo deben ser actualizados y se deben adoptar nuevas tecnologías para rastrear a los chicos malos sin causar muchas demoras en los puntos fronterizos. Se necesita destacar más agentes en los puertos de entrada para monitorear a viajeros de alto riesgo. Se debe aumentar la cooperación con Canadá y México para asegurarse que los terroristas no se deslicen a lo largo de la frontera terrestre.

En las postrimerías de los ataques del 11 de septiembre, los eternos críticos de la inmigración han tratado de explotar las preocupaciones legítimas sobre seguridad para hacer llamados a que se lleven a cado cortes drásticos en la inmigración. Sin embargo, la seguridad fronteriza y la inmigración son dos cosas separadas. Los inmigrantes son solo una pequeña fracción del total de extranjeros que ingresan a Estados Unidos cada año. Únicamente uno de cada 25 foráneos que entran al país es inmigrante. El resto son turistas, gente de negocios, estudiantes y mexicanos y canadienses que cruzan la frontera durante un fin de semana para hacer compras o visitar a familiares para luego regresar a casa sin la intención de establecerse permanentemente en Estados Unidos.

Los 19 terroristas que atacaron al país el 11 de septiembre no solicitaron al SIN para inmigrar o para obtener la ciudadanía estadounidense. Como la mayoría de los extranjeros que ingresan a Estados Unidos, ellos tenían visas temporales de turista o de estudiante. Podríamos reducir el número de inmigrantes a cero y aún así no podríamos evitar que los terroristas entren a nuestro país con visas de no inmigrante.

Para defendernos mejor contra el terrorismo, el sistema de control de fronteras requiere de una misión de reorientación. Durante las últimas dos décadas, la política inmigratoria de Estados Unidos ha estado obsesionada con capturar principalmente trabajadores mexicanos cuyo único "crimen" es su deseo de ganarse una paga honesta. Estos trabajadores no representan una amenaza a la seguridad nacional.

La frontera estadounidense con México tiene la mitad del largo de la de Canadá, y aún así antes del 11 de septiembre era patrullada por una cantidad de agentes fronterizos 10 veces mayor. En promedio se estaba destacando un oficial cada 5 millas a lo largo de la frontera con Canadá de 3.987 millas y uno cada cuarto de milla con la de México de 2.000 millas. En la frontera del norte se registraban 120.000 entradas por agente, comparada con las 40.000 entradas en la frontera sur. Esto está fuera de proporción de cualquier temor legítimo sobre la seguridad nacional. De hecho, los terroristas parecen preferir la frontera del norte. Recordemos que fue un puesto fronterizo en el estado de Washington en donde en diciembre de 1999 se detuvo a un terrorista con explosivos que iban a ser usados para hacer volar el aeropuerto internacional de Los Ángeles durante las celebraciones del milenio.

En una audiencia en febrero del 2000, el antiguo senador Slade Gorton advirtió que "la poca cantidad de personal en la frontera del norte está poniendo en juego la seguridad de nuestra nación, sin mencionar a los empleados fronterizos, mientras que en algunos sectores de la frontera del sur hay tantos agentes que no hay suficiente trabajo para mantenerlos ocupados a todos."

Debemos dejar de desperdiciar recursos escasos en la misión autodestructiva de trabajadores de construcción mexicanos y allanar restaurantes y plantas procesadoras de pollo, y en su lugar invertir dichos recursos en perseguir a potenciales terroristas y a desmantelar sus células antes de que hagan explotar más edificios y maten a más estadounidenses.

Por todas estas razones, la iniciativa del presidente George W. Bush de legalizar y regular el movimiento de trabajadores a lo largo de la frontera estadounidense-mexicana tiene sentido en términos de seguridad nacional así como económicos. También es políticamente astuto.

En su último libro "La Muerte de Occidente", Pat Buchanan afirma que el oponerse a la inmigración será una fórmula ganadora para los Republicanos conservadores. Su propio declive político parece minar su argumento. Tal y como el ex gobernador Republicano socialdemócrata de California, Pete Wilson, Buchanan ha intentado ganar votos al culpar a la inmigración de los problemas de Estados Unidos. Sin embargo los votantes sabiamente rechazaron las tesis de Buchanan. A pesar de gastar $12 millones provenientes de los contribuyentes en su campaña, y de la ayuda de la papeleta "mariposa" de Florida, Buchanan obtuvo menos del 0.5% del voto presidencial en el 2000. Por su parte Bush, al apoyar la inmigración, aumentó el porcentaje del voto hispano que recibió el partido Republicano a un 35% del 21% que recibió Bob Dole en 1996. Si los conservadores deciden adoptar el mensaje anti-inmigración se arriesgan a seguir a Buchanan y a Wilson en su irrelevancia política.

Sería una vergüenza nacional que, en nombre de la seguridad, cerráramos las fronteras a los inmigrantes que vienen aquí a trabajar, ahorrar y a construir una mejor vida para sí mismos y sus familias. Los inmigrantes vienen a vivir el sueño americano; los terroristas a destruirlo. No debemos permitir que la tradición estadounidense de darle la bienvenida a los inmigrantes se convierta en otra víctima del 11 de septiembre.

Traducido por Juan Carlos Hidalgo para Cato Institute.