Chile: Hacia un comercio más libre

Por José Piñera y Aaron Lukas

Durante más de dos décadas Chile ha sido un laboratorio de reformas liberales exitosas. En 1980, se convirtió en el primer país del mundo en crear un sistema de pensiones privado basado en la capitalización individual en vez de los impuestos y el gasto. Ahora el país lo está haciendo de nuevo, esta vez con una fuerte liberalización del comercio exterior. Las dos reformas están relacionadas.

La actual tasa arancelaria de Chile del 10 por ciento es baja comparada con la mayoría de los países y, más importante, se aplica igualmente a todas las importaciones, exceptuando cuatro productos agrícolas. Pero en esta materia Chile no se ha dormido en sus laureles. Hace dos meses, el Ministro de Hacienda de Chile Eduardo Aninat propuso -y los legisladores aprobaron- una ley que rebajará la tarifa automáticamente en un punto cada año, hasta llegar a un 6 por ciento en el 2003. De ahí a cero será un pequeño paso para Chile, pero un gran salto para el libre comercio.

La mera posibilidad de un arancel cero es impresionante en una economía que en los años 60 era una de las más proteccionistas del mundo. En esos tiempos, Chile seguía fielmente la estrategia de sustitución de importaciónes de la CEPAL, la que tiene su sede en Santiago. Pero a mediados de los 70, la política comercial del país fue revertida totalmente. Chile no solamente desmanteló el sistema de cuotas y otras barreras al comercio, sino que bajo el valiente liderazgo de los Ministros de Hacienda Jorge Cauas y Sergio De Castro, adoptó una política arancelaria uniforme. Ya en 1979 el arancel había bajado al 10 por ciento parejo. Desafortunadamente, la crisis económica de Latinoamérica de 1982-83 precipitó un retroceso y, en 1990, la tasa era del 15 por ciento. Pero la lección se había aprendido y la apertura al exterior era una realidad.

Al mismo tiempo que la nación estaba consolidando su estrategia de libre comercio, también estaba estableciendo un sistema revolucionario de pensiones de cuentas de capitalización individual. La conexión entre ambas reformas es importante. En la mayor parte del mundo, la liberalización del comercio se presenta como una batalla entre capitalistas y trabajadores, entre "élites globales" y el "hombre común." En Chile, sin embargo, las cuentas de ahorro individual invertidas en el mercado significan que cada trabajador es un capitalista y que tiene un interés explícito en una economía internacionalmente competitiva.

La gran mayoría de los chilenos se benefician del libre comercio no solamente como consumidores, sino también como dueños de los bienes productivos de la economía a través de sus cuentas de ahorro para el retiro. El libre comercio es bueno para la economía, y lo que es bueno para la economía es bueno para los inversionistas. Por lo tanto hay un círculo virtuoso de liberalización de comercio que hasta ahora ha prosperado independientemente del partido político que esté en el poder. Durante 13 años, bajo tres gobiernos diferentes, el crecimiento económico ha tenido un promedio del 7 por ciento anual.

Tras la transición pacífica a la democracia en 1990, quienes apoyaban el libre comercio estaban preocupados que las reformas económicas beneficiosas serían abandonadas por el gobierno de Patricio Aylwin, especialmente porque muchos en su coalición se habían opuesto a las reformas en un principio. Particularmente preocupante fue la designación como nuevo Ministro de Hacienda del economista Alejandro Foxley, ya que éste había sido durante años un defensor académico del proteccionismo y de los aranceles diferenciados.

Sin embargo, y para crédito suyo, una vez en su cargo el Sr. Foxley adoptó y mantuvo el principio de aranceles uniformes, y aseguró la aprobación de otra reducción. Es probable que el éxito del sistema de pensiones de capitalización individual influyese las decisiones políticas del nuevo gobierno. Cuando el gobierno del Sr. Aylwin tomó el poder, los trabajadores chilenos querían una economía abierta y dinamica, en la cual las empresas y, por lo tanto, sus cuentas de ahorro individual pudiesen florecer.

Cualesquiera fuera la causa, la decisión de mantener el principio del arancel uniforme fue crítica. Los sistemas de aranceles diferenciados no solamente crean distorsiones económicas que entorpecen el crecimiento económico, sino que también generan presiones continuas por parte de intereses especiales y oportunidades para la corrupción. Con una tasa uniforme, no se puede comprar a un político a cambio de concesiones comerciales porque no tiene nada qué vender.

Comparemos esta contexto con la situación en Washington donde muchos congresistas, aunque con excepciones notables, se aferran firmemente a la protección de sus industrias favoritas. Es cierto que los Estados Unidos mantiene una tasa arancelaria promedio de alrededor del 5 por ciento, pero esa cifra esconde el verdadero costo de las barreras bizantinas al comercio. Las tasas de los EE.UU. oscilan desde cero (para productos no respaldados políticamente) hasta más del 30 por ciento para muchos textiles y hasta un 125 por ciento para maní importado por encima de cierta cuota. Las tasas diferenciales crean inmensas variaciones en la llamada tasa de protección efectiva o protección al valor agregado. Esta es una receta no sólo para presionar permanentemente, porque el gobierno puede crear o destruir riquezas, sino también para la mala asignación de recursos..

El complejo código de aranceles de EE.UU. es también costoso de administrar y crea conflictos absurdos. El código ocupa unas increíbles 3.825 páginas. Requiere un ejército de administradores y un detallado sistema de clasificación que ha producido debates metafísicos sobre la naturaleza de una minivan (¿coche o camioneta?) y, más recientemente, sobre la taxonomía de los disfraces de Halloween. Cada vez más, tales debates tienen menos sentido ya que el progreso tecnológico atenua las fronteras entre los distintos productos e incluso entre las industrias.

Simplificar y bajar los aranceles estadounidenses se ha hecho progresivamente más difícil, porque las tasas desiguales le dan incentivos a los intereses particulares para batallar por sus porciones del pastel proteccionista, y los consumidores típicamente no se organizan para luchar por el libre comercio. En Chile, sin embargo, un cambio de una tasa de arancel del 6 por ciento a una de cero a lo largo de un período de varios años sería posítiva para todas las empresas, haciendo crecer la capitalización del mercado y beneficiando a los trabajadores-accionistas.

Por supuesto, Chile todavía tiene reformas importantes que implementar, y no se puede dar por seguro su progreso futuro. Pero el status del país como una nación de comercio libre está asegurado. Una propuesta reciente lograría un arancel de cero en el bicentenario en el 2010; una reducción de sólo un punto anual sería necesaria después del 2003. Si esto pasa, Chile será el primer estado soberano en reconocer completamente el derecho de sus ciudadanos a transar libremente con cualquiera en el mundo. Ya era hora; después de todo, los países funcionan así internamente. Con las fronteras políticas perdiendo su relevancia económica en el nuevo mundo de la globalización y del ciberespacio, tal acción unilateral sería pionera y visionaria.

La experiencia chilena da una poderosa lección a los partidarios del libre comercio. La liberalización no ocurre en un vacío; una apropiada cultura y clima económico son esenciales. Una tasa arancelaria uniforme y una reforma al Seguro Social que lleve hacia las cuentas de capitalización individual deben ser altas prioridades no solamente para quienes están a favor de la libre elección en el campo previsional, sino también para todos aquellos que defienden el derecho al libre comercio.