EE.UU.: Nada que temer excepto a Roosevelt

Jim Powell explica algunas de las políticas públicas del New Deal y sus efectos en la economía estadounidense que hoy lo único que hay que temer es la repetición de esos errores.

Por Jim Powell

En Nothing to Fear el editor asistente del New York Times, Adam Cohen, ha escrito una apasionante y hasta conmovedora historia acerca de los Cien Días de Franklin Delano Roosevelt (FDR) y el lanzamiento del New Deal. Cohen captura las coloridas personalidades y las batallas legislativas que transformaron a EE.UU. en un Estado de bienestar.

Cohen presenta la tradicional narrativa heroica del New Deal, siguiendo el ejemplo de James MacGregor, Arthur M. Schlesinger Jr., Frank Freidel, Kenneth S. Davis, Ted Morgan y cientos de otros biógrafos e historiadores políticos. Como ellos, Cohen se ha basado en memorias, correspondencia, diarios, periódicos, discursos y registros legislativos. Dichas fuentes revelan lo que los personajes hicieron y lo que se propusieron, pero son completamente inadecuadas para explicar el impacto económico de las políticas del New Deal. Y comprender estas consecuencias es crucial hoy en día ya que el debate acerca del New Deal gira en torno a si el ejemplo de FDR sirve para ayudar a la economía estadounidense a salir de su actual crisis y en caso de que la respuesta sea afirmativa, en qué medida lo hace.

No sorprende que los economistas hayan producido una cantidad sustancial de literatura empírica acerca del legado económico del New Deal. La Gran Depresión es probablemente el evento económico más importante de la historia estadounidense. Aun así, conozco sólo un importante historiador político que haya citado algunas de estas investigaciones: David M. Kennedy, de la Universidad de Stanford, en su libro galardonado con el Premio Pullitzer Freedom From Fear: The American People in Depression and War (1999). Esto sugiere la extraordinaria ceguera, la reticencia entre los biógrafos e historiadores políticos a mirar fuera de su campo cuando hay evidencia relevante disponible, especialmente considerando que buena parte de estas investigaciones han sido publicadas hace más de medio siglo.

Cohen resalta que la Ley de Seguridades de 1933 fue dirigida a “emisores de acciones deshonestos”. (Cohen no explica por qué las leyes anti-fraude existentes, especialmente las leyes “pie in the sky” a nivel de los estados, no eran adecuadas). Parece aceptar la popular idea de que la deshonestidad jugó un rol central en el colapso bursátil de 1929. Sin embargo, el Premio Nóbel George Stigler, entre otros, ha mostrado que las tasas de retorno de las nuevas emisiones de acciones eran aproximadamente las mismas antes y después de promulgadas las leyes acerca de seguridades del New Deal. O las leyes fueron poco efectivas para erradicar el fraude o la cantidad de fraude era insignificante comparado con el valor de acciones negociadas.

De hecho, la principal razón por la que la gente perdió dinero en la bolsa no fue el fraude. Más bien, los precios de las acciones cayeron en gran parte en respuesta a los esfuerzos de la Reserva Federal para frenar la especulación. Las leyes bancarias existentes contribuyeron a la bancarrota del sector al evitar que los bancos abrieran nuevas sucursales para diversificar sus bases de depósito y carteras de préstamo.

Cohen también aplaude la “visión arrolladora” de FDR la cual condujo a la creación de la Autoridad del Valle de Tennessee (TVA, por su sigla en inglés). Él acepta el dogma oficial que sostiene que la TVA proveyó un criterio para juzgar el desempeño de las compañías de energía privadas. Y vaya qué criterio: Cohen omite el hecho de que TVA es el mayor monopolio de EE.UU., exento de cientos de impuestos, leyes y regulaciones federales, estatales y locales.

Cohen elogia las buenas intenciones de la TVA para “proveer de energía pública de bajo costo y mejorar las condiciones de una de las regiones mas pobres del país”. Pero la TVA, armada con el poder del dominio eminente, expulsó de sus casas a más de 15.000 personas (los aparceros afroamericanos no recibieron nada) y luego inundó unas 750.000 acres (más tierra de la que hay en Rhode Island). Aun más, la TVA vendió electricidad que era subsidiada por el 98% de los contribuyentes estadounidenses que no vivían en el valle de Tennessee. Un importante estudio realizado por William W. Chandler, "The Myth of TVA: Conservation and Development in the Tennessee Valley, 1933-1983", mostró que en términos de crecimiento económico y de ingreso, los sureños que recibieron electricidad subsidiada por la TVA se encontraron por debajo de aquellos que no la recibieron.

Cohen también elogia la Ley de Ajuste Agrícola por que destruyó cultivos, aumentó los precios de los productos agrícolas y el ingreso de las agricultores. Sin embargo, ignora el efecto que esto tuvo en tres cuartos de los estadounidenses que no eran agricultores: eran consumidores, millones de ellos pobres, que tuvieron que pagar más dinero por comida y ropa. (El algodón se encontraba entre los cultivos exterminados). Cohen tampoco reconoce que desde un principio los subsidios agrícolas fueron destinados de manera desproporcionada a las grandes granjas, dado que los subsidios eran pagados en un base por hectárea. Él tampoco parece considerar como la Administración Nacional para la Recuperación instaurada por FDR afectó de manera negativa a los granjeros al establecer carteles que fijaron precios por encima del nivel de los precios de mercado, obligando a los agricultores a pagar más por los insumos que necesitaban.

El secretario de Agricultura de FDR Henry Wallace, Cohen escribe, quería “desacelerar la huída de granjeros de la tierra” manteniendo a la gente en el negocio agrícola, a manera de preservar el modo de vida rural. Pero una de los problemas clave en EE.UU. era que había demasiados granjeros. Durante el siglo XIX, un gran porcentaje de los inmigrantes se dedicaron a la agricultura y la cantidad de tierra cultivada se elevó. El sector agrícola se expandió aún más cuando la Primera Guerra Mundial destruyó la agricultura europea. Después de la guerra, la agricultura europea revivió y causó una capacidad excesiva considerable. Más y más gente concluyó que podría prosperar más en el sector manufacturero o de servicios. Las prácticas agrícolas mejoradas hicieron posible que menos granjeros produjeran todos los alimentos que se necesitaban y el número de granjeros continuó decayendo. Los programas agrícolas de FDR no hicieron más que retrasar los ajustes de mercado inevitables y sostener excedentes agrícolas no deseados. Como el propio Cohen admite, muchos granjeros se volvieron adictos a los subsidios federales y esto ha persistido hasta el presente.

Cohen elogia los proyectos de obra pública del New Deal porque crearon "empleos reales" que hicieron cosas socialmente útiles. Pero no eran empleos reales ya que no eran autosuficientes. No creaban riqueza. Dichos empleos dependían de la recaudación fiscal del sector privado que estaba creando toda la riqueza. Gran parte de los empleos creados por el New Deal, especialmente aquellos como los empleos de recogedores de hojas, tampoco ayudaron a la gente a mejorar sus habilidades para el sector privado. Uno podría refutar que hay muchos otros empleos reales en el sector gubernamental, pero Estados Unidos ya tenia millones de estos. El desafío crítico de 1930 era revivir el crecimiento del sector privado y del empleo, que hace que todo lo demás sea posible y no hacer cosas costosas y socialmente valiosas que incrementan las carga sobre el sector privado y hacen más difícil la recuperación.

Cohen apoya la posición keynesiana. Él sostiene que “la depresión dentro de la depresión” de 1938 fue causada por la decisión de FDR de cortar el gasto deficitario. Esta visión pasa por alto otros factores. La Ley Bancaria de 1935 concentraba el poder dentro de la Reserva Federal en la Junta de la Reserva Federal y en el Comité de Mercado Abierto. La presunción era que los directivos de la Fed eran más inteligentes que aquellos de los bancos regionales. Pero los directivos eran humanos también. Cometían errores y su poder magnificaba el daño causado por sus equivocaciones. El primer error de la nueva Junta de la Reserva Federal ocurrió el 14 de julio de 1936, tan sólo a cinco meses y medio de haber empezado a operar, cuando solicitó a los bancos que aumentaran sus reservas en un 50 por ciento, provocando una reducción en los fondos disponibles para ser prestados. Seis meses después, la Fed ordenó a los bancos aumentar sus reservas en un 33 1/3 por ciento. Usualmente puede tomar un año o más para que una acción de la Fed sea llevada a cabo. El resultado fue un salto en las tasas de interés que hizo tambalear la economía. Los directivos de la Fed tardaron en reconocer los efectos de lo que habían hecho.

Pero los tropiezos de la Fed no fueron los únicos errores económicos infligidos por el Estado. Una seguidilla de aumentos impositivos en el marco del New Deal también jugaron un papel: el impuesto a los beneficios no distribuidos, decretado en marzo de 1936, y el impuesto al pago de la nómina del seguro social, que comenzó en 1937. Aun más, las leyes laborales del New Deal—notoriamente la Ley Wagner—pusieron el poder del Gobierno federal detrás de los agresivos esfuerzos para promover la sindicalización forzosa. Los costos del trabajo aumentaron un 11% en 1937—el segundo aumento de doble dígito durante la Gran Depresión—y violentas huelgas interrumpieron la producción.

Culpar al recorte del gasto público por la depresión de 1938, como lo hace Cohen, es básicamente conceder que el New Deal había fracasado en su tarea de revivir el crecimiento del sector privado y del empleo. Lejos de ser el fenómenos auto-sostenido que había sido durante los prósperos años veinte, la economía se volvió dependiente del gasto federal. Siendo una economía tercermundista y comparativamente pobre durante el siglo XVIII, EE.UU. había atravesado una revolución industrial y se había convertido en una potencia económica y en un imán para millones de inmigrantes, sin ningún tipo de estímulo keynesiano, como el que tanto se alababa durante la Gran Depresión.

Hacia el final de su libro, Cohen hace una notable concesión: “Los críticos de Roosevelt suelen señalar que el New Deal no terminó con la Gran Depresión…Se necesitó de la Segunda Guerra Mundial para volver a colocar la tasa de desempleo donde estaba antes del gran colapso”. Luego prosigue y sugiere que, sin embargo, el New Deal podría haber conseguido más si hubiese realizado más gasto deficitario, como si el dinero creciese de los árboles. La verdad es que el New Deal lo trató todo, inclusive el gasto deficitario, y aún así FDR no pudo bajar la tasa de desempleo del 14 por ciento.

Esto no quiere decir que nunca nadie haya logrado descifrar como una economía puede recuperarse de una depresión. En menos de dos años, el muy criticado Warren Harding resolvió la depresión post Primera Guerra Mundial, que fue casi tan severa (comparando los altos y bajos), como la gran contracción de 1929-1933. Harding recortó impuestos y gasto público y luego siguió jugando sus juegos de cartas. Era lo suficientemente inteligente para darse cuenta que ni el ni ninguno de los “genios” eran capaces de comandar la economía. Durante los vigorosos años 20, que los reformistas de FDR desacreditaban, el desempleo bajó hasta un increíble 1,8 por ciento.

FDR no causó la Gran Depresión. Su predecesor Herbert Hoover hizo de una mala situación una peor con sus altos aranceles y sus grandes aumentos de impuestos. Pero FDR era el presidente de EE.UU. cuando la Gran Depresión se dio y hasta la Segunda Guerra Mundial. Si se hubiese retirado al terminar su segundo mandato, probablemente sería considerado hoy como un presidente fallido. Su reputación fue salvada por la Segunda Guerra Mundial, por la que siempre tendrá el crédito de haberla Ganado.

¿Qué es, entonces, lo que podemos aprender del New Deal acerca de cómo promover la recuperación económica? No más New Deals!

Este artículo fue publicado en el American Conservative el 9 de febrero de 2009.