Federalismo y democracia

Por Alberto Benegas Lynch (h)

He aquí dos conceptos que en última instancia resultan íntimamente entrelazados. Las democracias unitarias y centralizadas terminan perdiendo su rol fundamental para convertirse en votaciones sobre temas alejados de los intereses específicos de los votantes y, a la postre, revierten sus incentivos y se convierten en aparatos demoledores de los derechos de las minorías.

En cambio, el federalismo, esto es la descentralización y el fraccionamiento del poder en ámbitos reducidos y estrechamente vinculados con los problemas de la gente, tiende a constituir una salvaguarda y un dique de contención a las extralimitaciones del poder a través de los abusos de las mayorías. No son los mismos los intereses e incentivos cuando los propietarios de un consorcio de un departamento votan sobre la licitación de los ascensores del edificio, que cuando se vota en el recinto legislativo del gobierno central sobre cuestiones que exceden en mucho a los intereses directos e inmediatos de la población que, a través de sus representantes, opinan y resuelven sobre el asunto.

Henrik Ibsen ha escrito que “la minoría siempre tiene razón”. Es que, en todos los campos, la excelencia reside en una minoría ya sea en pintura, cirugía, carpintería, economía, danza o jardinería. Si las votaciones mayoritarias se limitan a considerar temas vinculados con problemas que directamente conciernen los bolsillos de los votantes los resultados son completamente distintos si se buscan apoyos que terminan expoliando a la minoría.

Esto se ve en materia fiscal. Un sistema federal significa que todos las erogaciones gubernamentales se dividen en las provincias o estados que componen la nación. A partir de ese momento cada una de ellas establece su régimen fiscal con lo que los gobernantes locales estarán incentivados para implantar un sistema tributario razonable al efecto de evitar que la gente se mude a otra jurisdicción y, por otro lado, para hacer lo mas atractiva posible la inversión. Para los gastos del gobierno central, incluyendo relaciones exteriores y defensa, las provincias o estados coparticipan los impuestos necesarios en proporción a sus territorios, a las economías regionales o a la respectiva densidad poblacional. Este procedimiento facilita el control sobre el gasto gubernamental y tiende a implantar gravámenes razonables para el estricto cumplimiento de las funciones gubernamentales de la protección a los derechos individuales de todos los pobladores.

Sin duda que si las mayorías aliadas a los gobiernos están incentivadas por el sistema a percibir las ventajas de explotar a las minorías y confiscarles sus bienes, solo se necesita levantar la mano en el Congreso para hacer tabla rasa con las salvaguardas y concretar el latrocinio. Por eso autores como Anthony de Jasay y tantos otros trabajan en propuestas que cortan la posibilidad de semejantes fechorías, las cuales, eventualmente llegarán a su debido tiempo, pero, por el momento, hay que estar en guardia y atento a los desvíos de la democracia para que no se convierta en una democracia tramposa donde se aniquila el derecho.

Ortega y Gasset ya advertía de este problema en 1917 en un artículo titulado “La democracia morbosa”. En este escrito el autor decía que “Vivimos rodeados de gentes que no se estiman a si mismas, y casi siempre con razón. Quisieran los tales que a toda prisa fuese decretada la igualdad entre los hombres; la igualdad ante la ley no les basta”. Así es que se pretende la nivelación de rentas y patrimonios con lo que se derrumba todo el sistema de cooperación social ya que no se permiten las votaciones en el mercado para que los siempre escasos recursos se ubiquen en las manos mas eficientes para atender las necesidades de terceros. Asimismo, al decir de Ortega, irrumpe la enojosa monarquía de una democracia mal entendida en la que “al amparo de esta noble idea se ha deslizado en la conciencia pública la perversa afirmación de todo lo bajo y ruin” con lo que se estimula la envidia, el resentimiento y las “almas rencorosas” que contribuyen a liquidar todo vestigio de excelencia y vulgarizar todo y a cualquier precio. El sano deseo de imitar lo mejor se trona en la entronización de lo torpe, ordinario y soez.

Los aparatos políticos tienden a buscar el común denominador y a rebajar, subestimar y vilipendiar la excelencia. Por ello es que, hasta que aparezca algo mejor, en esta instancia del proceso de evolución cultural, nunca serán suficientes los esfuerzos para entrelazar el federalismo y la democracia al efecto de minimizar excesos.

Bertrand de Jouvenel en una sección que titula “El minotauro enmascarado”, escribe en El Poder que éste “no ha dejado de aumentar” y se debe “a la bruma de que se rodea. Antes era visible; se manifestaba en la persona del rey, que se declaraba amo y señor. Ahora se enmascara en el anonimato y pretende no tener existencia propia y no ser más que instrumento impersonal y desapasionado de la voluntad general”. Y, más adelante, apunta que “se produce siempre un avance del Estado a lo largo del tiempo, como lo demuestra la historia del impuesto, la historia militar, la historia de la legislación, la historia de la policía. Es evidente que el Poder público se arroga una porción creciente de la riqueza social, moviliza una fracción creciente de la población, reglamenta cada vez con mayor detalle las acciones de los individuos y vigila a éstos cada vez con mayor rigor”.