Enfriando la globalización

Por Juan Carlos Hidalgo

La lucha contra el cambio climático se ha convertido en una de las principales prioridades del mundo desarrollado. En países como Canadá, el Reino Unido, Australia, e incluso Estados Unidos, las propuestas sobre cómo detener el calentamiento global ocupan un lugar de privilegio en el debate político. Sin embargo, es cada vez más evidente que cualquier esfuerzo internacional por estabilizar los niveles de carbono en la atmósfera será inútil si no se involucra también a los países en desarrollo, y es aquí donde la agenda climática podría descarrilar el proceso de integración económica que vivimos.

Por eso es importante tener en cuenta el impacto que podrían tener en el sistema económico mundial las medidas que están siendo consideradas para contrarrestar el calentamiento global. Ya es reconocido que, a pesar de los elevados costos, las políticas adoptadas hasta el momento no tendrán efecto alguno sobre la temperatura global en las próximas décadas. Según el climatólogo Tom Wigley, de haber sido implementado en su totalidad, el protocolo de Kyoto habría reducido la temperatura global para el año 2050 en únicamente 0,07 C˚. Además del agravante de las deserciones de grandes emisores como Estados Unidos y Australia, ni siquiera la mayoría de los países que lo ratificaron han logrado reducir sus emisiones de CO2 de acuerdo a lo estipulado en el protocolo, el cual expira en el 2012.

Es así como desde ya se están discutiendo los alcances de un nuevo acuerdo internacional que venga a reducir de una manera más efectiva las emisiones de dióxido de carbono a partir de dicho año. Y existe un consenso —al menos en los países desarrollados— que cualquier esfuerzo en este sentido debe necesariamente involucrar a los países en desarrollo, especialmente a gigantes como China, India y Brasil. La razón es sencilla: el 75% del aumento en la demanda de energía en los próximos 20 años provendrá de los países en desarrollo, y el 80% de esta energía será generada por combustibles fósiles.

Sin embargo, lograr que los países en desarrollo limiten voluntariamente su consumo energético no será fácil —ni debería serlo. Al final de cuentas sus emisiones per cápita son un quinto la de los países ricos. Como indica el economista Robert Samuelson, “el uso de energía sostiene el crecimiento económico, el cual —en todas las sociedades modernas— apuntala la estabilidad social y política”. Los gobiernos de estas naciones están conscientes de que reducir el uso de fuentes de energía baratas tendrá un impacto sumamente negativo en su desarrollo económico.

Ya Europa está enfrentando los crecientes costos económicos de limitar las emisiones de C02. Un reportaje reciente del Washington Post da fe sobre los efectos no deseados del sistema de comercio de carbono: electricidad más cara, desempleo y pérdida de competitividad. Algunas empresas europeas están considerando mover sus operaciones a países en desarrollo que no cuentan con estas regulaciones. Esto da paso a un escenario aún más peligroso: que las naciones desarrolladas amenacen con imponer altos aranceles a los productos industriales de los países que no participen en un acuerdo post-Kyoto. Ya la idea fue sugerida por Francia en la última Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, y es probable que tome fuerza conforme la pérdida de competitividad europea se acelere y el tema del calentamiento global aumente en relevancia.

Es probable que una medida de este tipo sea ilegal bajo el marco de los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que prohíben el trato discriminatorio entre los productos similares de diferentes países. Sin embargo, la OMC también deja la puerta abierta a la adopción de medidas comerciales tendientes a proteger los recursos naturales y la salud humana, siempre y cuando éstas “no sean implementadas en una manera que constituya un medio de discriminación arbitrario o injustificable…o una restricción solapada al comercio internacional”. Algunos expertos sostienen que un tratado internacional podría satisfacer este requisito.

Las consecuencias de dicho escenario son muy graves. Los países en desarrollo podrían tomar represalias ante las medidas arancelarias de las naciones ricas, lo cual daría paso a una guerra comercial generalizada. Peor aún, la OMC perdería su autoridad ante los ojos del mundo, especialmente los países pobres. Esto es aún más factible si la prometida liberalización comercial agrícola bajo la Ronda de Doha nunca fructifica —debido principalmente a la resistencia de Estados Unidos y Europa a reducir sus subsidios agrícolas y abrir sus mercados, respectivamente.

Más que enfriar el planeta —o al menos detener su calentamiento— los esfuerzos por controlar las emisiones de CO2 tienen el potencial de enfriar el proceso de globalización que ha sacado de la pobreza a cientos de millones de personas en las últimas décadas. Es importante que no perdamos de vista esta posibilidad cuando analicemos las propuestas de control climático que están sobre la mesa.