Las consecuencias políticas del liberalismo: La declaración de derechos y el debido proceso

por Lorenzo Bernaldo de Quirós

Lorenzo Bernaldo de Quirós es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico

Por Lorenzo Bernaldo de Quirós

Este ensayo fue preparado para el Seminario Internacional sobre la Demoracia Liberal en Sao Paulo entre el 15 y el 16 de mayo de 2006. También puede leer este documento en formato PDF aquí.

Pero qué es el gobierno sino la mayor de todas las reflexiones sobre la naturaleza humana. Si los hombres fuesen ángeles, ningún gobierno sería necesario. Si los ángeles gobernasen a los hombres, ningún control interno o externo sobre el gobierno sería necesario. Al constituir un gobierno que es administrado por hombres, la gran dificultad es la siguiente: se debe capacitar al gobierno para que controle a los gobernados pero se le debe también obligar a controlarse asimismo.

—James Madison, The Federalist, No.51

Introducción

Antes de abordar el tema central de este trabajo es fundamental precisar que se entiende por liberalismo. Este es un ejercicio esencial, no una prescindible elucubración erudita, ya que del alcance y del significado que se dé a ese vocablo dependen de manera directa los dos restantes elementos que componen el título de este artículo: los derechos individuales a proteger y el alcance de las garantías jurisdiccionales que se les ofrece. Por añadidura, la precisión de los contornos del término liberal es también relevante porque, a lo largo del último siglo y medio, el significado tradicional de la palabra ha sufrido múltiples modificaciones, en algunos casos una auténtica lobotomía intelectual, que han llegado a desnaturalizar su contenido y, por tanto, sus consecuencias políticas. En EE.UU. y en otros lugares, liberal se identifica o se asocia a una extensión de los poderes del Estado, en una manifestación clásica de la célebre perversión del lenguaje descrita por Orwell en 1984.

En sintonía con Hayek: “Por liberalismo entenderé aquí la idea de un orden político deseable que se desarrolló inicialmente en Inglaterra desde los tiempos de los Viejos Whigs, a finales del siglo XVII, hasta los de Gladstone, a finales del siglo XIX. David Hume, Adam Smith, Edmund Burke, T.B. Maucaulay y Lord Acton pueden ser considerados sus representantes típicos en Inglaterra. Fue su idea de libertad individual sometida a la ley la que inspiró originariamente los movimientos liberales de Europa continental y la que constituyó la base de la tradición política norteamericana. Algunos de los pensadores que vivieron en estos países, como Benjamín Constant y Alexis de Tocqueville en Francia, Inmanuel Kant, Friedrich von Schiller y Wilhem von Humboldt en Alemania, y James Mason, John Marshall o Daniel Webster en los EE.UU. pertenecen plenamente a esa tradición”1.

En esa corriente intelectual se insertan las siguientes páginas. Ello requiere una puntualización previa. Abordar el tema de Las Consecuencias Políticas del Liberalismo: Las declaraciones de Derechos y el Debido Proceso Legal es una tarea ingente porque bajo ese título se sintetiza toda la filosofía política liberal. Si se asume como insuperable esa restricción, teniendo en cuenta las limitaciones de espacio y de tiempo propias de un trabajo de esta naturaleza, se tratará de ofrecer una imagen estilizada de los fundamentos teóricos sobre los que se asienta el armazón institucional del Estado liberal, esto es, de las bases y de los límites de la obediencia política como diría Hume. Sólo así es posible entender cuáles eran los ideales perseguidos por los liberales y hasta que punto la evolución de los modernos regímenes democráticos se acerca o se aleja de ellos.

¿Qué liberalismo?

El liberalismo clásico no es el resultado de una construcción teórica previa; surgió del deseo de extender y generalizar los efectos benéficos que brotaron imprevisiblemente de las progresivas limitaciones impuestas a los poderes del gobierno por una razón muy simple: la desconfianza de los ciudadanos en ellos, su deseo de salvaguardar su vida, su libertad y su hacienda ante la rapacidad del poder. Esas restricciones a la discrecionalidad estatal se forjaron a lo largo de un dilatado proceso de evolución histórica y, si bien, se ensayaron también en algunas partes del continente europeo nunca lo hicieron o no pudieron hacerlo con la misma intensidad, coherencia y continuidad que en Inglaterra.

En la Europa continental, los intentos de consolidar el esquema de un gobierno limitado, por ejemplo en las ciudades-estado italianas no perduraron; se vieron frustrados por el juego de tres factores: por una creciente intervención de los poderes públicos en su vida cultural, social y económica, por la imposición exterior de modelos de corte estatista y por el auge de la monarquía absoluta2. Por el contrario, la sociedad inglesa era ya individualista en sus tradiciones legales, en su legislación referente a la propiedad y en su cultura social desde hacía siglos y siguió siéndolo. Sólo después de haber descubierto que la mayor libertad disfrutada por los ingleses en el siglo XVIII se tradujo en un bienestar material sin precedentes, se intentó desarrollar una sistematización de la doctrina liberal. Esta iniciativa buscó y encontró precedentes en algunas corrientes del pensamiento político occidental que, aunque no lograron construir una visión sistemática de un orden social de la libertad, sí aportaron ideas seminales que pueden considerarse precursoras o antecedentes filosóficos del cuerpo central del liberalismo clásico.3

El punto de partida de la teoría liberal es el individualismo, esto es, la percepción del individuo como el centro y la justificación del análisis social y, por extensión, del ordenamiento político. La premisa es clara, evidente y lógica. El individuo goza de existencia real y sólo él es capaz de razonar, de elegir y de actuar. En consecuencia no se consigue entender el funcionamiento de la sociedad salvo que se la contemple como el resultado de la acción humana. En este sentido, la visión de la comunidad como un ente orgánico, provisto de vida propia y con fines distintos y/o superiores a los de las personas que la integran es una falacia que además, en sus versiones más duras, ha tenido consecuencias funestas. El bien común, el interés general y otros conceptos “holísticos” carecen de significado y de entidad efectiva. Sólo son el producto de la interacción de los individuos. Este axioma es la piedra angular a partir de la cual se articula el edificio intelectual del liberalismo clásico.

Por otra parte, la teoría liberal clásica nace del descubrimiento de un orden que se autogenera, de un orden espontáneo de la realidad social, creado por la acción humana pero no por un expreso designio humano. A través de un proceso de ensayo y de error, entre el instinto, la razón y la tradición, los individuos desarrollaron un conjunto de hábitos de conducta, de reglas generales de comportamiento y de instituciones que les permitieron primero sobrevivir y luego alcanzar cotas crecientes de libertad y de prosperidad. Además, esa dinámica evolutiva les incentivó a realizar un uso de sus conocimientos y de sus capacidades (mediante el paulatino aumento de la cooperación y el intercambio voluntarios), muy superior al que haría posible cualquier sistema centralizado o dirigido. Ese conjunto de hechos llevó a los pensadores liberales clásicos a explicitar y formalizar esos principios, así como a demostrar las ventajas de su aplicación general.

Sin embargo, la visión liberal clásica del orden espontáneo y su reformulación moderna no concede a cualquier tipo de proceso institucional evolutivo los mismos resultados ni considera todos igualmente deseables. La evolución de las instituciones no garantiza por si misma el predominio final de aquellas que mejor aseguran la supervivencia, la libertad y la prosperidad de las sociedades y de sus miembros. A lo largo de la historia, numerosas organizaciones ineficientes y/o represivas han pervivido durante siglos y, también, muchas sociedades abiertas o más abiertas que las de su entorno han retrocedido hasta fórmulas sociales cerradas y/o tribales. Si bien, el mundo ha tendido a caminar, con distinto ritmo, con regresiones a veces muy prolongadas, hacia las fórmulas de articulación social cada vez más complejas en las que los espacios para la cooperación voluntaria se ampliaron, nada presupone el inexorable curso de esa trayectoria.

Frente a otras corrientes de la filosofía política, el sistema liberal no se sustenta en la perfección utópica de los seres humanos, la Leyenda del Buen Salvaje, sino en su falibilidad e ignorancia. Hume señala la restringida benevolencia y las limitaciones intelectuales de los hombres, así como el conflicto permanente entre sus necesidades infinitas y la escasez de los recursos para satisfacerlas. Sin embargo, de esas fragilidades se derivan los principios básicos de justicia que son a su vez las bases de un gobierno limitado asentado en las tres leyes fundamentales de la naturaleza: la estabilidad en las posesiones, su transferencia por consentimiento y el cumplimiento de las promesas. Al mismo tiempo, la falibidad y limitación del conocimiento humano es otra razón adicional para defender la sociedad libre. La cooperación voluntaria a través del mercado permite acumular, procesar y transmitir la información y los conocimientos dispersos entre millones de personas. Eso no lo lograría ni lo ha logrado jamás ningún planificador. En la práctica, el sistema de libertad bajo la ley implícito en la tríada “humiana” y su perfeccionamiento y estilización posteriores ayudaron a crear un marco institucional que aspira a convertir las debilidades del individuo en fortalezas.

Por eso, la idea capital del liberalismo clásico era y es muy sencilla. La observancia y la aplicación de reglas universales de justa conducta, que resguardan una esfera de autonomía dentro de la cual el individuo utiliza sus conocimientos y sus recursos para la consecución de los fines que desee, es la base del orden espontáneo. La tarea central del gobierno consiste en constreñirse a observar y hacer observar esas normas sin excluir, como veremos, que pueda y deba desplegar algunas funciones que son necesarias para la preservación del orden social. En la práctica, esta concepción se limita a elevar a categoría intelectual los ideales del rule of law inglés, del gobierno sometido a la ley, cuyos atributos generales son de sobra conocidos: ser impersonal, prospectiva, conocida, cierta, universal e igual en su aplicación. La ley no busca resultados concretos, sino impone la prohibición de invadir el dominio protegido de cada uno.

¿Por qué un Gobierno Limitado?

La respuesta utilitarista sería porque ese entorno institucional funciona y asegura los mejores resultados, según el conocido aforismo de “la máxima felicidad para el mayor número posible”. Sin embargo, este enfoque adolece de una considerable fragilidad y a su vez resulta peligroso. Por un lado es ilusorio querer medir y comparar satisfacciones individuales que son por definición subjetivas. Es más, la subjetividad de las preferencias de los individuos hace que las imposiciones exógenas no logren maximizar el valor total de las acciones coercitivas que el gobierno despliega con esa finalidad. Por otro, el utilitarismo abre el portillo hacia una ampliación ilimitada de las facultades estatales y, por ende, a una reducción del dominio privativo del individuo. Basta apelar a la voluntad, al interés o al bienestar de la mayoría para restringir y/o violar los derechos individuales.

En la práctica, el utilitarismo, con diversos matices y en sus diferentes versiones, ha sido uno de los vehículos intelectuales más potentes para liberar al poder de sus ataduras, para conceder a los gobernantes la justificación para aumentar sus atribuciones, para diseñar y ejecutar programas de ingeniería social tanto global como fragmentaria. Su paulatina aceptación como cimiento filosófico del ideario liberal y/o su influjo sobre un amplio sector del liberalismo y de la ciencia política contemporánea ha sido una de las causas determinantes de la pérdida y de la alteración de su verdadera fisonomía. Ha constituido un factor clave para la aceptación de muchas medidas anti-liberales y también ha servido para debilitar la filosofía legal sobre que sostiene la garantía judicial de las libertades del individuo en la doctrina liberal clásica.

El principio básico para constreñir la coerción estatal al respeto de reglas generales de justa conducta es la expresión de un principio: ningún hombre o grupo de hombres puede lesionar la vida, la libertad o la propiedad de los demás. De esa declaración se deriva la libertad del individuo para actuar sin coerción, es decir, para plantear a través del uso de su propiedad o mediante su cooperación voluntaria con otros, cualquier acción no violenta ni fraudulenta respecto a terceros. Este axioma se sostiene en una condición sustantiva, la existencia de derechos naturales, fundamentales o humanos, según el gusto de cada cual, y dos condiciones instrumentales, la separación o división de poderes y el control judicial de la acción gubernamental. Ahora bien, este planteamiento constituiría una tautología si no se pudiese responder a dos preguntas fundamentales: Primera, ¿Por qué el individuo tiene derechos y estos han de ser respetados? Segunda, ¿Esos derechos constituyen restricciones incondicionales o condicionales?

Esas interrogaciones llevan a formular la cuestión fundamental de la filosofía política liberal. Esta no es otra que la de la existencia del Estado o, mejor, las causas que hacen preferible la opción de un gobierno limitado a la tiranía ó a la anarquía como principio de organización social. Como se ha apuntado, el concepto de la ley del liberalismo clásico, la codificación de los principios de la common law anglosajona4, y el orden espontáneo basado en ella presuponen la asunción de una cierta idea del individuo y una justificación de porqué tiene derechos. El liberalismo clásico acometió esa tarea con dos teorías básicas, el iusnaturalismo y el contractualismo. Aunque ambos planteamientos han confluido a veces en una expresión común, por ejemplo en Locke, no siempre ha sucedido así ni tiene porqué suceder. Además, algunos modelos de contrato social—léase el roussoniano—superan las tradicionales restricciones liberales y originan consecuencias contrarias a las preconizadas por el liberalismo. En cualquier caso cabe afirmar que existen diferentes y complementarias aproximaciones al problema que muestran la enorme riqueza del pensamiento liberal clásico y todas conducen a una misma conclusión: la necesidad de limitar el poder político.

Como escribió Hume: “La razón, la historia y la experiencia nos muestran que las sociedades políticas han tenido un origen mucho menos preciso y regular—entiéndase que el formulado por el contrato social—; y si hubiéramos de elegir el momento en que el consentimiento público es menos tenido en cuenta en la cosa pública, sería precisamente el del establecimiento de un nuevo gobierno”5. La ironía de la crítica “humiana” es una afirmación fáctica pero no priva de potencia teórica ni de capacidad explicativa a la hipótesis contractualista, el paso del Estado de Naturaleza al Gobierno Civil, como una forma inteligente de describir el nacimiento del orden estatal y/o los límites de su acción. Los filósofos políticos, como los economistas o los sociólogos, suelen construir modelos que ayudan a entender mejor la realidad aunque no la reflejen en su totalidad.

De todas formas, la teoría contractualista es de naturaleza procedimental y sus consecuencias político-institucionales dependen de la restricción previa sobre la que se sustente, esto es, sobre la fundamentación y el alcance de los derechos que el contrato ha de garantizar. Por ello es posible diseñar un contrato social de corte autoritario, corporativista, socialdemócrata o liberal6.

Tampoco es rechazable a priori la afirmación de que los derechos individuales se apoyan en leyes naturales asentadas en principios inmutables y en verdades auto-evidentes. El corolario es la obligación del Estado de protegerlas porque de lo contrario carece de legitimidad y no puede exigir obediencia. A diferencia de lo sostenido por sus detractores, esa conjetura no tiene porqué presuponer el origen divino de los derechos naturales ni cabe descalificarla por su carácter metafísico, sino que puede articularse a partir del simple ejercicio de la razón. La reconstrucción del iusnaturalismo por parte del pensamiento liberal contemporáneo ha mostrado la posibilidad de construir una ética objetiva basada en un análisis racional de la naturaleza humana7. De cualquier manera, la fuerza normativa de la teoría iusnaturalista, en todas sus expresiones, se erige en una poderosa salvaguarda de los derechos individuales y constituye un baluarte contra la coerción estatal.

Existe una visión más humilde sobre el nacimiento del Estado, sobre la emergencia de los derechos individuales y sobre la conveniencia de limitar las funciones del gobierno cuyo poder explicativo es considerable y no precisa recurrir a argumentaciones de carácter teleológico. Al mismo tiempo, ese enfoque incorpora los argumentos más relevantes del iusnaturalismo y del contractualismo en garantía de los derechos individuales. Se trata una vez más de la visión liberal de los derechos, de las instituciones y del Estado como el resultado de un proceso evolutivo, de una dinámica de selección cultural a través de la cual se ha tendido a limitar la coerción y a extender la esfera de autonomía de los individuos. Su formulación no supone ni precisa la remisión a ninguna forma de darwinismo social como a veces declaran sus detractores. Por el contrario es una descripción bastante sensata de las bases positivas y de las recomendaciones normativas que llevaron a una cristalización de los principios del liberalismo clásico y a su aplicación con distinta intensidad. Además se ajusta con bastante exactitud a la evolución real de buena parte de las sociedades a lo largo de su historia.

Quizá, el instinto primario más fuerte del ser humano es el de su conservación y, por tanto, su principal temor es a la muerte violenta. Así lo vieron buena parte de los grandes pensadores políticos. Si una sociedad no cuenta con una organización que monopolice el uso de la coerción, la guerra civil, el todos contra todos se convertiría en una enfermedad crónica. La ejecución y defensa privada de los derechos llevaría aparejada una dinámica de querellas, de represalias y de venganzas sin fin. No habría medio para arreglar los conflictos, para poner fin a las disputas ni para obligar a las partes a aceptar una solución. La ley del más o de los más fuertes se impondría. La vida no valdría nada y sería corta, brutal y precaria. De acuerdo con Nozick8, la emergencia de asociaciones protectoras privadas competitivas entre si o con acuerdos colusorios dentro de un mismo territorio es una garantía insuficiente, inestable y poco eficiente para superar esos problemas. Los gobiernos asumen la protección de la vida y de la hacienda de los individuos y suministran determinados bienes públicos no ofertables por el mercado porque pueden hacerlo a un coste inferior que los grupos privados voluntarios.

Esa demanda de seguridad dio lugar de manera paulatina al nacimiento de los estados, al desarrollo de una agencia dominante que asegura la protección a todas las personas que habitan en su territorio, a cambio de ingresos9, y que tiene la potestad, la capacidad y la voluntad de castigar a quien recurra al uso de la fuerza sin su consentimiento. Desde esta perspectiva, un proceso evolutivo, similar a la mano invisible smitiana o al orden espontáneo hayekiano, más que un contrato social a lo Hobbes o a lo Locke, condujo a la aparición de los ordenamientos estatales. Entre otras causas, las amenazas exteriores, la anarquía interna, el crecimiento de la población, los descubrimientos tecnológicos, la aparición de economías de escala... están en la metamorfosis de las primitivas formas de organización política en el Estado moderno. Su existencia no necesita ser explicada por una decisión fundacional expresa, consciente y unánime. La búsqueda racional o intuitiva de riqueza y de seguridad impulsó el desencadenamiento de interacciones de suma positiva que hicieron emerger la jerarquía política. En terminología de la teoría de juegos, el papel del Estado ha consistido en transformar la no-cooperación en una opción con un coste prohibitivo.

Ahora bien, la supervivencia del individuo no depende sólo ni principalmente de la existencia de un aparato estatal que impida y castigue la agresión de terceros. Cualquier gobierno lo suficientemente fuerte para evitar ese extremo lo es también para convertirse en un peligroso agente agresor. Por eso, el individuo ha de tener los instrumentos adecuados para sobrevivir por sus propios medios. Esto exige que se posea a sí mismo, tenga el derecho de propiedad absoluto sobre su cuerpo, libre de las injerencias coercitivas de otros sujetos y del propio Estado. El hombre tiene capacidad de pensar, de aprender, de evaluar y de elegir los instrumentos precisos para sobrevivir y para prosperar. Ello implica que el derecho de propiedad sobre él mismo se extienda también a la posibilidad de controlar y de apropiarse de los elementos primordiales que garantizan su existencia, de los frutos de su trabajo y a intercambiarlos con otras personas sin, en ninguno de los dos casos, recurrir al robo, a la violencia y/o al fraude. Esos son requisitos indispensables para salvaguardar su vida y su libertad. Cuando se ponen en entredicho, la vida humana corre riesgo. Ningún Sumo Legislador ha creado la propiedad ni nadie la ha inventado. Su desarrollo, protección y extensión han sido resultado de un proceso evolutivo y, casi siempre, la sanción de una realidad fáctica.

La propiedad constituye la medula de todos los demás derechos individuales y es la fuente más poderosa para restringir la coerción estatal. El Estado protege al individuo frente a la agresión de terceros pero la propiedad le protege frente a la potencial agresión del Estado. En pura lógica, el resto de las libertades (religiosa, de expresión, de pensamiento etc.) no son otra cosa que manifestaciones y extensiones del derecho de propiedad sobre uno mismo, acotado tan sólo por la libertad-propiedad de los demás. Es inconsistente conceder o reconocer el derecho de cada individuo a su libertad personal, es decir, a la propiedad de su propio cuerpo y, al mismo tiempo, negar o condicionar el ejercicio de ese derecho cuando se refiere a la posesión de bienes materiales. No hay posibilidad lógica alguna de distinguir entre los denominados derechos civiles y los económicos. Esa distinción refleja una esquizofrenia intelectual insostenible. En suma, la configuración de un círculo de autonomía o de libertad del individuo supone asumir un campo de dominio o de propiedad absoluta de éste sobre aquella. En este contexto, la única limitación coherente y aceptable, no se olvide, es el principio de igual libertad de los otros, el respeto a su propio ámbito de autonomía.

En los párrafos anteriores se ha señalado que, con independencia de argumentos de carácter moral, la razón primigenia para respetar la propiedad y sus manifestaciones concretas es que esa es la única forma que tiene el individuo para asegurar su preservación. Sin embargo, esa posición es cuestionada por la postura utilitarista que tolera una violación de los derechos individuales para maximizar el bienestar general y/o para minimizar la violación de los derechos de la mayoría. Este planteamiento goza de una enorme aceptación en una época dominada por la corrección política y por la venenosa identificación de lo social con lo bueno y lo decente. Antes se ha avanzado la subjetividad de los valores individuales y, por tanto, la imposibilidad de medir la satisfacción general de las acciones de esa naturaleza. Sin embargo hay otras dos razones adicionales para considerar inviolables los derechos de los individuos.

En primer lugar está la vieja y sabia proposición kantiana según la cual las personas son fines en si mismas y no recursos explotables. Esto equivale a decir que no pueden ser sacrificadas o utilizadas para alcanzar otras metas sin su consentimiento. El motivo es la existencia de vidas separadas con proyectos distintos, intransferibles y no comparables. En segundo lugar no existe ente social alguno con vida propia independiente, al margen o por encima de la de los individuos que lo componen. Conviene recordar que no hay más que individuos diferentes con modelos vitales distintos. De ahí que utilizarles para beneficiar a otros contra su voluntad equivalga entraña una agresión. Significa que algunos hombres están facultados para perseguir cualquier meta que ellos deseen, a imponérsela a los demás mediante la fuerza, mientras que éstos tienen la “obligación ética” de poner sus vidas a su servicio, sutil reformulación de la esclavitud. Si se acepta que el principio de no-agresión ha de regir las relaciones interestatales, resulta inaceptable que no se predique lo mismo a las existentes entre el individuo y el Estado.

Uno de los pensadores liberales más brillantes y más injustamente olvidado, el gran Herbert Spencer escribió: “Con la disminución de la guerra y el crecimiento del comercio, la cooperación voluntaria reemplaza cada vez más a la forzosa... esto hace posible la creación de la vasta organización industrial que sostiene una nación”10. Esos son los efectos de generalizar el principio de no-agresión, un concepto “negativo” que es la base de los tres grandes valores de la sociedad liberal: la paz, la libertad y la justicia. El liberalismo clásico desarrolló esos principios bien a través del common law anglosajón bien mediante la codificación de una tradición jurídica—el derecho romano—en una norma escrita. Ambos cuerpos legales formaban la espina dorsal de los contrapesos “constitucionales” a la concentración del poder. La legislación moderna, lo conocido por ley en la mayoría de las sociedades contemporáneas, es algo diferente. Se ha transmutado en un mecanismo a través del cual se especifican reglas sobre como deben los individuos usar su libertad-propiedad e interactuar con otros. El abandono progresivo de un sistema legal soportado por normas generales que protegen el derecho de los individuos a perseguir sus propios fines es el principal instrumento para extender los poderes del gobierno11 pero ésta conclusión es aun prematura y requiere una exposición algo más detallada.

Las consecuencias políticas del liberalismo y la decadencia de la democracia liberal

¿Cuál es la estructura estatal acorde con la filosofía política liberal? Esta pregunta lleva a una definición previa y estilizada de cuales han de ser las funciones legítimas del Estado. A priori, el único fin por el cual es justificable la intromisión del gobierno en la libertad de acción de la gente es protegerla frente a la violencia o el fraude. Hacerlo por su propio bien físico o moral no es una razón suficiente y constituye una negación de la mayoría de edad moral y mental del hombre. Esto descalifica como hipótesis general la de un Estado benevolente y paternalista que interfiere en la vida de los ciudadanos con la benéfica intención de protegerles de ellos mismos. Ningún gobierno está autorizado para decir a las personas que no hagan de su vida lo que quieran en busca de su propio beneficio. Desde esta perspectiva, la libertad en todas sus manifestaciones debe ser el principio general y cualquier pretensión de injerencia en la esfera de autonomía individual ha de tener la carga de la prueba. Sentado este axioma, lo que podríamos denominar el liberalismo clásico se agruparía alrededor de dos posiciones distintas si bien no contradictorias.

Por un lado, los partidarios del Estado Mínimo consideran que, más allá de la protección de los derechos individuales, el poder político carece de legitimidad para actuar y se convierte en una amenaza para la libertad. Su función primordial, de alguna manera, es civilizar o encauzar la anarquía. La protección universal suministrada por el Estado es la diferencia esencial de esta posición respecto al esquema de varias agencias protectoras en competencia o de una dominante y ese es también el “único” ingrediente redistributivo aceptable, esto es, compatible con los derechos del individuo. El gobierno tiene que proteger a todos los ciudadanos frente a una potencial agresión interna y externa e impartir justicia, esto es, hacer cumplir los contratos y castigar el robo, la violencia y el fraude. Esos son los bienes públicos, es decir, aquellos en cuya producción el gobierno goza de ventaja competitiva y/o constituyen un monopolio natural. En el marco teórico del Estado mínimo, los individuos pueden formar el tipo de asociaciones o comunidades que deseen y someterse a cualquier tipo de norma aceptada por sus integrantes siempre y cuando no dañen los derechos ajenos.

Por otro lado están los pensadores liberales que adoptan la distinción “miliana” entre las funciones necesarias del Estado, que son las contenidas en la visión minimalista de la actividad estatal, y las funciones facultativas que sólo han de acometerse si no hay ninguna probabilidad racional de que se realicen por la iniciativa privada o social. En cualquier caso, esas políticas deben articularse de tal manera que estimulen el esfuerzo individual, hagan desaparecer todo aquello que le obstaculiza y alienten el espíritu emprendedor. Su objetivo ha de ser incentivar los esfuerzos privados, no sustituirlos. Para el liberalismo clásico, ese tipo de programas tienen que constituir una educación para el público en el arte de emprender grandes objetivos por medio de la energía individual y de la cooperación voluntaria. Por ello, el Estado debe abstenerse de intervenir y/o retirar su intervención cuando emergen alternativas privadas en esos campos.

Desde esta perspectiva, el liberalismo clásico delimitó de modo muy preciso tanto a cuales eran esas funciones facultativas como su alcance. Así, el gobierno puede imponer a los padres la obligación legal de proporcionar a sus hijos una instrucción elemental e incluso suministrarla de manera directa o facilitarla de modo indirecto—bonos escolares—o ayudar a aquellas personas a quienes la falta de recursos les veda el acceso a una atención médica básica pero, en ningún caso, eso supone la prestación de esos servicios en régimen de monopolio estatal. Tampoco puede dejar que la gente se muera de hambre pero la asistencia estatal ha de ser temporal y no proporcionar a sus destinatarios una situación tan deseable como la de quien la consigue sin ayuda de nadie12. También les parecía tolerable la intervención estatal para combatir los monopolios13 y/o para financiar determinadas infraestructuras en ausencia de capital privado. Esos son los campos en los que el pensamiento liberal clásico admitía con suma cautela la intervención estatal pero también sus límites. De manera premonitoria, J.S. Mill escribió: “toda desviación de ese principio (el laissez-faire), a menos que se precise por algún gran bien, es un mal seguro”14.

Dentro de esa restricción teórica previa, la respuesta político-institucional del liberalismo clásico al dilema planteado por la elección entre la tiranía y la anarquía fue el constitucionalismo. Escrita o no, la Constitución articula un marco normativo cuyos rasgos centrales son los siguientes: a) un gobierno democrático; b) la separación de poderes15; c) una carta de derechos individuales; d) la revisión judicial y e) una estricta definición de los poderes de emergencia del Estado. En la práctica, las restricciones constitucionales al poder han sufrido desde hace décadas un persistente menoscabo, si bien con distinta intensidad según los países. Para que la protección de los derechos individuales sea operativa debe funcionar la tripartición clásica del poder y la revisión judicial de los actos del Ejecutivo y del Legislativo bien por una corte especializada (tribunales constitucionales) bien por la justicia ordinaria.

Aunque esos elementos mantienen una vigencia formal en todas las democracias, han perdido su carácter sustancial en la mayoría de ellas. Guste o no, las normas y la práctica constitucionales no están al margen del cambio intelectual, cultural y moral experimentado por los individuos y por las sociedades. La idea de que el gobierno puede y debe resolver todos los problemas se ha convertido en una movimiento dominante y/o muy influyente. En este ethos intelectual, el ideal del gobierno limitado goza de un frágil apoyo agravado por las mutaciones generadas en el entorno constitucional clásico por el funcionamiento del moderno proceso democrático. Cuando la democracia deja de ser un simple procedimiento para cambiar a los gobernantes sin derramamiento de sangre para transformarse en un medio para conseguir fines concretos mediante el uso de la fuerza, las restricciones a la acción estatal saltan en pedazos.

La división de poderes entre el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial sólo tiene sentido en tanto se entiende la Ley como una norma general. Cuando la normativa constitucional considera a ciertos órganos competentes para emitir leyes dentro de un cierto procedimiento, es claro, que se da por supuesto un concepto previo de la Ley. Sería un abuso político y una corrupción intelectual invertir esa relación y designar como Ley (en sentido formal) todo lo sancionado por los legisladores. En un Estado de Derecho impera la Ley en sentido sustantivo y la actividad de todos los órganos del Estado está sometida a ella. De esta manera, el constitucionalismo liberal pretendía impedir que las instancias con competencia legislativa colocasen su propio imperio en lugar del de la norma general al no distinguirse los mandatos arbitrarios, las medidas y las órdenes administrativas de las “leyes”. En consecuencia, un simple concepto formal de Ley, lo que impone el Legislativo, hace de éste en un poder absoluto y elimina cualquier distinción entre los tres poderes clásicos. Esto supone en definitiva sustituir el absolutismo del monarca por el absolutismo de mil cabezas de los partidos políticos que, en cada momento, se alcen con una mayoría.

La perversión del concepto sustantivo de la Ley afecta también de modo radical a la función de los tribunales de justicia como garantes de la libertad. De nuevo es preciso señalar que la Constitución propia de la democracia liberal se basa en la distinción entre regulaciones legales de carácter general y la aplicación de esas normas por el juez o por una autoridad administrativa. La invasión de la libertad y de la propiedad individual tiene lugar, no por medio de una ley, sino con arreglo a una ley. En consecuencia, la consideración como Ley de cualquier norma adoptada por el legislativo elimina o, al menos, debilita de manera sustancial la capacidad de los tribunales de proteger las libertades individuales. El concepto de Ley, propio del constitucionalismo liberal, se ha visto sustituido de facto por un “concepto político” de la Ley que es tanto voluntad y mandato concretos como un acto de soberanía. Aplicada a la democracia, la Ley es la voluntad ilimitada del Pueblo soberano.

Asimismo, la independencia de los jueces, del poder judicial se convierte igualmente en una ficción cuando se desvirtúa el carácter general de la Ley. La independencia del juez respecto a los mandatos del ejecutivo y del legislativo tiene su esencial correlato en su dependencia respecto a la Ley. Esto es algo muy diferente a hacerlo de los mandatos y de las órdenes especiales de un superior. Si el Legislativo puede adoptar la forma de la Ley para dirigir mandatos al juez, éste deja de ser independiente; es un servidor de los órganos competentes para legislar y, si éstos usan su competencia legislativa para transformar las leyes en órdenes especiales, son los superiores jerárquicos del juez. Sólo en tanto se mantenga el carácter general de la Ley, puede hablarse de un poder judicial independiente.

Por su parte, los derechos individuales han pasado de ser “negativos”, una esfera protegida de acción, a “positivos” una exigencia de materialización de beneficios concretos que inevitablemente exige quitar a unos para dárselo a otros. Las libertades sancionadas por las cartas constitucionales de los siglos XVIII y XIX proporcionaban espacios y garantías para la acción libre del hombre pero no atribuían ventajas sustantivas a nadie. Eran derechos absolutos (incondicionales) porque no tenían “coste”, porque su satisfacción no exigía la cooperación forzosa de los demás. Si tengo derecho a trabajar y nadie quiere contratarme, alguien (el gobierno) debe forzar a otro para que lo haga. Así, los derechos iguales para todos del liberalismo clásico se han transmutado en desiguales, en discriminaciones. Los modernos derechos sociales son costosos y además generan expectativas de satisfacción crecientes que inexorablemente se traducen en un deterioro, por no decir, en un creciente quebranto de los primeros16.

La idea de igualdad ante la ley, de ciudadanos iguales en derechos del liberalismo clásico se ha visto también menoscabada por la visión según la cual, grupos de individuos concretos, han de tener un tratamiento legal diferenciado (discriminación positiva) de acuerdo con determinados criterios de identidad étnica, sexual, cultural, religiosa etc. En su traducción práctica, este planteamiento ha resucitado una estructura social de castas y de privilegios que, a pesar de su aparente modernidad y de su corrección política, nos remite a una oscura era pre-liberal de rasgos seudo tribales. Esta es otra de las letales derivas de una concepción colectivista del orden social que, en definitiva, niega los derechos individuales y conduce a una guerra civil fría.

En este escenario es interesante analizar la evolución que se ha producido en el Due Process of Law en EE.UU. Las cláusulas del debido proceso de ley de las Enmiendas Quinta y Decimocuarta de la Constitución norteamericana establecen que ninguna persona puede ser desprovista de su vida, de su libertad y de su propiedad sin un debido proceso. Al menos desde 1800, el alcance de esa noción no se limitaba a determinar el procedimiento formal por el que se hacen las cosas sino para prohibir la sustancia de ciertas acciones gubernamentales. el debido proceso sustantivo consideraba fundamentales y merecedores de su amparo no sólo los derechos civiles sino una amplia gama de derechos económicos como la propiedad y la libertad contractual. Desde los años treinta del siglo pasado, esa salvaguarda ha desaparecido. Las decisiones de la Corte Suprema rechazan pronunciarse sobre el fondo de los asuntos económicos sometidos a su consideración y esa praxis se han convertido en regla17.

Pues bien, en realidad, el ejecutivo y el legislativo constituyen hoy un poder fusionado en la mayoría de los regímenes parlamentarios y esta integración fáctica se ha convertido en un vehículo perfecto para el uso incontrolado del poder a favor de las facciones con mayores incentivos para organizarse y extraer privilegios del gobierno. En este contexto, el poder judicial tiene enormes dificultades para ejercer un contrapeso efectivo a la discrecionalidad ya que como instrumento para interpretar y aplicar la Ley, está sometido a lo considerado como tal por el legislativo. Este esquema institucional ha dinamitado el sistema de garantías de los derechos individuales establecido por el Estado Liberal. Desde esta perspectiva, la extensión y/o la reducción de la libertad individual reposa básicamente en algo tan frágil y tan volátil como el estado de ánimo de la opinión.

En un proceso político competitivo, como lo es la democracia, el debilitamiento y/o la desaparición de las restricciones de las facultades gubernamentales impulsa el crecimiento inexorable del Estado. Las coaliciones políticas que favorecen el aumento de los gastos del Estado y/o la intervención de éste en la vida social y económica son siempre más numerosas y más eficaces que las que podrían intentar oponerse a esos movimientos. Aunque todos los ciudadanos sean a la vez “beneficiarios” y “contribuyentes” de la acción pública, les parecerá más rentable y menos costoso organizarse para que el Estado adopte medidas redistribitivas a su favor, que hacerlo a fin de restringir la expansión del gobierno. El cálculo racional de sus intereses les conduce a favorecer el aumento de su bienestar individual mediante el incremento de las aportaciones redistributivas del Estado y/o de las regulaciones. La difusión de los costes de la actividad pública y la concentración de los beneficios que produce constituyen un potente motor para el aumento del papel del Estado en las sociedades modernas. La política actúa así como un mercado competitivo: ejerce una selección natural en beneficio de las coaliciones de intereses más eficaces y elimina las menos eficaces en perjuicio de los intereses generales. Es la mano invisible de Adam Smith funcionando al revés.

Lo irónico es que el moderno y todopoderoso Jano Ejecutivo-Legislativo no es un vehículo para que la mayoría imponga sus fines a las minorías ni siquiera un instrumento para que las elites político-burocráticas, la casta gobernante, haga lo que quiera sino un mecanismo al servicio de los múltiples grupos de presión y de interés que operan en las sociedades democráticas. La desaparición fáctica de la división de poderes en las democracias modernas ha creado un nuevo Leviatán que a través de la legislación y del poder fiscal gobierna con altos niveles de discrecionalidad y cuya única restricción efectiva no es la ley o la constitución sino la opinión pública. La aceptación del juicio según el cual el pueblo no necesita protegerse de si mismo faculta y legitima a los gobiernos democráticos a perseguir fines concretos aunque ello suponga violar derechos de terceros. El Estado democrático moderno es, parodiando a Bastiat “una gigantesca ficción en la que todo el mundo quiere vivir a costa de todo el mundo”.

A estas alturas es posible afirmar que dos tendencias ideológicas han operado en paralelo para erosionar las barreras levantadas por el constitucionalismo liberal al ejercicio de la coerción estatal: la regulación del capitalismo y la desregulación de la democracia. Cuantos menos controles tiene el moderno Estado Democrático, más débil se vuelve al transformarse en un juguete de las distintas facciones, de esas singulares agrupaciones de buscadores de rentas a las que les resulta más provechoso obtener privilegios del poder que realizar actividades productivas en el mercado. Sin duda, algunos fenómenos recientes, véase la globalización, son fuerzas que, al poner de relieve las deficiencias y los costes de los sistemas social-corporativos, trabajan en su reforma. Ahora bien, eso no es suficiente para contrarrestar el poder del moderno corporativismo que se ha señoreado de las democracias desarrolladas.

La restauración del gobierno limitado exige desplegar las baterías para iniciar una formidable batalla intelectual, una inversión ética como ha dicho Buchanan, para educar a las nuevas generaciones en las ventajas que la democracia liberal ofrece frente a la situación actual. Cabe imaginar y diseñar ingeniosos artilugios constitucionales para restringir la extensión de la coerción estatal, para sacar al zorro del gallinero pero no se introducirán o su vigencia será precaria si el consenso cultural imperante sigue envenenado por la ponzoña colectivista. Este es el factor determinante que ha erosionado y erosiona las creencias sobre las que se asienta la creación y la conservación de las instituciones libres.

Notas

1. Friedrich A.Hayek, Principios de un orden social liberal, Unión Editorial, pg.43, 2001.

2. Ver Rodney Stark, The Victory of the Reason, Random House, 2005.

3. Las corrientes filosóficas de los sofistas, de los estoicos, el individualismo de la ley romana teorizado por Cicerón o los escolásticos españoles del siglo XVI y XVII son sin duda precursores intelectuales del liberalismo clásico.

4. También el derecho romano clásico constituyó una firme garantía del dominio privado del individuo.

5. David Hume, Essays, Liberty Fund, 1987, pag, 474.

6. En The Limits of Liberty. Between Anarchy and Leviathan, (Chicago University Press, 1974) Buchanan resuelve ese obstáculo con el requisito de la aceptación unánime de las reglas del juego y demuestra que eso sólo es posible si se aseguran los derechos individuales descritos por el liberalismo clásico. Los individuos jamás concederían poder absoluto sobre su vida, su hacienda o su libertad a uno, a varios o a muchos.

7. Una exposición contundente y sólida de esta postura se encuentra en Murray N. Rothbard, The Ethics of Liberty, Humanities Press, 1982 o en el ensayo de Ayn Rand, The Objetivic Ethics incluido en la obra colectiva The Virtue of Selfishness, pgs.13-39, SIGNET, 1970.

8. Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia, Basic Books, 1974. Su tesis sobre la inevitabilidad del Estado y la inviabilidad de un sistema anarco-capitalista ha sido impugnada por Rothbard.

9. La creación de una autoridad central fue necesaria para resolver el problema del free rider.

10. Herbert Spencer, The Great Political Superstition en The Man Versus State With Six Essays on Government, Society and Freedom, pg.135, Liberty Fund, 1982.

11. Está perniciosa deriva se ha producido en casi todas las sociedades avanzadas tanto en las de tradición legal anglosajona como en las de tradición continental.

12. Sobre este punto, los liberales clásicos no lograron ni han logrado alcanzar un consenso.

13. La moderna teoría económica ha mostrado que las conductas monopolísticas sólo son sostenibles si el gobierno les crea mediante regulaciones que imponen barreras de entrada en el mercado. Una detallada explicación de este enfoque se encuentra en Chicago Studies in Political Economy, Ed. George Stigler, Chicago University Press, 1988.

14. J.S. Mill, Principios de Economía Política, Fondo de Cultura Económica, pg.812, 1985.

15. Aquí se inserta también el federalismo, la gran aportación norteamericana al constitucionalismo liberal.

16. Para una profundización en esta tesis ver Giovanni Sartori, La Democracia después del comunismo, Alianza Editorial, 1993, pgs.118-23.

17. Roger Pilon, Madison´s Constitutional Visión: The Legacy of Enumerated Powers en James Madison and the Future of Limited Government, Ed. John Samples, pgs. 25-41, Cato Institute, 2002.