Guerra contra terroristas

Alberto Benegas Lynch (h) comenta el caso argentino en la guerra contra terroristas y señala que "Descender al nivel de la canallada para combatir a la canallada terrorista, convierte también en canallas a quienes proclaman la lucha contra los terroristas”.

Por Alberto Benegas Lynch (h)

De entrada digo que, en rigor, no hay tal cosa como la “guerra contra el terrorismo” (como ha decretado el gobierno de G.W. Bush que promovió la peligrosa figura de la “invasión preventiva” y consolidó la patraña de Irak) puesto que como indica el hoy candidato presidencial Ron Paul “no se puede hacer una guerra contra un método”, del mismo modo que Milton Friedman escribió que no tiene sentido hablar de la “guerra contra las drogas” de la misma manera que “no se entabla una guerra contra la aspirina” (es imposible imaginarse un bando constituido por aspirinas y equivalentes). Las guerras se libran contra personas o grupos de personas reunidas en países o regiones pero no contra cosas o contra estrategias (por más repulsivas que resulten). En el caso que nos ocupa, es una guerra contra terroristas criminales cuyos resultados más positivos han sido las operaciones comando con propósitos muy específicos fruto de buena inteligencia y no de desplegar decenas y decenas de miles de soldados en acciones bélicas contraproducentes que conducen a fiascos superlativos. Y otra cuestión terminológica en este contexto que hace al buen uso del idioma: aludir a los “derechos humanos” constituye un grosero pleonasmo puesto que los minerales, los vegetales y los animales no son sujetos de derecho (ni agentes morales, por ello no responsables ante los tribunales de justicia).

En esta nota me detendré a considerar el caso argentino en la guerra contra terroristas, sobre lo que he escrito en reiteradas ocasiones: en secciones de libros y en artículos dedicados al tema (el último en el diario Perfil de Buenos Aires). Antes que nada debe subrayarse que la violencia sistemática por medio de las armas asesinando a mansalva la comenzaron los grupos terroristas y, como natural reacción, las combatieron las Fuerzas Armadas (para eso están: ataques exteriores y conmociones interiores), de lo cual no se desprende que deban introducirse los repugnantes y bárbaros métodos a que recurrieron dando lugar a la a todas luces inaceptable y monstruosa figura de “los desaparecidos”.

Es cierto que el 28 de mayo de 1971 —a instancias de Jaime Perriaux— se puso en funcionamiento la Cámara Federal en lo Penal la que con todos los requerimientos del debido proceso operó hasta que de modo inaudito se disolvió el 25 de mayo de 1973 y se soltaron de las cárceles a criminales terroristas que a poco andar integrantes de sus grupos de asalto asesinaron a uno de los jueces, balearon a otros dos y los nueve restantes tuvieron que exiliarse para salvar sus vidas. Sin duda que nada de lo dicho justifica que no se hayan constituido tribunales militares, haciendo lugar a las debidas defensas en juicio, labrado actas con las firmas de los responsables por las penas que en su caso pudieran corresponder. Por no seguir estos procedimientos se procedió de manera similar a los terroristas con lo que esta guerra infame se ganó en el terreno militar pero se perdió en el terreno moral.

Solo la mala fe puede sostener que no hubo guerra, cuando en infinidad de declaraciones que son del dominio público las propias organizaciones terroristas insistían en mantener que se trataba de una guerra, y toda la terminología de estos facinerosos y sus respectivos organigramas y cadena de mandos era de carácter militar. Lo que ocurre es que la eliminación del hecho de la guerra les permite imputar como homicidios a las bajas de sus secuaces en acción bélica y de este modo la toma de prisioneros de guerra se convierte en secuestro, la detención en confinamientos clandestinos y así sucesivamente.

De un tiempo a esta parte y en grado creciente, en la Argentina tiene lugar un  hemiplegia moral superlativa puesto que se condena a las fuerzas militares por los antedichos procedimientos inaceptables pero se exculpa a los terroristas por sus crímenes atroces. Además, en el primer caso, se vulneraron principios elementales del derecho. Es decir, cuando se trata de un país dominado por cafres en el que se cometieron todo tipo de actos criminales que luego se pretenden ocultar (y justificar) por medio de parodias judiciales y legislativas, es perfectamente lícito que todo eso se revise por gobiernos decentes como ha sido el caso de los juicios de Nuremberg y otras situaciones equivalentes. Pero cuando se trata de actos jurídicos de gobiernos constitucionales surgidos de intachables procesos electorales, que gobiernos posteriores revisen, anulen leyes (lo cual no es facultativo del Congreso) y contradigan lo establecido en aquél contexto, se traduce en una afrenta flagrante al orden institucional y a los principios jurídicos y republicanos básicos, con lo que se destruye todo el basamento de legalidad y los marcos de seguridad. Este precisamente es el caso argentino que eliminó de un plumazo la garantía de la cosa juzgada, la irretroactividad y las normas fundamentales del derecho penal. Incluso miembros del Tribunal que juzgó a la Junta Militar han presentado serias objeciones a los caminos que comentamos se adoptaron con posterioridad.

Por otro lado, en íntima conexión con lo que venimos diciendo, es pertinente a esta altura volver a insistir en el más vehemente rechazo a la tortura para combatir a los terroristas (lo cual no solo apunta al caso argentino sino que alude a casos como el de EE.UU.). Vuelvo entonces a repetir lo que he escrito antes sobre esta materia tan importante y delicada.

Cesare Beccaria, el pionero del derecho penal, afirmaba en De los delitos y de las penas que “Un hombre no puede ser llamado reo antes de la sentencia del juez [...] ¿Qué derecho sino el de la fuerza será el que de potestad al juez para imponer pena a un ciudadano mientras se duda si es reo o inocente? No es nuevo este dilema: o el delito es cierto o es incierto; si es cierto, no le conviene otra pena que la establecida por las leyes y son inútiles los tormentos porque es inútil la confesión del reo; si es incierto, no se debe atormentar a un inocente, porque tal es, según las leyes, un hombre cuyos delitos no están probados [...] Este abuso no se debería tolerar”. Y continúa con la crítica a quienes alegan contradicciones en las que incurren personas torturadas “como si las contradicciones comunes en los hombres cuando están tranquilos no deban multiplicarse en la turbación del ánimo todo embebido con el pensamiento de salvarse de un inminente peligro [...] No vale la confesión dictada durante la tortura”.

Los fines no justifican los medios. En el fin están presentes los medios. No es posible escindir fines y medios. Descender al nivel de la canallada para combatir a la canallada terrorista, convierte también en canallas a quienes proclaman la lucha contra los terroristas. Por este camino se pierde autoridad moral y la consecuente legitimidad. Incluso si se creyera que una persona posee la información sobre la colocación de una bomba que hará estallar el planeta —aún bajo la sospecha que el sujeto en cuestión fuera cómplice— no es justificable abusar de una persona. No caben análisis utilitarios sopesando unas vidas frente a otras. Nadie puede ser usado como medio para los fines de otros. Toda persona tiene un valor en si misma. No pueden sacrificarse algunos para salvar a muchos otros. Una vez que se acepta colocar a seres humanos en balanzas como si se tratara de una carnicería, se habrá perdido el sentido de humanidad y los valores éticos sobre los que descansa la sociedad abierta. Una vez aceptados estos balances se abren las puertas para aberraciones tales como que se exterminen jubilados en beneficio de la población joven mas numerosa y así sucesivamente. Permitir el abuso extremo del poder provoca daños irreparables en la sociedad ya que se dejan de lado los signos más elementales de cordura y decencia.

El caso hipotético de la bomba que hará estallar el planeta supone más de lo permisible. Supone que el torturado en verdad posee la información, que la bomba realmente existe, que no es una falsa alarma, que se puede remediar la situación, que el torturado trasmitirá la información correcta, etc. Como ha escrito Beccaria si no se sabe que una persona ha cometido un delito no es permisible sancionarlo antes de sentencia judicial y si se sabe es superflua la tortura (además de lo que también señala en cuanto a que la información recabada durante la tortura no es confiable, lo cual es confirmado por quienes manejan detectores de mentiras).

Michael Ignatieff escribe que “La democracia liberal se opone a la tortura porque se opone a cualquier uso ilimitado de la autoridad pública contra seres humanos y la tortura es la mas ilimitada, la forma mas desenfrenada de poder que una persona puede ejercer contra otra”. Explica que en situaciones límite es perfectamente legítima la defensa propia pero la tortura no solo ofende al torturado sino que degrada al torturador. Ignatieff sugiere que para evitar discusiones inconducentes sobre lo que es y lo que no es una tortura, deberían filmarse los interrogatorios y archivarse en los correspondientes departamentos de auditoria gubernamentales.

No cabe la pregunta tramposa de que haría una persona frente a un sospechoso de haber secuestrado a su hijo. Este tipo de escenarios desdibujan lo que debe ser una norma civilizada y la sustituyen por lo que podría hacer una persona en el contexto de una situación de extrema conmoción. Una cosa es lo que debería hacerse y otra la que eventualmente resulta de lo que hace un ser humano en una situación límite. Por ejemplo, en medio de un naufragio una persona puede no atender los requerimientos del dueño del único bote disponible en cuanto al orden de prelación de quienes pueden hacer uso de el y, en cambio, imponer la salvación de su familia. Pero, nuevamente, a lo que apuntamos es a lo que debería hacerse y no lo que hace determinada persona en circunstancias de catástrofe. Del mismo modo, en nuestro caso, estamos pensando sobre la posición civilizada frente al abuso de una persona a través de la tortura.

También en la actualidad se recurre a las figuras de “testigo material” y de “enemigo combatiente” para obviar las disposiciones de las Convenciones de Ginebra. Según el juez estadounidense Andrew Napolitano el primer caso se traduce en una vil táctica gubernamental para encarcelar a personas a quienes no se les ha probado nada pero que son detenidas según el criterio de algún funcionario del poder ejecutivo y, en el segundo caso, nos explica que al efecto de despojar a personas de sus derechos constitucionales se recurre a un subterfugio también ilegal que elude de manera burda las expresas resoluciones de las antedichas normas internacionales que se aplican tanto para los prisioneros de ejércitos regulares como combatientes que no pertenecen a una nación.

Habiendo dicho todo esto, reitero que una “justicia” tuerta y basada en concepciones que contradicen principios jurídicos elementales como es el caso argentino, se encamina a la liquidación de toda norma civilizada donde nadie tiene garantizados sus derechos porque se juega de tal manera con las instituciones republicanas que en definitiva dejan de tener significado y así se extingue la noción de la sociedad abierta. Una cosa es rechazar los aberrantes procedimientos en la guerra contra los terroristas y otra bien distinta es contradecir abiertamente todo el andamiaje en que descansa el derecho y hacer la vista gorda para los que iniciaron el escandaloso asalto a la vida.

Cierro con una reflexión de Jorge Masseti, ex agente de los servicios cubanos de espionaje, quien escribe en su libro El furor y el delirio: “Hoy puedo afirmar que por suerte no obtuvimos la victoria, porque de haber sido así, teniendo en cuenta nuestra formación y el grado de dependencia de Cuba, hubiéramos ahogado el continente en una barbarie generalizada”.

Este artículo fue publicado originalmente en Diario de América (EE.UU.) el 29 de septiembre de 2011.